Argumentos de Jonathan Edwards contra el libre albedrío
Jonathan Edwards (1703 – 1758) es uno de los máximos referentes teológicos del calvinismo norteamericano. Su obra tal vez más famosa es “Una investigación acerca de las nociones modernas prevalentes sobre la libertad de la voluntad, que se supone que es esencial a la agencia moral, la virtud y el vicio, las recompensas y el castigo, el elogio y la inculpación”, de 1754.
Como se ve, en aquella época no se economizaba en títulos.
En la obra Edwards polemiza con el “arminianismo”, que es una escisión del calvinismo basada justamente en que Jacobo Arminio, teólogo calvinista holandés, defendía el libre albedrío contra Calvino y sus seguidores.
Nuestra intención es analizar aquí los argumentos de Edwards contra lo que entendemos que es la concepción común y universal de “libre albedrío”.
Los textos de Edwards los hemos traducido del inglés con la ayuda de Mr. Google.
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Dice Edwards hablando de la voluntad:
“(…) Observo que la voluntad (sin ningún refinamiento metafísico) es claramente aquello por lo cual la mente elige cualquier cosa. La facultad de la voluntad es esa facultad o poder, o principio de la mente, por el cual es capaz de elegir; un acto de la voluntad es lo mismo que un acto de elección.”
En realidad, como diremos después, el objeto de la voluntad es el bien, y el bien no es siempre objeto de elección por parte de la voluntad, sino solamente cuando es el bien particular, o percibido a modo de bien particular, además, la elección no es el único acto de la voluntad, está también, entre otros, la intención, que mira al fin, mientras que la elección mira a los medios que se ordenan al fin.
Sobre la libertad, dice Edwards:
“El significado claro y obvio de la palabra libertad, en un discurso común, es poder, oportunidad o ventaja, que cualquiera tiene de hacer lo que le plazca. O, en otras palabras, estar libre de impedimentos en la forma de hacer o conducirse, en cualquier aspecto, como lo desee “.
Parece una definición muy “libertaria” de la libertad, pero véase lo que sigue:
“Es suficiente para mi propósito actual decir, que es ese motivo que, tal como se ve en la mente, es el más fuerte, lo que determina la voluntad (…)“.
Es decir, que la voluntad es libre cuando hace lo que quiere, y lo que quiere depende del motivo más fuerte que se le presenta en esas circunstancias, el cual la determina necesariamente.
En ese caso el motivo no es ningún “impedimento” para la voluntad, diría Edwards, porque lejos de impedir que la voluntad haga lo que quiere, la determina, por el contrario, a querer lo que hace.
También habla de elección, y de libertad de elección, porque como la persona puede experimentar diversos deseos, al final siempre va a actuar según su deseo o querer más fuerte, el cual de ese modo va a ser elegido entre todos los otros.
Obviamente que en esta forma de entender el determinante de la voluntad ya está presente el determinismo de Edwards, muy acorde, por otra parte, con su fe calvinista.
Además, para Edwards el objeto propio y directo del acto de la voluntad, que es la elección, es una acción que el hombre ejecutará o no:
“(…) cuando un borracho tiene su licor antes que él, y tiene que elegir si lo bebe o no, los objetos adecuados e inmediatos sobre los que versa su volición actual, y entre los cuales su elección ahora decide, son sus propios actos de beber el licor o no beberlo. (…) Si se insiste en la propiedad estricta del habla, se puede decir más propiamente que la acción voluntaria, que es la consecuencia inmediata y el fruto de la voluntad o elección de la mente, está determinada por lo que parece más agradable que la preferencia o elección en sí misma; pero que el acto de volición en sí mismo siempre está determinado por aquello, en la visión que la mente tiene del objeto, que lo hace parecer más agradable.”
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Sobre esta base, Edwards argumenta contra el concepto de autodeterminación de la voluntad, que los arminianos exigían como componente de la libertad.
El razonamiento de Edwards es el siguiente: La voluntad es capacidad de elección, y su objeto son actos del hombre, por ejemplo, beber. En ese caso, el acto propio de la voluntad es elegir beber. Si la voluntad se determina a sí misma, será mediante un acto de elección, y el objeto de ese acto será el acto propio de la voluntad, que es la elección de beber. Y ese acto por tanto será distinto del acto de elegir beber, porque será el acto de elegir elegir beber.
Y entonces necesitará otro acto de elección para autodeterminarse a este segundo acto de elección, y así “ad infinitum”, o bien, habrá un primer acto de elección no autodeterminado por la voluntad, que por tanto, no será libre, si la libertad implica siempre la autodeterminación, y entonces tampoco lo serán los actos subsiguientes, o será libre y no autodeterminado, lo cual va contra la concepción de la libertad como autodeterminación.
Dice en efecto Edwards:
“Por lo tanto, si la voluntad determina todos sus propios actos libres, el alma determina todos los actos libres de la voluntad, en el ejercicio de un poder de voluntad y elección; o, que es lo mismo, los determina de elección; determina sus propios actos eligiendo sus propios actos. Si la voluntad determina la voluntad, la elección ordena y determina la elección; y los actos de elección están sujetos a la decisión y siguen la conducta de otros actos de elección … Y, por lo tanto, si la voluntad determina todos sus propios actos libres, entonces cada acto libre de elección está determinado por un acto de elección precedente, que elige ese acto “.
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Para responder adecuadamente a este argumento de Edwards hay que presentar primero algunas nociones básicas de la filosofía tomista de la voluntad.
La voluntad es una facultad apetitiva, es decir, que tiende hacia el bien, a diferencia del intelecto, que es una facultad cognoscitiva, cuyo objeto es la verdad. El apetito, de suyo, es ciego, no conoce, pero necesita que el bien le sea presentado para poder tender a él, por tanto, el apetito sigue siempre al conocimiento. En el ser humano hay dos tipos de conocimiento, el sensible y el intelectual, y por tanto, dos apetitos, el apetito sensible, y el apetito intelectual, que es justamente la voluntad.
Pero el intelecto conoce su objeto en forma abstracta y universal, y por tanto, le presenta a la voluntad su objeto, que es el bien, en forma abstracta y universal. Este objeto de la voluntad, que es el bien como tal, en general, es querido por la voluntad en forma necesaria, no libre, porque el objeto es lo que determina la naturaleza de una facultad y entonces una facultad no puede no tender a su objeto, como no puede no tener su propia naturaleza.
Por eso mismo la voluntad no es determinada por ningún bien particular, como son todos los bienes de los que hacemos experiencia en esta vida. Incluso si tenemos en esta vida un conocimiento de Dios, lo conocemos no según es en Sí mismo, sino según se lo puede conocer a partir de lo creado., y nunca con evidencia intelectual.
Por tanto, la voluntad es libre respecto de todo bien particular: puede quererlo o no quererlo (libertad de ejercicio), y puede querer ese bien particular o aquel otro (libertad de especificación).
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Pero el bien que es querido por la voluntad puede ser de dos clases: el bien que se quiere por sí mismo, relativa o absolutamente, y el bien que se quiere en función de otro bien. El primero es el fin, el segundo, es el que es medio para el fin. El fin a su vez puede ser el fin último, al cual se ordena toda la vida humana, que es la felicidad, o algún fin intermedio, como por ejemplo cuando se trabaja para ganar un sueldo. Los fines intermedios pueden a su vez ser tomados como medios en orden a otro fin más alto y en definitiva, en orden al fin último.
La deliberación es el acto de la razón que reflexiona buscando los medios más aptos para alcanzar el fin. Al final del proceso deliberativo, se elige uno de esos medios. La deliberación y la elección, por tanto, son respecto de los medios, nunca respecto del fin, cuyo querer se presupone en cualquier deliberación y elección.
Otro aspecto a tener en cuenta es que si por un lado el apetito sigue siempre al conocimiento, por otro lado, la voluntad mueve a todas las otras potencias del hombre a la realización de sus actos, y por tanto, también al intelecto. Por eso se le puede pedir a la gente que razone o que preste atención, por ejemplo.
De aquí se sigue que en todo el proceso que incluye la deliberación y la elección hay actos del intelecto y de la voluntad, y que además estos actos de intelecto y voluntad se van produciendo sucesivamente unos a otros.
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Veamos la descripción que hace Billuart de todo el proceso volitivo (traducción nuestra):
“El orden y economía de todos estos actos es el siguiente. En primer lugar está la simple aprehensión, por la que el intelecto aprehende algún bien y lo propone a la voluntad. De parte de la voluntad le responde la simple volición, que es una pura complacencia y un apetito ineficaz del bien propuesto. Se la llama simple volición, porque como es del fin según que es en sí mismo, y no todavía con orden a los medios, tiene un objeto simple y no como duplicado; se la llama también con el nombre de su potencia, “voluntad”, como el primer acto del intelecto acerca de los principios se llama también con el nombre de su potencia, “inteligencia” o “intelecto”. Si esta simple volición es fuerte, mueve al intelecto a examinar si este bien es conveniente y posible de adquirir, y así tiene lugar el segundo acto del intelecto, que se llama “juicio”, y que propone a la voluntad ese objeto como conveniente y posible de adquirir: a este juicio le corresponde de parte de la voluntad la intención, que es el segundo acto de la voluntad respecto del fin en cuanto asequible por los medios. Puestos estos cuatro actos relativos al fin, por la fuerza de la intención el intelecto es movido y se aplica a inquirir acerca de los medios congruos para obtener el fin, y así se hace el tercer acto del intelecto, y primero respecto de los medios, que se llama “consejo” o “deliberación” acerca de los medios: a él responde de parte de la voluntad el consentimiento, que aprueba y apetece la utilidad de los medios: por razón de este consentimiento el intelecto se aplica a discernir cuáles son los medios más aptos, y éste es el cuarto acto del intelecto, que se llama “juicio práctico o discretivo de los medios”, al cual responde de parte de la voluntad la elección, que acepta a uno de los medios en lugar de los otros: entonces, por razón de la elección el intelecto es aplicado a intimar e imperar la ejecución de los medios, y tiene lugar el quinto y último acto del intelecto, que es el imperio, al cual responde de parte de la voluntad el uso activo o aplicación de las potencias ejecutoras- A esta aplicación activa responde de parte de las potencias sujetas a la voluntad el uso pasivo, es decir, la misma ejecución de los medios en virtud de la cual se consigue el fin, a lo cual sucede de parte de la voluntad la fruición, que es el gozoso descanso en el fin poseído.”
(BILLUART, Summa Sancti Thomae, Tomo II, Disert. III, proemio)
Un esquema puede ayudar a entender el texto:
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De aquí se sigue ya la respuesta al argumento de Edwards: no todo acto libre de la voluntad es un acto de elección. El consentimiento, por ejemplo, es un acto libre, porque es un acto que mira a los medios sobre los cuales delibera el intelecto, y esos medios no determinan necesariamente a la voluntad a consentir, porque entonces no podría darse el siguiente acto de la voluntad, que es la elección.
Por tanto, no hay necesidad de que se dé el retroceso al infinito que implícitamente al menos plantea Edwards en su objeción.
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La libertad de elección en las creaturas racionales excluye la necesidad de esa misma elección, o sea, que no pueda ser otra que la que de hecho es.
Parte del argumento de Edwards contra la misma es el que se basa en la necesidad con que todo efecto se deriva de su causa, teniendo en cuenta que el acto de la voluntad, como todo lo que primero no existe y luego existe, ha de tener una causa:
“Consideraría si la volición es algo que alguna vez ocurre o puede suceder, de esta manera contingente. Y aquí debe recordarse, que ya se ha mostrado, que nada puede suceder sin una causa o razón por la cual existe de esta manera en lugar de otra; y la evidencia de esto se ha aplicado particularmente a los actos de la voluntad. Ahora bien, si esto es así, se demostrará que los actos de la voluntad nunca son contingentes, o sin necesidad, en el sentido mencionado; en la medida en que aquellas cosas que tienen una causa o razón de su existencia, deben estar conectadas con su causa.”
Para responder a esto, hay que acudir a lo que dice Santo Tomás en Ia IIae, q. 9, a.1 , donde se pregunta si el entendimiento mueve a la voluntad. Allí plantea la siguiente objeción:
“(…) una misma cosa, respecto a lo mismo, no es lo que mueve y lo movido. Pero la voluntad mueve al entendimiento, pues entendemos cuando queremos. Luego el entendimiento no mueve a la voluntad.”
Y responde:
“La voluntad mueve al entendimiento para el ejercicio del acto, porque lo verdadero, que es la perfección del entendimiento, está incluido como bien particular en el bien universal. Pero, para la determinación del acto, que procede del objeto, el entendimiento mueve a la voluntad, porque el mismo bien es comprendido según una razón especial, incluida en la razón universal de verdadero. Y así está claro que no es lo mismo lo que mueve y lo que es movido respecto a lo mismo.”
Igualmente, en Ia IIae, q. 9, a. 3, donde Santo Tomás se pregunta si la voluntad se mueve a sí misma, se plantea esta dificultad:
“Además, el entendimiento mueve a la voluntad, como se dijo. Por consiguiente, si la voluntad se moviera a sí misma, se seguiría que una misma cosa era movida a la vez e inmediatamente por dos motores, lo que parece incongruente. Luego la voluntad no se mueve a sí misma.”
Y responde:
“La voluntad no se mueve a sí misma del mismo modo que la mueve el entendimiento, sino que el entendimiento la mueve por razón del objeto, y a sí misma, en cambio, se mueve por razón del fin.”
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Esto es lo que queda admirablemente resumido en la tesis 21 de las 24 tesis tomistas publicadas en 1914 por la Congregación de Estudios del Vaticano con la autorización del Papa San Pio X:
“La voluntad sigue al entendimiento, no le precede, y apetece necesariamente aquello que le presentan como un bien que sacia por completo al apetito; empero elige libremente entre aquellos otros bienes cuya apetencia depende de un juicio variable. La elección sigue, por consiguiente, al último juicio práctico, y a la voluntad toca determinar cuál sea el último.”
En la última parte de esta tesis, así como en los textos citados de Santo Tomás, está la solución al argumento del determinismo de los motivos. Es cierto que la voluntad es determinada por el intelecto y las razones que éste presenta para actuar y que fundamentan los juicios prácticos del mismo intelecto (un juicio práctico es el que afirma que tal o cual acción debe ser o no debe ser realizada), pero también es cierto que es la voluntad la que determina cuál de esos juicios prácticos ha de determinarla a su vez, porque es ella la que determina en cuál de esos juicios prácticos ha de detenerse la deliberación del intelecto, de lo cual se seguirá necesariamente la elección voluntaria.
Y si se objeta, como hacía la objeción que se planteaba Santo Tomás en el texto recién citado, que nada puede determinarse a sí mismo, o que dos cosas no pueden determinarse mutuamente la una a la otra, se responde, con Santo Tomás, que lo imposible es que bajo el mismo aspecto algo sea a la vez causa y efecto, determinante y determinado, y que esa mutua determinación entre voluntad y entendimiento no es bajo el mismo aspecto, sino que la voluntad determina al intelecto en el orden del ejercicio, moviéndolo como una causa eficiente que tiende a un fin, mientras que el intelecto determina a la voluntad en el orden de la especificación, mediante la presentación del objeto al que tiende el acto libre y que es como la forma especificativa de ese acto.
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También critica Edwards el argumento de los arminianos, según el cual es posible encontrarse a veces en un estado de completa indiferencia respecto de varias alternativas, y elegir una de ellas, con lo cual querían mostrar la existencia de la libertad de elección en el hombre. Dice en efecto Edwards:
“Un gran argumento para el poder de autodeterminación es la supuesta experiencia que tenemos universalmente de la capacidad de determinar nuestras voluntades, en los casos en que no se presenta ningún motivo prevalente; la voluntad (se supone) tiene que hacer una opción entre dos o más cosas, que son perfectamente iguales a la vista de la mente; y la voluntad es aparentemente totalmente indiferente; y, sin embargo, no encontramos dificultades para tomar una decisión; la voluntad puede determinarse instantáneamente a uno, por un poder soberano que tiene sobre sí misma, sin ser movida por ningún incentivo preponderante.”
Responde a esto Edwards:
“La misma suposición que aquí se hace se contradice y derroca directamente a sí misma. Porque lo que se supone, en lo que consiste este gran argumento, es que, entre varias cosas, la voluntad realmente elige una mejor que otra, al mismo tiempo que es perfectamente indiferente; que es lo mismo que decir que la mente tiene una preferencia, al mismo tiempo que no tiene preferencia. Lo que se quiere decir no puede ser, que la mente es indiferente antes de que tenga que elegir, o hasta que tenga una preferencia; o, que es lo mismo, que la mente es indiferente hasta que se vuelve no indiferente. Ciertamente, este autor no suponía que tuviera una controversia con ninguna persona al suponer esto. Y entonces no es nada para su propósito, que la mente que elige fue indiferente una vez; a menos que elija, permaneciendo indiferente; porque de lo contrario, no elige en absoluto en ese caso de indiferencia, respecto de cual es toda la cuestión.”
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El argumento de Edwards apunta al determinismo de la voluntad, porque si, como él dice, la voluntad no puede elegir en estado de perfecta indiferencia, es claro que elegirá determinada por el motivo más fuerte, no por un motivo igual o menos fuerte que otro.
Santo Tomás se ha planteado también esta dificultad en Ia IIae, q. 13, a. 6:
“(…) si dos cosas son completamente iguales, el hombre no se mueve más hacia una que hacia otra, como el hambriento, que, si tiene alimento igualmente apetecible en diversas partes y a igual distancia, no se mueve más hacia uno que hacia otro, como dijo Platón, señalando la quietud de la tierra en el centro, según se dice en el II De caelo. Pero mucho menos se puede elegir lo que se considera menor que lo que se considera igual. Luego, si se proponen dos o más cosas, entre las que una parece mayor, es imposible elegir alguna de las otras. Luego se elige por necesidad lo que parece más excelente. Pero toda elección versa sobre lo que parece de algún modo mejor. Luego toda elección es por necesidad.”
A lo que responde ahí mismo Santo Tomás:
“Nada impide que, si se presentan dos cosas iguales según una perspectiva, se piense de cualquiera de ellas alguna condición por la cual sobresalga, y la voluntad se pliegue más hacia una que hacia la otra.”
En lo cual está diciendo varias cosas: 1) Que los objetos del querer van a aparecer iguales o desiguales siempre desde algún enfoque del entendimiento 2) Que ese enfoque del entendimiento puede variar 3) Que efectivamente mientras el entendimiento no presente a uno de esos objetos como mejor bajo algún punto de vista que el otro, la voluntad no podrá elegir entre ellos.
Falta solamente preguntarse cuál será la fuerza que hará que el entendimiento vaya cambiando de punto de vista acerca de esos objetos, y la respuesta, por lo arriba dicho, es clara: ¡la misma voluntad!
Véase este texto de Billuart:
“(…) la voluntad no sigue necesariamente el juicio práctico del intelecto con necesidad absoluta y antecedente: Concedo. Con necesidad hipotética y consecuente: Niego. En efecto, supuesto que la voluntad quiere libremente permanecer en este juicio, que puede cambiar, es necesario que lo siga, pero esa necesidad, como procede de la misma voluntad, no afecta su libertad. Por lo cual, hecha esa suposición, la voluntad puede elegir otra cosa en sentido dividido, no en sentido compuesto, porque el juicio práctico acerca del mejor bien no puede darse juntamente con la elección del bien menor.”
(Ibid., art. VI)
O sea, que efectivamente la voluntad terminará eligiendo según el motivo que le aparezca más fuerte, en aquella consideración del intelecto que efectivamente presente a una de las alternativas como mejor que la otra, y que será aquella en la que termina la deliberación del intelecto, ¡por obra de la misma voluntad!
Lo cual se puede decir en forma resumida de esta manera: la voluntad elige según la razón más fuerte, que se le aparece como tal, por obra de la misma voluntad, así que no hay por aquí ninguna necesidad que sea contraria al libre albedrío de la voluntad.
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Es una mala estrategia, por tanto, la del argumento arminiano presentado y criticado por Edwards: apoyar la libertad de elección en la ausencia de motivos para elegir, porque es confesar implícitamente que los motivos anulan la libertad, y de ahí se seguiría que la libertad de elección existe en todo caso en esas raras, si existen, situaciones en las que el atractivo que las diversas alternativas ejercen sobre la voluntad es exactamente el mismo: ¡que es justamente el caso en que Santo Tomás, como vimos, admite que la voluntad no podría elegir nada!
La libertad de elección, por tanto, no consiste en que ante la ausencia de motivos la voluntad se inclina por una cualquiera de las partes, sino en que la voluntad se inclina por el motivo que aparece finalmente como el más fuerte en virtud del libre ejercicio de la misma voluntad.
Cuando decimos que es la voluntad la que determina cuál finalmente será para ella la razón más fuerte, no estamos sosteniendo ningún subjetivismo, sino que la voluntad determina bajo cuál consideración de las cosas, en la cual una de las alternativas aparece como mejor que las demás, terminará la deliberación, siendo por tanto esa alternativa la que resultará elegida.
El único subjetivismo que hay aquí en juego es en el caso del pecado, en el que la alternativa que finalmente aparece como la mejor no es realmente tal, sino que sólo parece serlo desde el punto de vista en que la voluntad ha determinado que termine la deliberación.
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Por eso, lo que dice Edwards en el pasaje que vamos a citar ahora no es para nada incompatible con el libre albedrío ni con la autodeterminación de la voluntad:
“Y aquí pondría esto como un axioma de verdad indudable; que cada acto libre se realiza en un estado de libertad, y no solo después de tal estado. Si un acto de la voluntad es un acto en el que el alma es libre, debe ejercerse en un estado de libertad y en el tiempo de la libertad. No será suficiente que el acto siga inmediatamente a un estado de libertad; sino que la libertad aún debe continuar y coexistir con el acto; el alma quedando en posesión de la libertad. Porque esa es la noción de un acto libre del alma, incluso un acto en el que el alma usa o ejerce la libertad. Pero si el alma no está, en el momento mismo del acto, en posesión de la libertad, no puede en ese momento estar en uso de ella”.
Véase la coincidencia, por lo que toca a nuestro tema, con esto que dice Billuart:
“La indiferencia pasiva y potencial es cuando la voluntad está ociosa y carente de acto: esto ciertamente lo quita la gracia aplicando la voluntad al acto, pero no pertenece a la esencia de la libertad, sino que más bien es una imperfección suya, pues toda potencia se perfecciona por su acto en función del cual existe. De otro modo, se seguiría que Dios, que está siempre en acto, no sería libre, y que la voluntad, cada vez que actuase, aún suponiendo que actuase independientemente de la moción divina, perdería la libertad, pues se le quitaría esta indiferencia potencial y suspensiva. La indiferencia activa o actual es cuando la voluntad actúa de tal manera que conserva la capacidad de no actuar, y esta indiferencia es esencial a la libertad, la cual no es destruida por aquella gracia que es eficaz por sí misma, sino que más bien se la otorga, porque no solamente mueve a que el acto se realice, sino también a que se realice libremente, y como es eficacísima, se sigue que el acto infaliblemente se hará en forma libre, es decir, conservando la capacidad de no realizarlo.”
(Ibid., Disert. II, art. V)
Efectivamente, y eso quiere decir que la indiferencia que es esencial al libre albedrío debe permanecer bajo la elección actual misma, y en efecto así permanece, porque en el mismo acto en el cual la voluntad es determinada por el intelecto a querer lo que al final de la deliberación aparece como lo mejor, esa determinación no es tal sino por esa misma intervención de la voluntad que detiene la deliberación del intelecto, y no por porque el objeto querido por sí solo alcance a sacar a la libertad de su indiferencia, ni antes de elegirlo, ni en el momento de elegirlo.
Ese objeto ha determinado, mediante el intelecto, la elección de la voluntad solamente gracias a la intervención de la voluntad misma, y no por sí solo, de modo que en la misma elección actual la voluntad conserva su indiferencia respecto del bien particular que elige, en tanto es tal bien particular.
Esa indiferencia de la voluntad se manifiesta aquí en el hecho de que la voluntad siempre conserva el poder de hacer que el intelecto continúe deliberando en vez de detener la deliberación, y eso es precisamente porque ninguno de los bienes particulares considerados en la deliberación determina por sí solo a la voluntad; si bien una vez que la voluntad ha detenido la deliberación del intelecto, es necesariamente movida por el bien que se le presenta como el mayor, con una necesidad, por tanto, que no es absoluta, sino condicional, es decir, supuesto que la deliberación haya llegado a su fin.
Por tanto, la objeción que pone aquí Edwards no alcanza el blanco: que es contradictorio suponer que la voluntad al mismo tiempo es indiferente respecto de lo que está eligiendo libremente (porque la indiferencia sería esencial a la libertad misma) y no lo es (porque lo está eligiendo). La respuesta es que no hay contradicción, porque la indiferencia y la no indiferencia se afirman según distintos aspectos: la voluntad es y sigue siendo indiferente respecto del objeto elegido, en tanto que es tal bien particular, y no lo es, en tanto ella misma ha hecho que el intelecto detenga su deliberación en el punto de vista bajo el cual ese bien particular aparece como preferible.
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Pero Edwards podría insistir diciendo que si todo acto de la voluntad tiene una causa, entonces todo acto de la voluntad se sigue necesariamente de algo, y ningún acto de la voluntad, entonces, es libre.
Dice en efecto:
“Aquí, si se replicase, que aunque sea cierto, que (…) la determinación final de la voluntad siempre depende y está infaliblemente conectada con la convicción del entendimiento y la notificación del mayor bien; sin embargo, los actos de la voluntad no son necesarios, porque esa convicción y notificación del entendimiento depende primero de un acto anterior de la voluntad, para determinar la atención y tomar nota de la evidencia exhibida; por lo cual la mente obtiene ese grado de convicción, que es suficiente y efectivo para determinar la elección consecuente y última de la voluntad; y que la voluntad con respecto a ese acto precedente, por el cual determina si asistir o no, no es necesaria; y que en esto consiste la libertad de la voluntad, que cuando Dios ofrece suficiente luz objetiva, la voluntad está en libertad de llamar la atención de la mente (…).”
Responde Edwards:
“Nada puede ser más débil y poco advertido que una respuesta como esta. Para ese acto precedente de la voluntad, que determinar atender y considerar, todavía es un acto de la voluntad (es cierto, si la libertad de la voluntad consiste en ello, como se supone), y si es un acto de la voluntad, es un acto de elección o rechazo. Y por lo tanto, si lo que se afirma es cierto, está determinado por alguna luz antecedente en el entendimiento, con respecto al mayor bien o mal aparente. Según se dice, es esa luz la que por sí sola mueve la voluntad de elegir o rechazar. Y por lo tanto, la voluntad debe ser movida por eso al elegir atender la luz objetiva ofrecida, en orden a otro acto consecuente de elección; de modo que este acto no es menos necesario que el otro.”
O sea, que de nada serviría decir que la voluntad sigue al entendimiento, pero solamente una vez que éste ha sido movido por la voluntad, porque esa moción previa de la voluntad a su vez debería seguir al entendimiento, y entonces, o retrocedemos nuevamente al infinito, o llegamos a un primer juicio del entendimiento que determina todo lo posterior, con lo cual ya no habrá ningún acto libre, o afirmamos un primer movimiento de la voluntad que no tiene causa, negando el principio de causalidad.
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Para responder a esto es útil el siguiente texto de Santo Tomás en Ia IIae, q. 9, a. 4, c.:
“Puesto que el objeto mueve a la voluntad, es claro que algo exterior puede moverla. Pero es necesario afirmar también que la voluntad puede ser movida por algo exterior incluso en el ejercicio del acto; pues todo lo que unas veces está en acto y otras en potencia, necesita que lo mueva algo que mueve. Ahora bien, es claro que la voluntad comienza a querer algo que antes no quería; por tanto, es necesario que algo la mueva a querer. Y, efectivamente, como se dijo, se mueve a sí misma cuando de querer el fin pasa a querer lo que es para el fin; pero esto no podría hacerlo si no mediara el consejo, porque, cuando uno quiere sanar, comienza a pensar cómo puede conseguirlo y, mediante este pensamiento, llega a que puede sanar con la ayuda de un médico, y lo quiere. Pero, porque no siempre quiso en acto la salud, es necesario que comience a querer sanar por la moción de algo. Y si para ello se hubiera movido a sí misma, sería necesario que lo hiciera mediante consejo, procedente de otra voluntad previa. Pero esto no se puede llevar hasta el infinito. Por consiguiente, es necesario afirmar que la voluntad necesita del impulso de algo exterior que la mueva para su primer movimiento, como concluye Aristóteles en un capítulo de la Etica a Eudemo.”
Aquí Santo Tomás dice varias cosas:
Cuando la voluntad elige los medios para el fin, esto sólo puede hacerlo mediante el “consejo” o deliberación, por el cual el intelecto investiga los medios más adecuados para el fin propuesto.
Pero el mismo querer del fin, que en el ejemplo que pone Santo Tomás es querer la salud por parte del que está enfermo, aparece como algo contingente, que comienza a ser tras no ser, y que por tanto, requiere una causa.
Nótese que Santo Tomás admite la posibilidad de que la misma salud corporal fuese objeto de una elección voluntaria, de modo que el quererla dependiese de una deliberación. Tendríamos el caso de algo que bajo cierta consideración es fin, y bajo otra consideración, es medio para otro fin. Solamente dice que no se puede ir hasta infinito en ese proceso en que toda deliberación presupone un querer voluntario, y éste, una deliberación.
Por tanto, Santo Tomás pone en el comienzo del acto libre de la voluntad creada un primer querer voluntario que no depende de una deliberación anterior, sino de un principio exterior a la misma creatura racional, que obviamente, como aclara en un artículo siguiente, es Dios.
Este primer acto de voluntad aparece como un primer querer del fin, en función del cual la voluntad delibera respecto de los medios. No es por tanto un automovimiento de la voluntad, ni un acto de elección, pero es también es un acto libre de la voluntad creada, porque es un acto voluntario, es decir, que emana de la misma voluntad, y contingente, es decir, que no tiende necesariamente a su objeto.
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Dice Santo Tomás:
“Pertenece a la razón de voluntario que su principio sea interior, pero no es necesario que este principio intrínseco sea primer principio, no movido por otro. Por consiguiente, aunque el movimiento voluntario tenga un principio intrínseco próximo, el primer principio es exterior. Igual que el primer principio del movimiento natural es extrínseco: el que mueve la naturaleza.” (Ia IIae, q. 9 a. 4, ad 1um)
“Como afirma Dionisio en el capítulo cuarto de De divin. nom.: A la providencia divina no corresponde destruir la naturaleza de las cosas, sino conservarla. Por eso mueve todas las cosas según su condición; así, de causas necesarias se siguen efectos con necesidad, mientras que de causas contingentes se siguen efectos contingentemente. Así, pues, porque la voluntad es un principio activo, no determinado a una sola cosa, sino que se relaciona indiferentemente con muchas, Dios la mueve sin determinarla con necesidad a una sola cosa, sino conservando su movimiento contingente y no necesario, salvo en aquello hacia lo que se mueve por naturaleza.” (Ia IIae, q. 10, a. 4, c.)
“La voluntad divina no sólo alcanza a hacer algo mediante la cosa que mueve, sino también a que se haga del modo conveniente a su naturaleza. Y, por eso, repugnaría más a la moción divina que moviera la voluntad con necesidad, pues esto no es propio de su naturaleza, que el moverla libremente, como corresponde a su naturaleza.” (Ibid., ad 1um)
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Y solamente Dios puede mover así a la voluntad creada, sin quitarle su libre albedrío:
“El movimiento de la voluntad procede del interior, lo mismo que el movimiento natural. Ahora bien, aunque algo, que no es causa de la naturaleza de la cosa movida, puede mover una cosa natural, no puede causar un movimiento natural si no es de algún modo causa de la naturaleza. (…) La causa de la voluntad sólo puede ser Dios, y esto es claro por dos razones. La primera, porque la voluntad es una potencia de un alma racional, que sólo es causada por Dios mediante creación, como se dijo en la primera parte. La segunda, porque la voluntad está ordenada al bien universal. Por eso ninguna otra cosa puede ser causa de la voluntad, sólo Dios mismo, que es el bien universal. Todo lo demás se llama bien por participación y es un bien particular, pero una cosa particular no produce una inclinación universal. Por eso, ni siquiera la materia prima, que está en potencia para todas las formas, puede ser causada por un agente particular.” (Ia IIae, q. 9, a. 6, c.)
En efecto, ese primer acto de la voluntad creada es libre porque es voluntario y contingente, y es voluntario porque procede del interior de la voluntad misma, y en ese sentido, es un acto natural de esa facultad, de modo que sólo puede producirlo, como agente extrínseco, Dios, que es el Creador de la misma facultad volitiva.
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Esa moción divina de la voluntad creada no se reduce solamente a producir un primer querer del fin, sino que también se extiende al querer de los medios para el fin, o sea, a la elección libre:
“Dios, como motor universal, mueve la voluntad del hombre hacia su objeto universal, que es el bien. Sin esta moción universal, el hombre no puede querer nada. Pero el hombre se determina mediante la razón a querer esto o aquello, que es un bien real o aparente. No obstante, a veces Dios mueve a algunos de un modo especial a querer algo determinado, que es bien; por ejemplo, a los que mueve mediante la gracia, como se dirá más adelante.” (Ia IIae, q. 9, a. 6, ad 3um)
(…) cualquier ejercicio de una facultad implica movimiento, si tomamos esta palabra en su sentido amplio, de modo que también el entender y el querer puedan llamarse movimientos, como lo hace el Filósofo en el libro II De anima. Ahora bien, en las cosas corporales vemos que, para obtener un movimiento, no basta la forma que es principio del movimiento o acción, sino que se requiere además el impulso del primer motor. (…) todos los movimientos, tanto corporales como espirituales, se reducen al primer motor universal, que es Dios. De modo que, por perfecta que se suponga una naturaleza corporal o espiritual, no logrará producir su acto si no es movida por Dios; (…).” (Ia IIae, q. 109, a. 1, c)
“La naturaleza del hombre puede ser considerada en un doble estado: el de integridad, que es el de nuestro primer padre antes del pecado, y el de corrupción, que es el nuestro después del pecado original. Pues bien, en ambos estados, la naturaleza humana necesita para hacer o querer el bien, de cualquier orden que sea, el auxilio de Dios como primer motor, según acabamos de exponer.” (Ia IIae, q. 109, a. 2, c)
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Retomemos entonces la objeción de Edwards, en sus rasgos esenciales:
“Si en la deliberación, el intelecto es a su vez movido por la voluntad, ese movimiento de la voluntad, para ser libre, deberá ser un acto electivo, y por tanto, dependerá de una deliberación anterior, la cual, o bien no depende de la voluntad de ningún modo, y entonces volvemos a que el intelecto determina simplemente a la voluntad, de modo que ésta no elige libremente, o bien, esa deliberación anterior del intelecto a su vez será determinada por otro acto electivo de la voluntad, y así “in infinitum”, o bien, llegaremos a un primer acto no electivo de la voluntad, que por tanto, no será libre, y por tanto, tampoco será libre todo el proceso consiguiente, además, ese primer acto de la voluntad no tendría causa, contra el principio de causalidad.”
La respuesta, acorde a lo que hemos visto en Santo Tomás, es la siguiente:
No todo acto libre de la voluntad que determina al intelecto en su deliberación es un acto de elección, y por tanto, no todo acto libre de la voluntad que determina al intelecto en su deliberación depende de una deliberación previa del mismo intelecto. Esto es así, porque el primer acto de la voluntad que pone en marcha todo el proceso deliberativo y electivo es un acto voluntario cuyo objeto es contingente, y por tanto, es un acto libre, pero no es electivo al no depender de una previa deliberación.
Y si se pregunta por la razón suficiente de ese acto voluntario que la voluntad puede realizar o no realizar, es la voluntad misma, como causa segunda, y Dios, como Causa Primera y Primer Motor de todo movimiento creado, porque sólo el Creador de una facultad puede ser causa eficiente de un movimiento que procede de dentro de esa misma facultad, y al hacerlo, no violenta la naturaleza de esa facultad, ni la de ese movimiento, que es la de ser un movimiento contingente y libre, dado que su objeto es un bien particular que como tal no impone necesidad a la voluntad.
Resulta entonces paradójicamente que es precisamente la moción divina de la voluntad creada para producir un acto voluntario la que garantiza el libre albedrío de ese acto de la voluntad creada. Y que por tanto, la Omnisciencia y la Omnipotencia divinas, de las que deriva el absoluto control que Dios tiene de todo lo que sucede en su Creación, en vez de ser obstáculo para la libertad de elección de las creaturas racionales, son su condición de posibilidad y, dado el libre decreto de la Voluntad divina, su razón suficiente.
Precisamente el calvinismo, con su insistencia en la soberanía absoluta de Dios, debería poder llegar a esa conclusión, al menos si se dejara guiar por la estricta lógica.
De todo lo cual resulta que la solución tomista de la controversia “De Auxiliis” parece ser la condición necesaria para poder responder al argumento que Edwards y otros muchos ponen contra la libertad de elección de las creaturas racionales.
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¿Y cómo, preguntaría Edwards, puede ser libre el acto de la voluntad si se sigue necesariamente siempre de alguna causa, sea el juicio previo del intelecto, sea la moción divina?
Para responder a esto, hay que explicar primero la distinción entre el sentido compuesto y el sentido dividido.
No es lo mismo negar absolutamente la posibilidad de un hecho, que negarla bajo cierta condición.
Por eso mismo, no es lo mismo decir que es imposible que sea verdadera la proposición que afirma un hecho realizado bajo ciertas condiciones, que decir que es imposible que sea verdadera la proposición que afirma la posibilidad sin más de ese hecho.
Tomada desde estos dos puntos de vista distintos, nada impide que una proposición pueda ser verdadera y falsa a la vez. Por ejemplo, sea la proposición "el que está sentado puede estar de pie". Ese “puede” puede tener dos significados distintos: que es posible que sea verdadera la proposición que dice que el que está sentado está de pie (y bajo esta interpretación la proposición es falsa) o que es verdadera la proposición que dice que el que está sentado puede estar de pie (bajo esta interpretación, la proposición es verdadera).
Nótese que en el primer caso, la “posibilidad” está puesta solamente fuera de la proposición, y como calificativo o propiedad de la proposición misma, mientras que en el segundo caso la “posibilidad” está puesta también dentro de la proposición, y como propiedad o atributo de la cosa que es sujeto de la proposición.
Por eso, en el primer caso hablamos de posibilidad de “dicto”, o sea, posibilidad de la verdad de la proposición, mientras que en el segundo caso hablamos de posibilidad “de re”, o sea, posibilidad de la cosa misma que es el sujeto de la proposición.
También hablamos en el primer caso de “sentido compuesto”, porque la pregunta por la posibilidad, imposibilidad o necesidad se refiere a la proposición globalmente tomada, mientras que en el segundo caso hablamos de “sentido dividido”, porque la pregunta sobre la posibilidad, necesidad o imposibilidad, según el caso, se refiere a la cosa que es sujeto de la proposición, considerada, por tanto, no solamente en tanto que forma parte de la proposición, sino en sí misma.
También hablamos en el primer caso, de “posibilidad, necesidad o imposibilidad condicionales”, porque el predicado no le conviene necesaria o imposiblemente al sujeto de la proposición sino en cuanto forma parte de esa proposición, mientras que en el segundo caso hablamos de posibilidad, necesidad o imposibilidad absolutas, porque se afirman del sujeto de la proposición independientemente de que forme parte de la proposición o no.
Por eso mismo, si transformamos la proposición en un condicional: “Si Juan está sentado, Juan no puede estar de pie”, debemos decir que ese condicional es verdadero en sentido compuesto, no en sentido dividido.
También se dice que ese condicional es verdadero si afirma una necesidad de la consecuencia, no del consecuente, porque es el antecedente, estar sentado, el que es incompatible con estar de pie, no el ser Juan.
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Veamos entonces la objeción de Edwards:
“Consideraría si la volición es algo que alguna vez ocurre o puede suceder, de esta manera contingente. Y aquí debe recordarse, que ya se ha mostrado, que nada puede suceder sin una causa o razón por la cual existe de esta manera en lugar de otra; y la evidencia de esto se ha aplicado particularmente a los actos de la voluntad. Ahora bien, si esto es así, se demostrará que los actos de la voluntad nunca son contingentes, o sin necesidad, en el sentido mencionado; en la medida en que aquellas cosas que tienen una causa o razón de su existencia, deben estar conectadas con su causa.”
Una objeción semejante a ésta se ha planteado Santo Tomás en Ia IIae, q. 10, a. 4:
“Además, es posible aquello de lo que no se sigue lo imposible si se supone. Pero se sigue lo imposible si se supone que la voluntad no quiere aquello hacia lo que la mueve Dios, porque, según esto, la operación de Dios sería ineficaz. Por tanto, no es posible que la voluntad no quiera aquello hacia lo que Dios la mueve. Luego es necesario que ella lo quiera.”
Y responde:
“Si Dios mueve la voluntad hacia algo, es incompatible con esta suposición que la voluntad no se mueva hacia ello. Sin embargo, no es absolutamente imposible. Por eso no se sigue que Dios mueva la voluntad con necesidad.”
Santo Tomás habla aquí de una necesidad condicional, no absoluta, igual que en I, q. 19, a.8, donde se plantea la objeción según la cual San Agustín ha dicho que si Dios quiere que algo suceda, es necesario que ello suceda, de donde se quería inferir que no hay contingencia en las cosas.
La respuesta de Santo Tomás:
“El texto de San Agustín no se refiere a la necesidad absoluta de las cosas que Dios quiere, sino a la condicional, ya que necesariamente es verdadera esta condicional: “si Dios quiere una cosa, es necesario que esa cosa sea”.
Del mismo modo, podríamos decir, en que necesariamente es verdadera esta otra condicional: “Si llueve, entones es necesario que llueva”.
O sea, que al argumento de Edwards, que dice que lo que sucede necesariamente no sucede por elección libre, y que los actos de la voluntad suceden necesariamente, porque proceden de una causa, y todo efecto procede necesariamente de su causa, Santo Tomás respondería que lo que es absolutamente necesario no es por elección libre, pero que sí puede ser por elección libre lo que es necesario sólo bajo cierta condición, y que sólo en este último sentido es necesario el acto de la voluntad.
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En efecto, en nuestro caso las preguntas posibles son dos: 1) Si es posible que bajo la moción divina la voluntad no se mueva o se mueva de otro modo distinto de aquel según el cual Dios la mueve 2) Si bajo la moción divina la voluntad conserva la capacidad de no moverse o de moverse de un modo distinto de aquel al que Dios la mueve.
La respuesta a la primera pregunta, que corresponde al sentido compuesto, es negativa; la respuesta a la segunda pregunta, que corresponde al sentido dividido, es afirmativa.
Y si se objeta que no alcanza con esa contingencia en sentido dividido para eliminar la necesidad que se opone a la libertad de elección, se responde que entonces la creatura racional tampoco sería libre aunque su voluntad no fuese movida por Dios. Porque en esa hipótesis, también habría que responder con la distinción entre sentido compuesto y sentido dividido a la pregunta de si la voluntad que elige algo puede no elegirlo.
En efecto, si consideramos a la voluntad que elige algo precisamente en cuanto que elige algo, o sea, en sentido compuesto, es claro que no puede no elegirlo, porque no puede a la vez elegirlo y no elegirlo. Si consideramos a la voluntad que elige algo simplemente en tanto que voluntad, o sea, en sentido dividido, entonces es claro que puede no elegir lo que elige, porque como ya dijimos, ningún bien particular determina a la voluntad a quererlo.
Por tanto, si esta contingencia, que lo es solamente en sentido dividido, alcanza para asegurar la libertad de elección considerando al solo acto de la elección libre, no se ve por qué no alcanzaría para asegurar la libertad de elección considerando a ese mismo acto libre en tanto que efecto de la causalidad divina.
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En la misma línea argumenta Edwards contra el libre albedrío de la voluntad creada partiendo de la Omnisciencia divina:
El argumento de Edwards aquí es que lo que tiene conexión infalible con algo que es necesario, es necesario, y que los actos voluntarios de las creaturas racionales tienen conexión infalible con algo que es necesario, a saber, la presciencia divina de esos actos, que está eterna e inmutablemente en Dios, por tanto, esos actos voluntarios de las creaturas racionales son necesarios y no son libres.
Aunque Edwards comienza hablando de una especie de “pre-visión” divina de eventos que sería futuros para Dios mismo, luego reconoce que ante el conocimiento divino todo está actualmente presente, reafirmándose sin embargo en su tesis, de este modo:
“Ya se ha demostrado que todo cierto conocimiento demuestra la necesidad de la verdad conocida; ya sea antes, después o al mismo tiempo. Aunque es cierto, que no hay sucesión en el conocimiento de Dios, y la forma de su conocimiento es para nosotros inconcebible, sin embargo, tanto sabemos al respecto, que no hay evento, pasado, presente o por venir, del que Dios alguna vez esté incierto, Él nunca es, nunca fue y nunca será, sin un conocimiento infalible de ello; él siempre ve la existencia de esto como cierto e infalible. Y como él siempre ve las cosas tal como son en verdad, por lo tanto, en realidad nunca hay nada contingente en ese sentido, de que sea posible que nunca suceda. Si, estrictamente hablando, no hay previsión en Dios, es porque esas cosas que son futuras para nosotros, están tan presentes para Dios como si ya tuvieran existencia; y eso es tanto como decir que los eventos futuros siempre son a la vista de Dios tan evidentes, claros, seguros y necesarios, como si ya existieran. Si nunca hay un momento en el que la existencia del evento no está presente ante Dios, entonces nunca hay un momento en el que no sea tan imposible que no exista, como si su existencia estuviera presente y ya hubiera llegado a ocurrir.”
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Santo Tomás trata este asunto en I, q. 14, a. 13, donde se pregunta si Dios conoce los futuros contingentes. La dificultad que se plantea es que lo que se conoce con un conocimiento verdadero e infalible no puede ser contingente, porque no puede ser de otro modo de como se lo conoce con tal conocimiento. La respuesta de Santo Tomás consiste básicamente en recordar que lo que se conoce como actualmente presente, se conoce en forma cierta e infalible, por más que sea contingente, por ejemplo, si veo que Sócrates está sentado, ese conocimiento no puede ser falso, a pesar de que es contingente que Sócrates esté sentado. Y Dios, agrega Santo Tomás, conoce los hechos contingentes no como futuros, sino como presentes, porque su Eternidad trasciende el tiempo, de modo que lo que para nosotros es pasado o futuro, es presente para Dios. De modo que el hecho de que Dios conozca con absoluta certeza los eventos contingentes, no les quita su contingencia.
Sobre esa base, Santo Tomás se plantea la siguiente objeción:
“En todo condicional cuyo antecedente es absolutamente necesario, también el consecuente lo es. Pues la relación entre antecedente y consecuente es la misma que hay entre principio y conclusión, ya que de principios necesarios se deducen conclusiones necesarias, como se prueba en I Poster. Pero también el condicional: Si Dios supo que eso será, eso será, es verdadera; porque la ciencia de Dios no lo es sino de lo verdadero. El antecedente de esta condicional es absolutamente necesario; tanto porque es eterno como porque indica un pasado. Luego también el consecuente es absolutamente necesario. Así, la ciencia de Dios no incluye lo contingente.” (Ibid.)
A lo cual responde:
“(…) hay que decir que, cuando en el antecedente se coloca algo referente al acto del alma, el consecuente hay que tomarlo no como es en sí mismo, sino tal como está en el alma. Pues el ser de algo en sí mismo es distinto a este mismo ser en el alma. Ejemplo: Si digo: Si el alma entiende algo, aquello es inmaterial, hay que entender que aquello es inmaterial tal como está en el entendimiento, no tal como es en sí mismo. De forma parecida, si digo: Si Dios conoció algo, aquello será, el consecuente hay que entenderlo como está en la ciencia divina, es decir, en cuanto está presente ante El. Y así, es necesario, como el antecedente: porque todo lo que es, mientras es, es necesario que sea, como se dice en I Periherm.” (Ibid.)
Con lo cual la respuesta de Santo Tomás al citado argumento de Edwards sería la siguiente: los actos voluntarios de las creaturas racionales tienen conexión infalible con la ciencia divina, porque están eternamente presentes ante Dios, como Sócrates sentado está actualmente presente ante el que lo ve sentado. Bajo este punto de vista son necesarios, porque es imposible que lo que se ve como presente no sea, en tanto que se lo ve, como se lo ve. Eso no quiere decir que sean necesarios en sí mismos considerados, como tampoco es necesario que Sócrates esté sentado.
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Por eso mismo acude también aquí Santo Tomás a la distinción entre el sentido compuesto y el sentido dividido:
“De ahí que la proposición: Todo lo conocido por Dios es necesario que exista, suela recibir una distinción. Porque puede referirse a la cosa conocida (de re), o a la proposición (de dicto). Si se entiende de la cosa conocida, la proposición es divisa y falsa, ya que su sentido es: Todo lo que Dios conoce es necesario. Si se entiende de la proposición, la proposición es compuesta y verdadera, ya que su sentido es: La proposición: Lo conocido por Dios existe, es necesaria.” (Ibid.)
O sea, si decimos “Es necesario que lo contingente, conocido por Dios, exista”, la proposición es “de dicto”, o sea, sentido compuesto, y es una verdad necesaria, pero si decimos “Lo que Dios conoce desde la Eternidad existe o sucede necesariamente”, la proposición es “de re”, o sea, sentido dividido, y es falsa.
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En el texto que hemos citado, Edwards confunde lo que hemos visto que Santo Tomás distingue: la necesidad relativa y condicional, en sentido compuesto, por tanto, de lo contingente existente, en tanto que existe, y en tanto que es conocido como así existiendo, y la necesidad absoluta o en sentido dividido, que es incompatible con la contingencia.
Con el argumento que da Edwards, en efecto, tampoco se podría considerar como contingente el hecho de que Sócrates esté sentado, si actualmente lo vemos sentado con una certeza que excluye toda posibilidad de que al mismo tiempo no esté sentado. Y sin embargo, es perfectamente posible que Sócrates no se hubiese sentado, al menos, no podemos inferir que no es posible, del hecho de que no es posible que esté sentado y no esté sentado al mismo tiempo.
Santo Tomás ha dicho muy bien en otra parte que no hay nada que sea tan contingente que no tenga algo de necesario, y en efecto, el más contingente de los eventos no puede no ser, en tanto que es, porque no puede ser y no ser a la vez, sin que eso lo convierta en un evento necesario.
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Como vimos al comienzo, el argumento de Edwards contra la libertad de elección es un argumento contra la autodeterminación de la voluntad.
Esa autodeterminación de la voluntad en el acto libre está enseñada con otras palabras por Santo Tomás de Aquino en Ia IIae, q. 9, a. 3, donde se pregunta si la voluntad se mueve a sí misma, y responde:
“Como ya se señaló, pertenece a la voluntad mover las otras potencias por razón del fin, que es el objeto de la voluntad. Pero el fin se comporta en las cosas apetecibles como el principio en las inteligibles, como ya se dijo. Ahora bien, es claro que el entendimiento, precisamente por conocer el principio, se lleva a sí mismo de potencia a acto en cuanto al conocimiento de las conclusiones, y de este modo se mueve a sí mismo. Igualmente la voluntad, por el hecho mismo de querer el fin, se mueve a sí misma a querer lo que es para el fin.”
En efecto, moverse la voluntad a sí misma es hacerse pasar a sí misma de potencia a acto, y en ese sentido, determinarse a sí misma.
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En Ia IIae, q. 6, a. 2, Santo Tomás se pregunta si se da lo voluntario en los animales irracionales, y responde:
“Como se dijo, para la razón de voluntario se requiere que el principio del acto sea interno, con algún conocimiento del fin. Ahora bien, hay un doble conocimiento del fin: el perfecto y el imperfecto. Hay un conocimiento perfecto del fin cuando no sólo se aprehende la cosa que es fin, sino también se conoce su razón de fin y la proporción con el fin de lo que se ordena a él. Y este conocimiento compete sólo a la naturaleza racional. En cambio, el conocimiento imperfecto del fin es el que consiste sólo en la aprehensión del fin, sin que se conozca la razón de fin y la proporción del acto con respecto al fin. Y este conocimiento del fin se encuentra en los animales irracionales mediante los sentidos y la estimación natural.
Por consiguiente, a un conocimiento perfecto del fin sigue lo voluntario según su razón perfecta; puesto que, una vez aprehendido el fin, uno puede dirigirse hacia él o no, después de deliberar acerca del fin y de las cosas que se ordenan a él. A un conocimiento imperfecto del fin, en cambio, sigue lo voluntario según una razón imperfecta, puesto que al aprehender el fin, no delibera, sino que se mueve hacia él inmediatamente. En consecuencia, sólo a la naturaleza racional compete lo voluntario según su razón perfecta, pero, según una razón imperfecta, compete también a los animales irracionales.”
“Además, se dice que el hombre es dueño de sus actos en la medida que los actos humanos son voluntarios. Pero los animales irracionales no tienen dominio de sus actos, pues no obran, sino que más bien son obrados, como dice el Damasceno. Luego en los animales irracionales no hay voluntario.”
“El hombre es dueño de sus actos precisamente porque tiene deliberación acerca de ellos; pues, porque la razón, cuando delibera, se relaciona con cosas opuestas, la voluntad puede optar por cualquiera de ellas. Pero, según esto, no hay voluntariedad en los animales irracionales, como se dijo.”
El conocimiento del fin como fin, entonces, hace que la inteligencia pueda buscar medios aptos para el fin, los cuales, al ser bienes particulares que no determinan a la voluntad, permiten que ésta elija entre ellos, y en ello ve Santo Tomás que el hombre sea “dueño de sus actos”, que es lo mismo que decir que el hombre es causa de sus propios actos, o sea, se autodetermina a obrar.
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Al concepto que Edwards tiene de la “elección”, por tanto, le falta algo fundamental. Para Edwards, el hombre “elige” simplemente porque su voluntad se ve solicitada por lo general por varios motivos, y siempre triunfa el más fuerte de todos ellos, sin más.
Pero con eso no basta, obviamente, para que haya “elección”. En la tesis de Edwards la voluntad puede querer algo y puede no quererlo, pero no puede quererlo o no quererlo; e igualmente, puede querer esto y puede querer aquello, pero no puede querer esto o aquello.
La única contingencia que hay en la “elección” de Edwards es que, según las circunstancias, el mismo objeto puede competir por el asentimiento de la voluntad con objetos más atractivos que él mismo, o no. Pero siempre la voluntad querrá el objeto que en ese momento aparezca como más atractivo, sin más.
Las que deciden finalmente, por tanto, son las circunstancias. En todo caso, Dios, mediante ellas.
En cambio, según Santo Tomás, la voluntad puede querer o no querer un objeto dado, y puede querer este objeto o aquel otro, porque siempre depende finalmente de la misma voluntad, según cuándo detenga la deliberación del intelecto, cuál objeto aparezca como el más atractivo.
Y ahí está la autodeterminación de la voluntad: que es ella finalmente la que decide si quiere o no quiere un bien determinado, o si quiere ese bien mejor que otros.
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Por lo dicho, entonces, la raíz de la libertad de la elección está en la libertad del consentimiento, por el cual la voluntad hace que un determinado juicio práctico del intelecto sea el último, el que por tanto determina a la misma voluntad a elegir el bien particular que le es propuesto en ese juicio.
Por eso mismo no se puede objetar aquí que la autodeterminación es imposible, porque implica darse a sí mismo lo que no se tiene.
Porque la voluntad no se da a sí misma sin más la elección, sino que ésta le es determinada por el intelecto, y lo que la voluntad en el consentimiento le da previamente al intelecto, para determinarlo a su vez, va en una línea distinta de lo que el mismo intelecto da a la voluntad en la elección para determinarla: como se ha dicho, la voluntad mueve al intelecto en el orden de la causalidad eficiente y final, mientras que el intelecto mueve a la voluntad en el orden de la causalidad formal.
Es cierto que dos cosas distintas no pueden ser a la vez causa y efecto al mismo tiempo y bajo el mismo punto de vista, pero aquí los puntos de vista son diferentes. Es lo que dice el adagio escolástico: “causae ad invicem sunt causae, sed diversimode”: las causas pueden causarse recíprocamente, pero bajo distintos puntos de vista. Y así lo dice Santo Tomás en el texto citado: “no es lo mismo lo que mueve y lo que es movido respecto a lo mismo.”
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Finalmente, hay que señalar que no todo acto libre de la voluntad creada es un acto electivo, ni tampoco implica todo acto libre de la voluntad creada la autodeterminación.
Eso lo decimos distinguiendo un sentido amplio de “elección”, que sería simplemente el inclinarse libremente la voluntad a querer o no querer un determinado bien particular, o a querer uno en vez de otro, y un sentido estricto de “elección” que es aquel acto de la voluntad que además de lo anterior, sigue al juicio práctico del intelecto.
Ya vimos en efecto que en el caso del consentimiento de la voluntad, al menos no es necesario ni posible que se dé siempre lo segundo. Porque aún si un determinado consentimiento siguiese a una elección anterior, es claro que ese proceso no se puede llevar al infinito.
Sí hay autodeterminación en el consentimiento, porque como vimos, es la voluntad misma la que se mueve a detener la deliberación del intelecto. Recordemos que según Santo Tomás el automovimiento de la voluntad se daba respecto de los medios, suscitado por el querer del fin, y el consentimiento es uno de los actos de la voluntad respecto de los medios.
Pero además, si seguimos a Billuart, Santo Tomás reconoce un acto libre de la voluntad respecto del fin, en el cual la voluntad es movida por Dios pero no mueve, y por tanto, tampoco se mueve a sí misma, o sea, no se autodetermina, sino que solamente quiere aquello a lo que Dios la mueve para que lo quiera.
En efecto, dice Billuart:
“(…) el acto de la voluntad puede ser imperado, porque, así como la razón puede juzgar que es bueno querer algo, también puede ordenar, imperando, que el hombre quiera. Se ha de exceptuar sin embargo el primer acto de la voluntad, es decir, la simple volición del fin, porque la primera aprehensión de la cual se sigue la simple volición no supone un acto anterior de la voluntad de cuya fuerza motriz participe respecto del ejercicio: de ahí que por más que esta primera volición es libre, porque está regulada por un conocimiento indiferente, el hombre no se mueve a ella, sino que es movido por Dios.”
(Ibid., art. VII, III)
No toda voluntad del fin es necesaria, sino solamente la voluntad del bien como tal, es decir, el deseo de la felicidad, que es el fin último del hombre. Los fines intermedios, al ser bienes particulares, son objeto de un querer libre de la voluntad, que sin embargo no es electivo, pues la elección es respecto de los medios, no respecto del fin como tal.
7 comentarios
Y a primera vista se comprende bastante bien. Un par de detalles exigirán más atención en una segunda lectura.
Saludos cordiales.
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Muchas gracias y saludos cordiales.
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El libre albedrío es para seguir la verdad y el bien. Que Dios nos los ha revelado por Jesucristo, y nos comunica mediante su Iglesia Católica.
Saludos cordiales.
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Muchas gracias. Saludos cordiales.
La negación del libre albedrío tiene un problema fundamental incluso si no se comparte la noción tomista del mismo. Si no hay libre albedrío, ¿en qué sentido podemos hablar de criatura racional?
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Esto lo copio de un "blog" en el que se quiere decir que Calvino no fue después de todo tan negador del libre albedrío como dicen:
"Habiendo establecido esto, Calvino avanza un poco más distinguiendo entre necesidad y violencia. Siendo un esclavo del pecado el hombre no puede hacer otra cosa que pecar, pero no porque sea forzado a ello, sino porque esa es la inclinación de su voluntad. En otras palabras, el hombre sigue teniendo la voluntad y el querer, pero esa voluntad no puede por sí misma inclinarse al bien porque es una voluntad esclavizada al pecado. Así que ningún hombre es forzado a pecar, sino que peca por su propia inclinación.
Para probar su punto Calvino cita el ejemplo de Dios y el ejemplo del diablo. Dios no puede hacer que otra cosa que el bien, mientras que el diablo no puede hacer otra cosa que el mal; pero ninguno de los dos son forzados a actuar, sino que ambos actúan en conformidad con su propia naturaleza. Es necesario para Dios hacer el bien, como es necesario para el diablo hacer el mal; pero esa necesidad no es compulsión.
“Así que debemos tener en cuenta esta distinción: que el hombre, después de su corrupción por su caída, peca voluntariamente, no forzado ni violentado; en virtud de una inclinación muy acentuada a pecar, y no por fuerza; por un movimiento de su misma concupiscencia, no porque otro le impulse a ello; y, sin embargo, que su naturaleza es tan perversa que no puede ser inducido ni encaminado más que al mal. Si esto es verdad, evidentemente está sometido a la necesidad de pecar” (Inst. 2.3.5)."
https://www.coalicionporelevangelio.org/entradas/sugel-michelen/calvino-y-el-libre-albedrio/
Entiendo que es exactamente lo mismo que dice Edwards. Es el mismo error, además, que la Iglesia Católica condenó en el jansenismo:
"Para merecer y demerecer en el estado de la naturaleza caída, no se requiere en el hombre la libertad de necesidad, sino que basta la libertad de coacción."
Declarada y condenada como herética.
Saludos cordiales.
Pero esa "naturaleza" no es la que Dios creó.
El argumento de Calvino es una falacia. El Demonio peca necesariamente porque el acto de su voluntad pecamimosa es uno y el mismo en toda la extensión de su existencia.
Pero el hombre, según Calvino, peca necesariamente porque su naturaleza NO es propiamente humana. ¿Quièn ha creado una naturaleza aue peca necesariamente? Dios no. El Diablo tampoco.
Hay, por tanto, una sustancia que peca necesariamente, luego esa sustancia no es humana: no es criatura racional.
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Pero no llega a tanto el hereje: su naturaleza necesariamente pecadora es una abstracción que no se da en la realidad, pues en la realidad algunos son salvos, reciben gracia y se santifican efectivamente.
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La inclinación necesaria del hombre al mal según Calvino es consecuencia del pecado original. Como se implica en el texto citado, antes del pecado el hombre tenía libre albedrío.
Es cierto que una corrupción verdaderamente radical de la naturaleza humana implicaría un cambio de naturaleza: Adán ya no sería hombre luego del pecado. Los luteranos condenaron a Flaccus por afirmar una corrupción sustancial del hombre por el pecado original, pero parece que era más lógico que ellos.
Saludos cordiales.
Pero pudiendo plasmar en estas páginas el más alto combate intelectual que presenció la historia en el s XVI, entre Lutero (de servo arbitrio) y Erasmo de Roterdam (de libero arbitrio) le animo a que lo estudie, y saque unas conclusiones para nuestra formación y deleite. Ánimo, don Néstor Martínez! Ud puede con este piccolo encargo. Cuando lo termine podrá exponernos que el libre albredrío con el que el Creador embelleció nuestra alma, haciéndola a imagen y semejanza suya, es más interesante de degustar que las ideas de un calvinista norteamericano.
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Obviamente que el tema de interés no es el calvinista norteamericano, sino sus argumentos, que por un lado, son parte de la batería anti-libre albedrío y pueden usarse dentro y fuera del calvinismo, y por otra parte, dan pie para entrar en el muy interesante tema del libre albedrío en sí mismo considerado.
La sugerencia también es interesante y en la medida en que Dios lo permita intentaremos satisfacerla.
Saludos cordiales.
Estudia más la Sagrada Escritura y te convencerás de lo mismo que Edwards
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Advierto por las dudas que en este "blog" no se penaliza a los que aportan algún argumento, por débil y menesteroso que sea, para apoyar sus afirmaciones.
Saludos cordiales.
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