“Felices los que saben reírse de sí mismos, porque nunca terminarán de divertirse” (Santo Tomás Moro)
Desde hacía muchos años por las calles de Roma se solía encontrar a un humilde capuchino de estatura mediana y de modales amables y graciosos.
Llevaba siempre en sus espaldas una bolsa y era llamado por la población “Fra Deo gratias”, ya que a quienquiera que encontrase por el camino, se dirigía a él con este particular saludo, que significa “Gracias a Dios”. Era el religioso una especie de hermano lego que pasaba la vida haciendo el bien por las calles de Roma y pidiendo limosnas. Su nombre era Felice da Cantalice, quien, por humildad, solía llamarse a sí mismo “el asno de los capuchinos”.
Un día, teniendo cierta prisa y en medio de una multitud, comenzó a decir:
- ¡Paso, señores! ¡Dejad pasar el asno de los frailes!
La gente, haciéndose a un lado, se preguntaba dónde estaría dicho animal.
- ¿No lo veis? –respondía Fra Felice–, soy yo, ¡el asno de los capuchinos!.
Su compostura era tan similar a la del santo florentino que casi podría decirse que eran almas gemelas. Cuando ambos se encontraban parecía como si quisiesen ver quién hacía el mayor ridículo.
Uno se arrodillaba frente al otro; el otro bailaba una pieza en su honor y, cuando se despedían, se decían:
- ¡Podría verte morir reventado por amor de Dios!
A lo que el otro respondía:
- ¡Y yo podría verte colgado y destrozado por el mismo amor!
La gente que asistía a estos extraños encuentros se divertía sobremanera y quedaba totalmente edificada por tanta gracia y simplicidad.
Narremos otro episodio entre ambos.
Una calurosa tarde, Fra Felice se encontró en Vía dei Banchi Vecchi con Felipe; luego de las acostumbradas payasadas de bienvenida, le preguntó:
- ¡Eh, florentino!, ¿tienes sed?
- Es la Providencia que te manda con este calor endemoniado –respondió Felipe.
- ¿Sabes? Tengo aquí un vino realmente bueno –dijo el fraile.
En tanto, algunos de los que pasaban por allí comenzaron a observar el espectáculo.
Fra Felice tomó la botella que le acababan de donar para los capuchinos y se la dio al Padre Felipe. Éste, mostrando mucha avidez, la tomó con ambas manos y la llevó hasta la boca como si fuese todo un borracho profesional, bebiendo con enorme placer.
La gente reía y se decía para sí:
- ¡Mira, mira a estos dos frailes cómo beben!
Luego de que Felipe bebiera, le tocaba el turno a su amigo:
- Ahora quiero que tú también te mortifiques públicamente –le dijo en voz baja.
Fra Felice haciendo lo mismo, se llevó la botella a la boca y después de haber terminado hasta la última gota, se saludaron mutuamente y siguieron cada uno su camino.
Eran muestras públicas de humildad para no pasar por santos.