"Cultura del amor frente a laicismo de Estado", por el Cardenal García-Gasco
La historia reciente muestra la debilidad y el fracaso de una cultura social y política basada en el laicismo radical. Ningún Estado es Dios ni puede pretender ocupar su lugar ante la persona humana.
Las mismas relaciones familiares no pueden ser comprendidas desde un esquema de egoísmo materialista. Es más, cuando estas concepciones tan reductoras se imponen, las relaciones familiares se ven afectadas y dañadas en su mismo núcleo pues la estructura de la familia se apoya en el pilar del amor incondicional entre esposos y consanguíneos y en el extraordinario universo de virtudes humanas que hace aflorar la conservación, crecimiento y restauración amorosa, generosa, abnegada de cada uno de los vínculos familiares. Mientras el Estado es incapaz de amar, la familia es el santuario del amor y de la vida personales, la fuente primaria de humanización de la entera sociedad.
El triunfo del laicismo radical como ideología de Estado pasa también por el silenciamiento de Dios en la vida pública. En ocasiones, dicho silenciamiento se disfraza bajo nobles finalidades. Esto sucede cuando se quiere conseguir el consenso entre las diversas posturas pagando el peaje de mantener la ausencia de Dios, de omitir los principios de la ley natural o de prescindir del potencial humanizador del Evangelio vivido activamente desde la libertad religiosa.
El compromiso social y político de los católicos no puede en modo alguno aceptar esa censura intelectual y moral. Al contrario, la actuación de los católicos en la sociedad y en la política está impulsada por una cultura que acoge y da razón de las instancias que derivan de la fe y de la ley natural, y las sitúan como fundamento objetivo de proyectos concretos. La libertad sirve también para liberarnos de las presiones que intentan reducir la libertad religiosa a la conciencia singular o, como mucho, a la intimidad privada y familiar, sin derecho a que cada persona pueda expresarse legítimamente en sus ámbitos profesionales, artísticos y culturales, sociales y políticos.
Si falta ese ejercicio de la libertad religiosa, los mismos católicos condenan la vivencia y expresión de su fe a la clandestinidad social, limitando su creatividad y empobreciendo su aportación al bien común. Si aceptásemos esa restricción a la clandestinidad ¿no estaríamos negando el derecho a existir en la sociedad de nuestras tradiciones, costumbres, arte y cultura de inspiración religiosa? Este patrimonio es fruto de muchas y sucesivas generaciones, que lo han trasmitido vivo a las actuales para que éstas, incorporando su propia creatividad, la transmitan a las futuras. Esta sociedad no es patrimonio del Estado, sino de las personas, de los ciudadanos. Entre ellos están también los ciudadanos de religión católica.
El compromiso social y político del fiel laico en el ámbito cultural comporta hoy algunas direcciones precisas. La primera es asegurar a todos y a cada uno el derecho a una cultura humana y civil, que viene exigido por la dignidad de la persona, sin distinción de raza, sexo, nacionalidad, religión o condición social.
Se trata de un principio básico que implica el derecho de las familias y de las personas a una escuela libre y abierta; la libertad de acceso a los medios de comunicación social, sin monopolios ni controles ideológicos; la libertad de investigación, de divulgación del pensamiento, de debate y de confrontación. El compromiso por la educación y la formación de la persona constituye, en todo momento, la primera solicitud de la acción social de los cristianos.
La segunda dirección para el compromiso del cristiano laico se refiere al contenido de la cultura, es decir, a la búsqueda de la verdad. La cuestión de la verdad es esencial para la cultura. El compromiso del cristiano en el ámbito cultural se opone a todas las visiones reductivas del hombre y de la vida, porque el compromiso cristiano está con la verdad y contra las diversas formas históricas de falsedad, mentira y alienación humanas.
En tercer lugar, los cristianos deben trabajar generosamente para dar su pleno valor a la dimensión religiosa de la cultura, que eleva la calidad de vida humana en el plano social y en el individual. En el centro de toda cultura está la pregunta que remite al misterio más grande: el de Dios. La verdadera religiosidad da vitalidad e inspiración. Cuando se niega, se relega, o se excluye la dimensión religiosa de una persona o de un pueblo se niegan también legítimos valores artísticos y culturales que entroncan en el derecho a la personalidad.
Animo a todos los fieles católicos y a toda persona de buena voluntad a romper con la cultura de la vaciedad y la desesperanza, para construir el nuevo modo de vivir que surge del Evangelio. Una cultura de la dignidad humana para todos con libertad, con verdad y con apertura a Dios. Tomando inspiración en unas palabras de San Vicente Mártir, pronunciadas durante su martirio, considero que la libertad y dignidad de cada persona humana, sus derechos innatos fundamentales, la verdad de la vida y de la familia no podemos simplemente “susurrarla”. Debemos proclamar la Cultura del Amor alto y claro. Este es el horizonte de progreso irrenunciable. Que ésta sea hoy la inspiración de todos los que buscamos hacer una sociedad mejor.
Con mi bendición y afecto,
+ Cardenal Agustín García-Gasco Vicente, administrador apostólico de la archidiócesis de Valencia
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