Siempre es posible la esperanza, por Mns. Gil Hellín
Bakhita era una niña de Sudán. Cuando apenas tenía nueve años, fue secuestrada por traficantes de esclavos y golpeada. En poco tiempo fue vendida cinco veces. Un día fue comprada para ser esclava de la madre y de la esposa de un general. En esa casa, todos los días era azotada hasta sangrar. Fruto de aquellas vejaciones, su cuerpo arrastró durante toda su vida 144 cicatrices.
Cuando contaba 17 años, fue comprada por un mercader italiano para el servicio de Callisto Legnani, cónsul de Italia en Sudán. Éste, dado el cariz que tomaba la guerra en aquel país, volvió a Italia y se estableció cerca de Venecia. Bakhita descubrió aquí que, además de los «dueños» terribles que había conocido, existía otro «dueño», que estaba por encima de ellos, que era el Señor de todos los señores. Este «dueño» era completamente distinto, pues era bueno, más aún: la bondad personificada.
También descubrió que ese «dueño» la conocía a ella; más aún, la amaba. Su amor por ella era tan grande, que este «dueño» había afrontado personalmente el destino de ser maltratado y ahora la esperaba «a la derecha de Dios Padre» ¡Ella… conocida, amada, esperada! El pecho se le rompía de emoción. En ese momento, comenzó a vivir y a tener esperanza. No la pequeña esperanza de encontrar dueños más humanitarios y menos crueles, sino la esperanza de saberse definitivamente amada, sucediese lo que sucediese. Entendió que el mundo sin ese «Señor de los señores» es un mundo sin esperanza y donde no hay una verdadera razón para vivir.
El nuevo «dueño y señor» no era otro que el Dios de Jesucristo. ¡Valía la pena aceptar la invitación de ser uno de su familia, ponerse a su servicio, vivir y morir en su casa! El nueve de enero de 1890, cuando tenía unos veinte años, recibió el Bautismo, la Confirmación y la Primera Comunión de manos del Cardenal Patriarca de Venecia. Enseguida entró en la Congregación de las Canosianas y unos años más tarde hizo los votos perpetuos.
Desde aquel momento se propuso realizar con esmero dos grandes tareas: la atención de la portería de su convento y los viajes por Italia para exhortar a la misión. Sentía el deber y la urgencia de no guardarse para ella el gran don que había recibido, tras su encuentro personal con Jesucristo. Había que darlo a conocer al mayor número posible de personas. Era preciso decir a la gente que siempre es posible la esperanza, que cuando se descubre a Dios se descubre la única y consistente razón de la existencia.
Un día, el «señor de todos los señores» le dio unos golpecitos en la espalda y vino en su busca para llevarle a su casa del Cielo. Quería que «reinara» eternamente con Él. Después de su muerte, Bakhita siguió haciendo el bien con las gentes del Véneto italiano y de otros lugares. En alguna ocasión, incluso realizó algún milagro, que la Iglesia reconoció de modo oficial. Su fama de santidad fue en aumento y, finalmente, el queridísimo Juan Pablo II la canonizó.
El tipo de esclavitud que sufrió Bakhita casi ha desaparecido, gracias a Dios. Pero hay muchas otras esclavitudes, no menos dolorosas. De ellas son víctimas tantos jóvenes y tantas otras personas menos jóvenes. Bakhita es una estrella luminosa en ese cielo terriblemente encapotado. Estrella que orienta y estrella que ilumina cuáles son las «esperanzas» que nos hunden en un pozo cada vez hondo y cuáles las que verdaderamente nos liberan y nos dan una razón para seguir esperando. Y para seguir viviendo.
+ Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos