e. La conversión del judío: ¿posible?
Este «crisol de razas» que sigue siendo la Argentina, ha recibido innumerables multitudes de pueblos: italianos, españoles, franceses, irlandeses… todos se han afincado en una tierra que no ha discriminado; el judío no fue la excepción. Muchos de los pueblos (es verdad) ya venían acristianados mientras que otros se volcaron a la verdadera Fe.
Los hijos de Abraham también abrazaron dicha Fe pues para un judío verdadero y sin doblez, su razón de ser es el preparar la venida del Salvador (salus iudaeorum) y abrazarla cuando llegue. Ellos han sido en cuanto pueblo el primero en el honor y gloria, como narra el mismo San Pablo: «gloria, honor y paz a todo el que obre el bien; al judío primeramente y también al griego» (Rom 2,9-10), de allí que muchas y santas hayan sido las conversiones desde el principio de la nueva y última alianza hasta nuestros días.
Es verdad, sin embargo, que no siempre las conversiones fueron sinceras como denota la historia de la Iglesia; así plantea el problema Hugo Wast en boca de sus personajes:
¡Escuchad! Vosotros sabéis que el judaísmo es indeleble como el color de la piel. Porque no es una religión sino una raza, la primera y la única que salió de las manos del Eterno (¡Bendito sea Él). ¿Por qué los judíos no mandamos misioneros como los goyim? Porque sabemos que ningún convertido a nuestra religión se volverá judío. Como sabemos, también, que hay millones de judíos que han renegado aparentemente de su religión, y siguen siendo tan fieles como el más sabio rabino. ¡Acordaos de nuestro Maimónides, que se hizo mahometano! (…). Extrajo de sus bolsillos un texto y leyó esta prescripción talmúdica: «El hombre debe ser astuto por temor de Dios»; y a renglón seguido, este comentario del famoso rabino Ben Ascher: «Se permite a un judío engañar a los idólatras haciéndoles creer que se ha hecho cristiano»[1].
Podrá acusarse a Wast de demasiado duro con dicha expresión, aunque sigue en esto los textos judíos que cita en el Prólogo. Sea como sea, uno de sus protagonistas terminará por convertirse santamente al final de la novela, como un santo sacerdote había predicho a la joven Berta Ram, enamorada perdidamente y angustiada por la conversión de su amor:
—¡Padre, apenas entiendo!
—Ya lo sé; estas cosas son extensas y profundas. Por ahora, pídale a Dios la conversión de ese hombre, y no le preocupen sus palabras…
—Él dice que el judaísmo es una marca indeleble, y no la borra ni el martirio.
—¡Presunción, vanidad! Las marcas que hacen los hombres, las borra Dios con la misma facilidad con que el mar borra los dibujos trazados en la arena por la mano de un niño. Ese hombre no es más judío que Saulo; y Saulo, convertido, fue San Pablo. Rece y espere. No olvide que este pueblo de dura cerviz fue el pueblo elegido. Cristo mismo es de la estirpe de David. Y el propio San Pablo ha dicho: «¿Pensáis que Dios ha desechado a su pueblo? No, puesto que yo soy del linaje de Abraham, de la tribu de Benjamín. Y si los judíos son enemigos vuestros, a causa del Evangelio, no olvidéis que son muy amados del Señor, a causa de sus padres y de las promesas que les ha hecho…» (Rom, 11)[2].
Los judíos pueden convertirse ¡sin duda! Para muestra de ello basta con recordar en los últimos dos siglos los casos emblemáticos de Alfonso Ratisbona, Edith Stein o Eugenio Zolli, entre otros.
Pero no basta con el análisis literario. Hugo Wast recordó verdades completamente incorrectas que, hasta haciéndonos violencia y juntando vigor, debemos repetir para no ser perros mudos.
Son verdades silenciadas; verdades olvidadas e incómodas, pero verdades al fin.
3. Lo que hay que volver a decir con Hugo Wast
Si jugásemos a ser marxistas diríamos que nos encontramos en la síntesis. Luego de haber pasado por la crítica y por las palabras de nuestro autor, nos queda ahora dar una síntesis del tema, cosa que no es fácil; no es que nos falte información (justamente es de lo que sobra)[3]; se trata del tema escabroso de la eterna «cuestión judía» lo que muchas veces paraliza, como a los apóstoles en el Cenáculo (Jn 20,19).
No nos encontramos solos en esta empresa; es cierto. Hay muchos, incluso entre escritores y pensadores de extracto judío, quienes ya pasaron por el trance de hablar con parresía[4]. Hugo Wast se vio en una encrucijada similar al dar a luz su obra más polémica; sabía que una catarata de críticas vendría sobre él y por eso mismo comenzó su libro con un prólogo erudito y comprometido. Dicho trabajo sería el que —aún más que la novela— le ganase la persecución «hasta la quinta generación»[5].
Allí, utilizando principalmente fuentes hebreas, nuestro autor intentó condensar el pensamiento católico tradicional acerca del judaísmo, del cual daremos aquí una apretada síntesis[6].
a. Que no es antisemitismo el estar en contra de una doctrina
Hay que repetirlo hasta el cansancio pues mucho se ha acusado a Wast de «antisemita» y no es fácil levantar el cargo cuando, según se indica, el 96% de los medios de comunicación mundial están en manos del judaísmo[7]. Debemos recordar, entonces, que si bien el odio a personas o razas es anticristiano, no lo es el odio a las malas doctrinas[8]:
—¡Acordaos que N. S. Jesucristo era judío y judía su Santísima Madre, y todos los santos apóstoles, y también San Pablo!
—¡Todo racismo es anticristiano!
—¡Los judíos se convertirán al final de los tiempos!
Estamos de acuerdo. Pero si el odio a una persona o a una raza es siempre anticristiano, el odio a una mala doctrina, o a una institución que la encarna, es, por el contrario, virtuoso y laudable.
El odio a los protestantes es perverso y anticatólico; el odio al protestantismo es profundamente católico, y hasta se han fundado órdenes religiosas para combatirlo.
Con la misma razón podemos decir que si el odio al judío es anticatólico, porque debemos amarlo como a prójimo, el odio a las doctrinas de la Sinagoga, autoridad civil y religiosa del judaísmo, que persigue la destrucción de la Iglesia Romana y pretende establecer en todo el mundo el imperio de su espíritu, abolido por Cristo, y el dominio del oro, instrumento de opresión de los pueblos, ese odio, mejor dicho, ese toque de somatén contra la Sinagoga, es auténticamente católico[9].
No es pecado estar en guardia y menos que menos es pecado el hecho de odiar las doctrinas odiosas. Hoy por hoy es fácil descalificar al enemigo diciéndole «antisemita», «facho», «discriminador», sin importar la verdad de las palabras.
Siempre habrá quien se escandalice de estas palabras, como también le sucedió al Crucificado:
Ya en tiempos de Cristo los fariseos aparentaban escandalizarse de su doctrina. No nos asustemos, pues, de que algunas almas medrosas hoy se hagan cruces de nuestro lenguaje. El propio Jesús (…) considerando sólo a la generalidad, llamó a los judíos raza diabólica (…): «Vosotros sois hijos del diablo» (Jn 8, 38-44) (…). Si llamar a los judíos perseguidores de la religión no es cristiano, tampoco fue cristiano el primer mártir de la nueva Ley, San Esteban. Si decir que los judíos son enemigos del género humano no es cristiano, no fue cristiano San Pablo, cuando dijo de ellos: «Los cuales también mataron al Señor Jesús, y a los Profetas, y nos han perseguido a nosotros, y no son del agrado de Dios, y son enemigos de todos los hombres (1 Tes, 2,15)»[10].
El antisemitismo, como tal, constituye un pecado condenado por la Iglesia; «amar al prójimo» e incluso «amar al enemigo», son las consignas del Hijo de Dios. Pero no parecen ser las mismas consignas de aquellos que el mismo Verbo llamó «raza de víboras» (Mt 3,7). En cuanto doctrinas y luego de la venida del verdadero Mesías, judaísmo y cristianismo, se contraponen como el agua y el aceite. No son ya mixturables pues el hacha se puso «a la raíz del árbol» (Mt 3,10), de ahí que el judío encuentre como principal acusador de su incredulidad al mismo Cristo, por lo tanto, a su prolongación que es la Iglesia. El famoso rabino Drach, convertido luego al cristianismo, decía que «el Mesías que los judíos se obstinan en esperar, a pesar de que éste se obstina en no venir, debe ser un gran conquistador que hará a todas las naciones del mundo esclavas de los judíos»[11]. La Sinagoga, es decir, la doctrina judía, al esperar a Quien ya ha venido, espera sin sentido y, como tal, se autoproclama Mesías, haciéndose cada día más acreedor de la acusación cristiana: «seguís tradiciones de hombres». Su esperanza está aquí abajo, como dice el mismo Wast: «el judío encuentra insustancial la esperanza del cielo. No sabe ni quiere saber de las cosas del otro mundo. Cree en el paraíso terrenal. No siempre es ateo, pero siempre es anticristiano»[12], es decir, se pone en el lugar de Cristo.
b. Que «la cuestión judía» no es un invento de Hugo Wast, sino de los judíos
Pero ¿por qué se habla tanto del pueblo elegido, no tanto de los polacos, de los rusos, de los gitanos? ¿Qué tiene esta gente que suscita odios y amores, predilecciones y expulsiones? Siguiendo a Wast, la «cuestión judía» es el misterio de un pueblo elegido por Dios para depositar allí Sus promesas y hacerlo partícipe de un protagonismo sin igual a lo largo de la historia. No fueron los griegos, ni los romanos, ni los fenicios, los depositarios de las promesas mesiánicas. Fue Israel de donde, independientemente de sus traiciones, idolatrías y persecuciones vendría el Hijo de Dios vivo; aceptar a Cristo era su gloria y rechazarlo su eterno problema: «caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos» (Mt 27,25), dijeron el Viernes de Pasión:
Hace muchos años, en mi mocedad, escribí una novelita con el título de El judío, para no recuerdo qué revista española. Me la devolvieron sin publicarla, y me dieron como razón de no aceptarla el que la obrilla defendía a los judíos (…). El episodio sólo sirvió para enardecer en mi joven corazón una romántica simpatía hacia el pueblo más perseguido de la historia (…). Han pasado treinta años. Seguimos creyendo que aquí no existe un problema inglés, ni francés, ni alemán, ni español, ni italiano. Pero ya no pensamos igual respecto de los judíos. ¿Qué significa eso? Significa que este país (…) ha visto nacer el conflicto del que no se ha librado ningún pueblo, en ningún siglo: la cuestión judía. Efectivamente, releyendo la historia, penetrando hasta en los tiempos más remotos, observamos este hecho singular: en todas partes el judío aparece en lucha con la nación en cuyo seno habita[13].
Un pueblo difícil de amalgamarse, difícil de reunir (Wast escribe trece años antes de la fundación del «Estado de Israel», en 1948), que no se mezcla fácilmente con el resto… Otro autor mucho más lejano como Marx ya había dicho que encontraba «en el judaísmo un elemento antisocial»[14]; pero no fue el único.
Bernard Lazare —escribe Wast— uno de los escritores judíos que mejor han disecado el espíritu de Israel, en su excelente libro L’antisemitisme plantea la cuestión: «¿Qué virtudes o qué vicios valieron al judío esta universal enemistad? ¿Por qué fue a su tiempo igualmente odiado y maltratado por los alejandrinos y por los romanos, por los persas y por los árabes, por los turcos y por las naciones cristianas? Porque en todas partes y hasta en nuestros días, el judío fue un ser insociable. Porque jamás entraron en las ciudades como ciudadanos sino como privilegiados. Querían ante todo, habiendo abandonado la Palestina, permanecer judíos, y su patria era siempre Jerusalén. Consideraban impuro el suelo extranjero y se creaban en cada ciudad una especie de territorio sagrado. Se casaban entre ellos; no recibían a nadie… El misterio de que se rodeaban excitaba la curiosidad y a la vez la aversión»25.
El judío hace un estado dentro de otro estado; una nación dentro de otra nación, teniendo por prójimos, al más prójimo, es decir, al igual. De allí que San Pablo tuviera que decir: «ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 28). Lo problemático de la doctrina judía, que no encuentra su centro sino en el problema del Mesías, no ha llevado al cristianismo a ser anti-judío; la Iglesia siempre ha sido aristotélica y ha sabido separar la obra de su autor; de allí que todo anti-semitismo entendido como un odio a una raza, sea siempre anti-católico, como ya dijimos.
c. Que la doctrina de la Sinagoga es una doctrina de dominación anticristiana
Pero decíamos que Wast se había tomado el ímprobo trabajo de consultar las fuentes judías para hablar del pueblo elegido; de este modo pensaba que no sería atacado (un tanto inocente el hombre…).
Con Teodoro Herzl a la cabeza, «el gran apóstol de la restauración de la patria israelita» nos decía que «la cuestión judía existe dondequiera que habitan judíos en cierta cantidad… No es ni una cuestión económica, ni una cuestión religiosa, aunque a veces tenga el color de una y otra. Es una cuestión nacional, y para resolverla tenemos que hacer de ella una cuestión mundial»[15]. Es por medio del poder y a partir del dinero como el judío intenta la dominación mundial, pues «nadie ha perfeccionado tanto el sistema capitalista como los banqueros judíos, por ejemplo, Rothschild» pero «nadie lo ha condenado con más acerbidad como los economistas judíos, por ejemplo, Marx»[16], de allí que este último nos recuerde que «el dinero es el celoso Dios de Israel, ante el que no puede legítimamente prevalecer ningún otro Dios (…). El Dios de los judíos se ha secularizado, se ha convertido en Dios universal. La letra de cambio es el Dios real del judío»[17].
Como el mundo, según el Talmud, «no ha sido creado sino a causa de Israel», el pueblo escogido «tiende a destruir las (patrias) de los otros. Es patriota como ningún otro pueblo, y, al mismo tiempo, fácil para abandonar la patria. Se le encuentra en todas partes, pero no es asimilado en ninguna. Y la razón es simple: la patria real del judío moderno no es la vieja Palestina; es todo el mundo, que un día u otro espera ver sometido al cetro de un rey de la sangre de David, que será el Anticristo»[18].
H.W. entiende que, si bien Israel es el Mesías, al final de los tiempos este pueblo se verá confundido por un líder político-religioso que no será sino quien se ponga en lugar de Cristo («Anticristo» no significa «el que está en contra de Cristo» sino «el que está en lugar de Cristo»); este «Mesías dará a los judíos el imperio del mundo, al cual estarán sometidos todos los pueblos»[19].
¿El Mesías? ¿Acaso los judíos esperan el advenimiento del Mesías? —se pregunta. Es posible que algunos judíos, de esos que todavía lloran al pie del Muro de las Lamentaciones en la Ciudad Santa, conserven la esperanza de un mesías personal, que vendrá como un rey omnipotente a realizar las profecías. Pero la inmensa mayoría, inclusive sus teólogos de más autoridad, han abandonado hace tiempo esa interpretación. No creen en el Mesías, pero creen en la misión mesiánica de Israel[20].
Dicha convicción por la «misión mesiánica» de la cual habla Wast, se realiza por medio de la doctrina judaica, que llega a ser, en palabras de Marx, la enemiga mortal de la religión del estado, y, especialmente, será más enemiga del estado cuanto más éste profese como su fundamento el Cristianismo[21].
De allí que —sigue diciendo el autor de El Capital, citando a Bauer— «los judíos no deban abrazar el cristianismo, sino la disolución del cristianismo y de la religión en general, es decir, la ilustración, la crítica y su resultado, la libre humanidad»[22]. Dicha dominación no sólo por medio de las ideas (prensa, cine, cultura, etc.), sino por medio de la economía, cuyo fundamento será la usura. Con palabras que parecen más cercanas a Hitler que a Marx, nos confiesa este último:
¿Cuál es el fundamento secular del judaísmo? La necesidad práctica, el interés egoísta. ¿Cuál es el culto secular practicado por el judío? La usura. ¿Cuál su dios secular? El dinero (…). El judío se ha emancipado a la manera judaica, no sólo al apropiarse del poder del dinero, sino por cuanto que el dinero se ha convertido, a través de él y sin él, en una potencia universal, y el espíritu práctico de los judíos en el espíritu práctico de los pueblos cristianos. Los judíos se han emancipado en la medida en que los cristianos se han hecho judíos[23].
Coincidiendo con Wast, podríamos decir que «el judaísmo no es una nacionalidad, no es una religión; es un nacionalismo; mejor todavía, un imperialismo»[24].
[1] Hugo Wast, op. cit., 87-88.
[2] Hugo Wast, op. cit., 229
[3] Sólo para citar algunos títulos conocidos: Henry Ford, El judío internacional, Editorial temas contemporáneos, 1983, 514 pp.; Bernard Lazare, El Antisemitismo, La Bastilla, Bs.As. 1974, pp. 317; Julio Meinvielle, op. cit.; David Núñez, Los deicidas, Organización San José, Bs.As. 1968, 135pp.
[4] En los últimos años, el historiador Ariel Toaff, hijo del gran rabino de Roma, ha sido ejemplo de ello por su libro Pasque di sangue, donde se narra el asesinato ritual de niños católicos, en manos de judíos durante la Edad Media.
[5] Carta del mismo Hugo Wast publicada en La Nación ante el boicot que sufrían sus libros, en Agosto de 1935.
[6] De lo que conocemos y tan o más silenciado que Wast, el libro del Padre Meinvielle, no tiene desperdicio acerca del problema judío.
[8] El mismoHugo Wast plantea el asunto en uno de los subtítulos del Prólogo (p. 13).
[9] Hugo Wast, op. cit., 12-13.
[10] Hugo Wast, op. cit., 14-15.
[11] David Paul Drach, De l’harmonie entre l’Eglise et la Synagogue, citado por Julio Meinvielle, op. cit., 74.
[12] Hugo Wast, op. cit., 46.
[13] Hugo Wast, op. cit., 9-10.
[15] Teodoro Herzl, L’Etat juif, París, Librairie Lipschutz, 1926, p. 17 ; citado por Hugo Wast, op. cit., 38.
[16] Hugo Wast, op. cit., 23.
[17] Karl Marx, op. cit., 21.
[18] Hugo Wast, op. cit., 23.
[19] Trat. Schahb, f. 120 c.l. citado por Hugo Wast, op. cit., 35.
[20] Hugo Wast, op. cit., 35.
[21] Karl Marx, op. cit., pps. 2 y 4.
[22] Karl Marx, op. cit., 19.
[23] Karl Marx, op. cit., 20.
[24] Hugo Wast, op. cit., 37.
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