Homilía de monseñor Sanz Montes en la misa de apertura de la XVI Asamblea general de CONFER
HOMILÍA EN LA MISA DE APERTURA DE LA XVI ASAMBLEA GENERAL DE CONFER
Queridos hermanos y hermanas: mi más cordial saludo de Paz y Bien en este comienzo de vuestra XVI Asamblea General. Saludo con todo afecto al P. Alejandro Fernández Barrajón, Presidente nacional de Confer y a toda la junta directiva, en especial a la recién elegida Secretaría general, Hna. Julia García Monge. Al P. Eusebio Hernández Sola, que nos acompaña un año más en nombre de la Santa Sede (CIVCSVA). Y a todos vosotros, que como superiores y superioras mayores representáis a la vida religiosa en la Iglesia española.
Siempre me resulta gozoso venir aquí, como quien vuelve a casa. No sólo como hijo de San Francisco, sino también en nombre de la comisión episcopal para la vida consagrada que presido. Os traigo el saludo del Presidente de la CEE y el de todos mis hermanos Obispos.
El lema que habéis escogido para esta XVI Asamblea General es particularmente evocador para nosotros religiosos: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en plenitud” (Jn 10,10). Esta frase es la conclusión que introduce Jesús como colofón de su enseñanza sobre el buen Pastor que identifica con Él mismo. Acaso para nosotros resulta lejana esa metáfora del pastor que era tan familiar para Israel, pueblo nómada y peregrino. Pero a la luz del salmo 22 en el que esta metáfora evangélica se inspira, no nos resultaría complicado, adivinar cuáles son las cañadas oscuras por las que tantas veces caminamos, los senderos angostos, o las sombras sombrías que nos dejan inseguros y asustados, o los lobos que so capa de cercanía nos muestran siempre tarde que no eran hermanos, o los pastores que en el fondo no lo eran y resultaron ser mercenarios. Es entonces cuando surge como alivio lleno del mejor consuelo, la inmerecida pero secretamente esperada presencia de un pastor bueno, alguien que no nos usa, que de verdad nos quiere, alguien que se aprende nuestro nombre y hasta lo tatúa en la palma de su mano; que nos lleva con su cayado firme por los lances más aventurados hasta que lleguemos una y otra vez a los prados de yerba fresca y tierna que representa la Iglesia del Señor, en donde se vive y se retoza en la llamada recibida y con los hermanos que Dios mismo nos ha dado.
Si pudiésemos poner nombre, fecha y domicilio a esas oscuras cañadas, a esos lobos y a los mercenarios, entenderíamos –como de hecho entendemos- que nuestra vida religiosa está siempre necesitada de la compañía bondadosa, cercana y tierna, del Pastor por excelencia. Por eso, cuando Jesús explica el perfil del buen Pastor y desmantela el de los pastores malos, termina diciendo ese colofón: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en plenitud”.
¿De qué color es esa vida y en qué consiste su plenitud?
Hace unos meses en esa especie de meditación que a modo de editorial escribo para la famosa Revista Tabor, hablé de las cuatro estaciones. Quizás por sensibilidad franciscana y por atenerme a nuestra mejor teología de la creación con el gran San Buenaventura, hice un guiño al imparable paso del tiempo que nos va dejando mes tras mes su embrujo y su mensaje. Se queda atrás la explosión de vida que nos lanzó la primavera con sus meses floridos; también pasa el verano agostador con sus sofocos y holganzas; y antes de meternos en un nuevo invierno en donde aprender a valorar la vida yendo a las raíces, nuestra travesía surca los meses del período otoñal. Allá en mis diócesis, nuevamente vestidas de novia en sus cumbres con las primeras nieves que acaba de caer, el otoño tiene ese toque de especial magia, cuando se alfombran los caminos de la última ofrenda de las hojas humildes, que hace tan poco nos seguían brindando su mejor clorofila y la bonanza de su sombra.
No me estaba refiriendo en esas líneas a una composición musical como si la vida fuera descrita del mismo modo que el maestro Antonio Vivaldi nos cantó en su pentagrama las célebres Cuatro Estaciones. Tampoco es un lienzo en donde el talento de los pintores impresionistas dejasen plasmados los colores de cada tramo dibujando la luz como Auguste Renoir o Claude Monet. Ni siquiera los maestros de la palabra que con su pluma nos han contado estremecidos los rincones de cada paisaje como hicieran nuestro Juan Ramón Jiménez o Marcel Proust o Antón Chéjov.
La vida es mucho más. La vida de cada año y los años de toda una vida, se dejan mecer por esta fiesta cromática de tantos momentos que se asemejan a los inviernos, las primaveras, los veranos y los otoños que nos han cantado o contado los artistas. Pero efectivamente, la vida de cada año y los años de toda una vida en lo que se refiere a las personas y a las comunidades, caminan en ese vaivén del tiempo con sus horizontes más abiertos y dilatados, al igual que con sus más secretas celosías.
La vida religiosa tiene esas fases propias de estación que suponen el inicio novicio de un comienzo, los primeros pasos adultos en la profesión temporal, la acendrada fidelidad cotidiana que se hace perpetua profesión de un verdadero sí, y finalmente la serena y humilde llegada de esa tercera edad como tiempo de la sabiduría. Hay cuatro estaciones cada año y hay también cuatro estaciones a través de toda una vida. Saber vivirlas con serena gratitud es aprender a dejarse llevar rindiendo libremente nuestra libertad a Dios y a su iniciativa. Sólo así, en este acompañamiento del Señor a nuestra vida, somos verdaderamente libres, libres de verdad.