La familia, escuela de humanidad y transmisora de la fe
Nota obispos de la Subcomisión para la Familia y la Defensa de la Vida, con motivo de la Jornada Mundial de la Familia
LA FAMILIA, ESCUELA DE HUMANIDAD Y TRANSMISORA DE LA FE
«La familia formadora de los valores humanos y cristianos». Este es el tema elegido para el sexto encuentro mundial de las familias que tendrá lugar en México del 14 al 18 de enero. El hilo conductor de este encuentro hace referencia a la familia como el camino que conduce al hombre a una vida en plenitud. Unidos a esta idea fundamental nos disponemos a celebrar la fiesta de la Sagrada Familia con el siguiente lema: «La familia, escuela de humanidad y transmisora de la fe».
I. Escuela de humanidad
a) Aprender a recibir el amor
«La familia es escuela del más rico humanismo»[1]. Estas palabras del Concilio Vaticano II presentan a la familia como la morada donde el hombre aprende a ser hombre. Se trata, por tanto, del lugar en el cual se desarrolla la primera y más fundamental ecología humana, el ámbito natural y adecuado para que pueda desarrollarse el aprendizaje de lo verdaderamente humano. Así lo descubrimos a la luz de la Revelación del Hijo de Dios que elige la Sagrada Familia para crecer en su humanidad.
En el hogar familiar la persona reconoce su propia dignidad. Lejos de cualquier criterio de utilidad, en su familia el hombre es amado por sí mismo y no por la rentabilidad de lo que hace. Más allá de lo que pueda aportar por sus posesiones o por sus capacidades físicas, técnicas, intelectuales o las propias de su personalidad, la persona no es un medio al servicio del interés de otros; es un fin absoluto, amada por sí misma, de un modo fiel que permanece en el tiempo incluso con sus propias debilidades.
b) Aprender a acoger y acompañar la vida
La familia es el santuario de la vida donde cada miembro es reconocido como persona humana desde su concepción hasta su muerte natural y aprende a custodiar la vida en todos los momentos de su historia. La misión de acoger y acompañar la vida es una labor permanente de la familia. Sin embargo, esta misión adquiere una relevancia singular en este momento en que muchas familias son afectadas dramáticamente por la crisis económica y, sobre todo, cuando han sido anunciadas reformas legislativas que ponen en peligro la vida naciente y terminal: el aborto y la eutanasia.
- En la familia, escuela de solidaridad, compartimos los bienes y sostenemos fraternalmente a los miembros más necesitados. Y es en el hogar familiar donde, frente a la posesión de muchos bienes materiales inducida por un consumismo desmedido, aprendemos lo que es verdaderamente importante: el amor.
- En la familia se percibe que cada hijo es un regalo de Dios otorgado a la mutua entrega de los padres, y se descubre la grandeza de la maternidad y de la paternidad. El reconocimiento de la vida como un don de Dios nos urge a pedir que no se prive a ningún niño de su derecho a nacer en una familia, y que toda madre encuentre en su hogar, en la Iglesia y en la sociedad las ayudas necesarias para tener y cuidar a sus hijos.
- En la familia y en la comunidad cristiana se encuentra la razón para vivir y seguir esperando. Todos, incluidos los que sufren por enfermedad, soledad o falta de esperanza, pueden hallar en la familia y en la Iglesia la certeza de ser amados, y sobre todo la convicción del amor único e irrepetible de Dios que permanece más allá del pecado y de la muerte: «la verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando “hasta el extremo”, “hasta el total cumplimiento” (cf. Jn 13,1; 19,30)»[2].
c) Aprender a dar la propia vida
A través de las relaciones propias de la vida familiar descubrimos la llamada fundamental a dar una respuesta de amor para formar una comunión de personas. De esta manera, la familia se constituye en la escuela donde el hombre percibe que la propia realización personal pasa por el don de sí mismo a Cristo y a los demás, como advierte el Señor en el Evangelio: «porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará»[3]. El eco de estas palabras del Señor resuenan en la enseñanza del Concilio Vaticano II: «el hombre, única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás»[4].
II. Transmisora de la fe
La primera manifestación de la misión de la familia cristiana como iglesia doméstica es la transmisión de la fe[5].
La experiencia del amor gratuito de los padres que ofrecen a los hijos la propia vida de un modo incondicionado, prepara para que el don de la fe recibido en el bautismo se desarrolle adecuadamente. Se dispone así a la persona para que pueda conocer y acoger el Amor de Dios Padre manifestado en la entrega de su Hijo, y construir la vida familiar en torno al Señor, presente en el hogar por la fuerza del sacramento del matrimonio.
En la familia cristiana descubrimos que formamos parte de una historia de amor que nos precede, no sólo por parte de los padres y abuelos sino, de un modo más fundamental, por parte de Dios según se ha manifestado en la historia de la salvación.
En la familia cristiana se descubre la fe como una verdad en la que creer, la verdad del Amor de Dios que implica la respuesta de toda la persona. Encontramos así la vocación propia de todo hombre, la llamada a entregar a Dios la propia vida.
En el hogar cristiano se descubre la fe como verdad que se ha de celebrar introduciendo a cada miembro en la vida de los sacramentos que acompañan los acontecimientos más fundamentales de la historia familiar. De un modo central la Eucaristía, porque hace presente la entrega esponsal de Cristo en la Cruz y enseña e impulsa a dar la vida por amor incluso en los momentos de dificultad o sufrimiento.
En la familia cristiana se descubre la fe como una verdad que se ha de vivir y, por lo tanto, que se ha de practicar en la vida, orientando y configurando la actuación concreta de cada miembro de la familia.
III. Conclusión
Que la familia se constituye en la primera y más fundamental escuela de aprendizaje para ser persona es un hecho originario y, por lo tanto, insustituible. Así lo descubrimos a la luz del misterio del nacimiento del Hijo de Dios que contemplamos en la Navidad. La familia es el lugar elegido por Jesucristo para aprender a ser hombre: “el niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él”[6]; es el reflejo en la tierra del misterio de Comunión eterna que Él vive en el seno de la Santísima Trinidad.
Rogamos a la Sagrada Familia que el encuentro mundial de las familias suponga una fuerte efusión del Espíritu para que Cristo sea la piedra angular sobre la que se construye el hogar cristiano. Nuestra oración se dirige especialmente a las madres que encuentran serias dificultades para dar a luz a sus hijos, a los ancianos y enfermos que ven mermada su esperanza y a los hogares que están sufriendo los efectos de la actual situación económica.
Rogamos también por los frutos de la especial celebración de la fiesta de la Sagrada Familia que por segunda vez tendrá lugar este año en Madrid con la intervención del Papa a través de la televisión.
Que el hogar de Nazaret sea la luz que guíe la vida de nuestras familias para que sean escuelas de humanidad y transmisoras de la fe.
Con nuestra bendición y afecto:
Mons. Julián Barrio Barrio,
Presidente de la Comisión Episcopal de Apostolado Seglar
Mons. Juan Antonio Reig Pla,
Presidente de la Subcomisión de Familia y Vida
Mons. Francisco Gil Hellín
Mons. Vicente Juan Segura
Mons. Manuel Sánchez Monge
Mons. Mario Iceta Gavicagogeascoa
Mons. Gerardo Melgar Viciosa
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