InfoCatólica / Palabra de Obispo / Categoría: General

19.04.08

Siempre es posible la esperanza, por Mns. Gil Hellín

Bakhita era una niña de Sudán. Cuando apenas tenía nueve años, fue secuestrada por traficantes de esclavos y golpeada. En poco tiempo fue vendida cinco veces. Un día fue comprada para ser esclava de la madre y de la esposa de un general. En esa casa, todos los días era azotada hasta sangrar. Fruto de aquellas vejaciones, su cuerpo arrastró durante toda su vida 144 cicatrices.

Cuando contaba 17 años, fue comprada por un mercader italiano para el servicio de Callisto Legnani, cónsul de Italia en Sudán. Éste, dado el cariz que tomaba la guerra en aquel país, volvió a Italia y se estableció cerca de Venecia. Bakhita descubrió aquí que, además de los «dueños» terribles que había conocido, existía otro «dueño», que estaba por encima de ellos, que era el Señor de todos los señores. Este «dueño» era completamente distinto, pues era bueno, más aún: la bondad personificada.

También descubrió que ese «dueño» la conocía a ella; más aún, la amaba. Su amor por ella era tan grande, que este «dueño» había afrontado personalmente el destino de ser maltratado y ahora la esperaba «a la derecha de Dios Padre» ¡Ella… conocida, amada, esperada! El pecho se le rompía de emoción. En ese momento, comenzó a vivir y a tener esperanza. No la pequeña esperanza de encontrar dueños más humanitarios y menos crueles, sino la esperanza de saberse definitivamente amada, sucediese lo que sucediese. Entendió que el mundo sin ese «Señor de los señores» es un mundo sin esperanza y donde no hay una verdadera razón para vivir.

El nuevo «dueño y señor» no era otro que el Dios de Jesucristo. ¡Valía la pena aceptar la invitación de ser uno de su familia, ponerse a su servicio, vivir y morir en su casa! El nueve de enero de 1890, cuando tenía unos veinte años, recibió el Bautismo, la Confirmación y la Primera Comunión de manos del Cardenal Patriarca de Venecia. Enseguida entró en la Congregación de las Canosianas y unos años más tarde hizo los votos perpetuos.
Desde aquel momento se propuso realizar con esmero dos grandes tareas: la atención de la portería de su convento y los viajes por Italia para exhortar a la misión. Sentía el deber y la urgencia de no guardarse para ella el gran don que había recibido, tras su encuentro personal con Jesucristo. Había que darlo a conocer al mayor número posible de personas. Era preciso decir a la gente que siempre es posible la esperanza, que cuando se descubre a Dios se descubre la única y consistente razón de la existencia.

Un día, el «señor de todos los señores» le dio unos golpecitos en la espalda y vino en su busca para llevarle a su casa del Cielo. Quería que «reinara» eternamente con Él. Después de su muerte, Bakhita siguió haciendo el bien con las gentes del Véneto italiano y de otros lugares. En alguna ocasión, incluso realizó algún milagro, que la Iglesia reconoció de modo oficial. Su fama de santidad fue en aumento y, finalmente, el queridísimo Juan Pablo II la canonizó.
El tipo de esclavitud que sufrió Bakhita casi ha desaparecido, gracias a Dios. Pero hay muchas otras esclavitudes, no menos dolorosas. De ellas son víctimas tantos jóvenes y tantas otras personas menos jóvenes. Bakhita es una estrella luminosa en ese cielo terriblemente encapotado. Estrella que orienta y estrella que ilumina cuáles son las «esperanzas» que nos hunden en un pozo cada vez hondo y cuáles las que verdaderamente nos liberan y nos dan una razón para seguir esperando. Y para seguir viviendo.


+ Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos

17.04.08

La familia, fundamento primordial de la sociedad

Queridos hermanos y hermanas:

Entre los días 21 y 25 del presente mes de abril vamos a celebrar la XIII Semana de la Familia, con el título “La familia, fundamento primordial de la sociedad”. Organizada por la Delegación Diocesana de Familia y Vida, intervendrán en ella destacados ponentes, que subrayarán el importantísimo papel que juega la familia en la sociedad como manantial de valores y “escuela del más rico humanismo” (GS, 52). Al mismo tiempo que os invito a participar en la Semana con la convicción de que a todos nos enriquecerá, me parece oportuno glosar en esta carta semanal el mensaje del Papa Benedicto XVI para la Jornada Mundial de la Paz que celebramos el pasado 1 de enero y del que no pude hacerme eco en su momento. En él se contienen preciosas enseñanzas sobre la familia.

Afirma el Papa que la familia natural, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, es el lugar primero de humanización de la persona y de la sociedad y la cuna de la vida y el amor. La familia es la primera sociedad natural, una institución divina, fundamento de la vida de las personas y prototipo de toda organización social. Nos dice también que la familia, célula primera y vital de la sociedad, es la primera e insustituible educadora para la paz y la convivencia. En una vida familiar sana se experimentan algunos de los elementos esenciales de la paz: la justicia y el amor entre los hermanos, la función de la autoridad ejercida por los padres, el servicio afectuoso y gratuito a los miembros más débiles, los enfermos, los más pequeños o los abuelos, la ayuda mutua en los momentos difíciles y la disponibilidad para acoger al otro y, si fuera necesario, perdonarlo. Precisamente porque la familia es ante todo comunidad de vida y amor, nos dice el Papa que es particularmente intolerable la violencia cometida dentro de la familia, hacia las mujeres y los niños.

Nos dice también que la familia es fundamento de la sociedad porque permite tener experiencias determinantes de paz. Consecuentemente la comunidad humana no puede prescindir de sus servicios. En el seno de la familia aprenden los niños a gustar el sabor genuino de la paz, pues el lenguaje familiar es un lenguaje de paz, entretejido de experiencias de perdón y reconciliación. En su seno adquieren los niños el vocabulario de la paz, esa gramática que todo niño aprende de los gestos y miradas de sus padres antes incluso de poder comprender sus palabras.

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12.04.08

Nuevos tiempos, nuevo ardor. Por Mons del Río Martín

El primer tercio del siglo XX, en el orden del pensamiento, estuvo marcado por el existencialismo, que llevaba en sí la huella del drama humano vivido durante las guerras mundiales. En el segundo tercio hacen su aparición el nacionalsocialismo alemán y el totalitarismo comunista del Este, que luego se exportará a otras naciones europeas. Los años posteriores serán los de la guerra fría y el miedo a la amenaza nuclear. Con la caída del muro de Berlín en 1989 y la crisis ideológica que conlleva, toma cuerpo la postmodernidad, con ella surge una sociedad no ya postcristiana, sino anticristiana, como lo demuestra el fenómeno de la cristofobia, al que venimos últimamente asistiendo

Si el existencialismo se preguntaba ¿qué es el hombre? El marxismo indagará en saber ¿para qué sirve el hombre? En cambio, la postmodernidad ni se interroga sobre el hombre, ni le interesa las respuestas que puedan ofrecerle los que ella, despectivamente, llama metarrelatos. Esta actitud supone la consagración del pensamiento de Nietzsche y su falta de esperanza, tras constatar el fracaso de Marx y la superación del análisis freudiano.

Para la Iglesia Católica, el s. XX lleva el sello de la sangre de los mártires y del acontecimiento que supuso el Vaticano II. Los primeros años del postconcilio se centran en la reforma exterior, con la ilusión de que, de ésta, nos viniera también la reforma interior. El Sínodo extraordinario de 1985 constató que dicho proceso no se había verificado de forma satisfactoria y animó, en la línea de los grandes reformadores de la tradición eclesial, a hacer una reforma de dentro hacia afuera.

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10.04.08

"Te necesito", por Monseñor Asenjo

XLV Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones

Queridos hermanos y hermanas:

El domingo IV de Pascua que hoy celebramos es conocido como el domingo del Buen Pastor. El evangelio de hoy nos presenta a Jesucristo como el heredero del amor paternal con que Dios mismo guiaba en el Antiguo Testamento al pueblo de su elección. Jesús, en efecto, es el Buen Pastor, que llama y reúne a sus ovejas, las conoce por su nombre, las cuida, guía y conduce a frescos pastizales; que busca a la oveja perdida y que en su inmolación pascual da la vida por sus ovejas. La alegoría del Buen Pastor encontró en las primeras comunidades cristianas una acogida entusiasta. Entró en la iconografía de las catacumbas y de las primeras basílicas bajo la figura del pastor que cuida con abnegación a su rebaño y lleva sobre sus hombros a la más débil de sus ovejas. Los Santos Padres acogieron también cálidamente esta imagen para presentar a Cristo como el guardián de la Iglesia, rabadán del rebaño y modelo de pastores.

En este contexto litúrgico, celebramos además la XLV Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones bajo el lema “Te necesito". En ella se nos recuerda un año más que en la tarea salvadora, que tiene como fuente el misterio pascual, el Señor necesita colaboradores para cumplir la misión recibida del Padre y que Él confió a sus Apóstoles. A través de humildes instrumentos humanos, el Señor ha de seguir predicando, enseñando, perdonando los pecados, acogiendo a todos, sanando y santificando. Son las distintas vocaciones que el Espíritu suscita en su Iglesia para seguir a Jesucristo, Buen Pastor, viviendo como Él en castidad, pobreza y obediencia, al servicio del Pueblo santo de Dios.

Es ésta una Jornada para dar gracias al Señor por la vida de tantos hombres y mujeres que en la Iglesia universal y en nuestra Diócesis, en el ministerio sacerdotal, en la oración y el silencio del claustro, en el servicio a los pobres y marginados, en el acompañamiento a los enfermos y ancianos, en la dedicación a la enseñanza y a la formación de los jóvenes, están gastando generosamente su vida al servicio de Dios y de sus hermanos. Os invito a dar gracias a Dios muy especialmente por el don que supone para la Iglesia la vida oculta y aparentemente inútil a los ojos del mundo, pero preciosa a los ojos de Dios, de nuestros hermanos y hermanas contemplativos, que inmolan su vida por amor al Señor y para su gloria y que son un torrente de gracia para todos nosotros.

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8.04.08

Homilía de Mons. Rouco para la Jornada de la Vida

Mis queridos hermanos y amigos

La vida es el don más precioso que ha recibido el hombre. Si se entiende esta palabra –vida– en toda la riqueza que contiene su significado, es el don sin el cual nuestra existencia –la existencia humana– no tiene el menor sentido. Sin vida y sin la vida el hombre quedaría condenado al absurdo. Sin vida el hombre se queda sin presente; pero, sobre todo, se queda sin futuro. Por ello, la vida plena se inicia en el tiempo cuando somos engendrados en el vientre de nuestra madre y tiende a durar más allá de la muerte, en la eternidad. Sólo cuando se vive en el espacio y en el tiempo, las coordenadas propias de este mundo, buscando y esperando la eternidad, la vida es la premisa “sine qua non” –sin la cual– no es posible hablar de felicidad. ¡Una vida a la vez física y espiritual! ¡Una vida, que aún pasando por el trance de la destrucción física del cuerpo humano, perdura en la feliz eternidad! La única vida verdadera es pues la que lleva en lo más íntimo de sí misma el fundamento y la garantía de esa eternidad: nuestro espíritu –el alma–, por una parte, y el Espíritu Santo, por otra, el que nos ha sido dado por la Resurrección de Jesucristo y que hemos recibido el día de nuestro Bautismo. Por el Bautismo hemos sido “sepultados con Cristo”, nos dice San Pablo, para “resucitar con Él”.

Hoy, III Domingo de Pascua, la Iglesia en España celebra la Jornada de la Vida, ya que la Solemnidad a la que los Obispos españoles han unido este día de la Vida, la Asunción del Señor el 25 de marzo, ha caído este año dentro de la Octava de Pascua providencialmente, porque nos permite comprenderla y valorarla en el marco celebrativo del Tiempo Pascual, el que más luminosamente nos recuerda y más íntimamente actualiza la verdad de la vida al hacer presente simultáneamente al protagonista único y al momento cumbre de la victoria definitiva de la vida sobre la muerte –sobre la muerte del alma, primero, y, sobre la muerte del cuerpo, después–, a saber: a Jesucristo, resucitado de entre los muertos verdaderamente con toda su humanidad, y a “su paso” por la terrible pasión y la muerte crudelísima de la Cruz, convirtiéndose de este modo por la oblación de su Cuerpo y de su Sangre en el autor definitivo de la vida plena y feliz: la vida eterna en la gloria del Padre por el don del Espíritu del Amor, el Espíritu Santo. Sí, Jesucristo es el Autor y Maestro de la Vida, el Autor y Defensor del mandamiento de la Vida, el Autor y Dador de la Gracia de la Vida. Su Evangelio es “el Evangelio de la Vida” como nos enseñó y proclamó nuestro inolvidable Siervo de Dios, Juan Pablo II, ante la dolorosa y dramática constatación de que en la sociedad de nuestros días había comenzado a propagarse una inhumana y desalmada cultura de la muerte, promovida por las fuerzas más poderosas del mundo, turbando y enturbiando la conciencia de muchos y a costa de la vida de los más débiles e indefensos.

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