Más aborto y aquí no pasa nada
Como que hemos perdido la capacidad de sorpresa. Aquí no pasa nada. Acaba de anunciarse una nueva ley del aborto, y la vida sigue igual. Vivimos una profunda crisis económica, y aquí no pasa nada. Como que hemos perdido la capacidad de reacción.
España envejece. No hay reemplazo generacional. La pirámide de edad está invertida, es decir, son muchos más los ancianos que los niños y jóvenes. Las autoridades no apoyan ni una sola iniciativa social que quiera ayudar a las mujeres que quieren ser madres. Todas las facilidades para las que quieran abortar y matar a sus hijos en el seno materno. No hay igualdad de oportunidades. Los que matan tienen mejor cobertura que los que producen vida.
Se apela a la libertad de la mujer, a la separación de la sexualidad y la reproducción. Uno puede disfrutar de su sexualidad sin freno, y eso está protegido, despenalizado, propagado. Y al mismo tiempo, taponar las fuentes de la vida o manipularlas a su antojo, fecundar nuevos embriones in vitro sin conocer ni quién es el padre, y a veces ni siquiera quién es la madre. Estamos ante un claro síntoma de estrepitosa decadencia cultural. Esto no es un avance, esto es un retroceso, porque no se busca el bien del hombre, sino el interés egoísta de cada uno. Por este camino –miremos la historia de la humanidad- han caído los más grandes imperios de la humanidad. Por mucho bienestar que se nos predique, vamos aceleradamente hacia el desmoronamiento de esta sociedad. Lo que no produce vida, sino que produce muerte, contribuye a esa destrucción.
A pesar de todo, “la Iglesia está viva, la Iglesia es joven, la Iglesia lleva en su seno el futuro del mundo”, con palabras del papa Benedicto XVI. En una situación suicida y catastrófica, tenemos puesta nuestra esperanza en el Señor, que no defrauda a los que esperan en él. “Levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Salmo 121).
El futuro de una sociedad está en manos de las minorías creativas. Nadie puede hoy infundir más esperanza en nuestra sociedad que aquellas familias que se abren a la vida y forman una familia numerosa. De ellos es el futuro. ¿Y quiénes son capaces hoy de realizar esta proeza? Solamente aquellos que creen firmemente en Dios y en la vida eterna. Para uno que cree en la vida eterna, un hijo es copartícipe de esa vida que no termina, y, por eso, se ensancha la mesa para que vengan más hijos a sumarse a esa felicidad en la que cree. Para uno que no cree en Dios ni en la vida eterna, un hijo más es un estorbo para la propia felicidad, es alguien que viene a restar bienestar. A lo sumo se “fabrica” de diseño un hijo o dos para rellenar algunas tendencias insatisfechas. En el primer caso, el hijo es un don que desborda la capacidad de admiración humana, y trae la felicidad consigo. En este último caso, el hijo es un producto humano, se convierte en un objeto peligroso, que hay que evitar a toda costa.
La clave de todo está por tanto en el acercamiento o el alejamiento de Dios. Una sociedad que se aleja de Dios, se vuelve contra el hombre se autoaniquila. Una sociedad con Dios, entiende y valora al hombre no como una amenaza, sino como a un hermano. Por toda Europa están brotando ya pequeñas luces que iluminan esta noche terrible. Parroquias, grupos, movimientos, comunidades, que viviendo al estilo evangélico producen vida abundante. Cuando todas esas luces se juntan, constituyen como un potente foco que nos hace entender todo de otra manera, como Dios lo ha hecho. Es precioso. Millones de jóvenes han descubierto ya esa luz. He ahí nuestra esperanza. Ellos cambiarán esta situación decrépita en una nueva primavera. Demos gracias a Dios.
Con mi afecto y bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Tarazona