En la muerte de mi madre, por monseñor Demetrio Fernández
También los obispos tienen madre, gracias a Dios. Han venido al mundo como fruto del amor de unos padres, santificados por el sacramento del matrimonio, sobre el que se ha construido una familia cristiana. Doy gracias a Dios por haberme dado la vida en el seno de una familia cristiana.
En ella he nacido, he crecido, he aprendido a amar y a sufrir, he visto buenos ejemplos, he recibido prudentes consejos y oportunas correcciones, he compartido momentos de felicidad y de dolor. Mis padres y mis hermanos son un capítulo fundamental en mi vida personal.
Pues en esa zona de mi vida, la vida familiar, la muerte de mi madre ocurrida el pasado 12 de julio es un acontecimiento importante que quiero compartir hoy con todos vosotros, queridos diocesanos. Lo hago con emoción, con gratitud a Dios y con gratitud a todos vosotros.
Doy gracias a Dios porque me ha concedido poder atender a mi madre hasta su último día en la tierra, y espero encontrarme con ella, con mi padre y con mis seres queridos de nuevo en el cielo. Desde que murió mi padre, hace 17 años, mi madre vino a vivir conmigo. Yo había vivido hasta ese momento con plena libertad el ministerio sacerdotal, entregado de lleno a las tareas que se me habían encomendado, sin horarios y sin ningún otro cuidado añadido. Pero al morir mi padre, comprendí que Dios quería que atendiera también a mi madre, y la traje a vivir conmigo. En muchos momentos he tenido que armonizar estas dos obligaciones: atender el ministerio como tarea primordial y cuidar de mi madre, como gesto de gratitud y de piedad, que agrada a Dios.
Ella ha gozado mucho con su hijo sacerdote. Siendo una mujer de fe, entendía que el don de un hijo sacerdote merecía todo tipo de sacrificios. Mi madre ha sido siempre una gran ayuda, nunca un obstáculo para mi ministerio. Ella recibió con alegría la noticia de mi elección para el episcopado. Se sentía muy contenta de tener un hijo cura, que después ha sido obispo. Pero, al mismo tiempo a ella le ha tocado en el final de su vida vivir el desarraigo, que todos antes o después tendremos que experimentar. Uno está habituado a su entorno, sus costumbres, sus familiares, a los puntos de referencia de toda su vida. Y de pronto te arrancan, como se arranca una planta para transplantarla en otro lugar, y además lejos del punto de origen. Y eso duele, tanto más si a la persona la arrancan en los últimos años de su ancianidad. Todo esto ella lo ha vivido con paz y con amor hacia Dios, hacia su hijo, hacia la Iglesia, y en concreto hacia la diócesis de Tarazona. En este punto, una ayuda imprescindible ha sido mi hermana religiosa y su comunidad, que han podido atenderla con todo cariño en los tres últimos años, y han permitido al obispo estar más disponible para la atención a la diócesis encomendada.
Y es aquí donde quiero hoy daros las gracias a todos, queridos diocesanos de Tarazona. Lo que habéis hecho por mi madre me agrada infinitamente más que lo que pudierais hacer por mí. Y he recibido de vosotros multitud de atenciones y detalles, que nunca os podré agradecer suficientemente. Ella se ha sentido muy querida por parte del ecónomo diocesano, de los superiores y los empleados del Seminario donde vivimos, de un grupo de personas amigas que la han acompañado en muchos momentos, de tantas personas que la han honrado como a la madre del obispo. Gracias, Tarazona querida. Habéis tenido la oportunidad de mostrar con sencillez vuestra nobleza y vuestro cariño al obispo y a su madre. Y habéis dado la talla con creces. Dios os lo pagará.
Os pido una oración por mi madre. Los que creemos que la vida no termina con la muerte, sino que se transforma para vivirla en plenitud más allá, oramos por nuestros difuntos para que la misericordia de Dios les conceda el gran perdón de todos sus pecados y les dé el gozo preparado desde toda la eternidad. Gracias a todos.
Con mi afecto y bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Tarazona
4 comentarios
Paz y bien.
Los creyentes en la fe de Jesucristo siempre tenemos el consuelo de la esperada llegada del descanso en la Casa del Padre.
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