El misterio de la encarnación de Dios, de Dios hecho hombre, de un Dios que viene a salvar
El hombre había pecado contra Dios y con él toda la humanidad se había enemistado; luego de Adán y Eva, los primeros que desobedecieron la Ley de Dios, vendrían las primeras grandes faltas como la de Caín que mata Abel y que con este fratricidio inaugura la Babilonia terrestre.
Desde este momento, entonces, una guerra cósmica se desata en el mundo: trigo y cizaña estarán juntos hasta el fin de los tiempos; trigo y cizaña incluso en la propia alma humana, que a veces quiere y elige el bien y a veces el mal.
Era necesaria una mediación; una mediación de Dios para levantar de la basura al pobre y sentarlo nuevamente en el lugar de los príncipes; en el lugar de los príncipes de nacimiento. Era necesario que Dios se pasease nuevamente entre los hombres, como lo hacía en el Paraíso, para que el hombre pudiera volver a ser amigo de Dios.
De infinitos y diversos modos lo podría haber hecho; de infinitas maneras; pero no: eligió la mejor. Ir él mismo en rescate de sus hijos, con su Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección. Dios se hace hombre en el seno purísimo de María para que el hombre se haga nuevamente de Dios.
Y elige una, una tienda, un tabernáculo digno de sí que luego nos legará desde la Cruz.
David habitaba en casa de cedro, el Arca de Dios en tienda de campaña, pero el Hijo de Dios quiso habitar en tienda de cuerpo y alma en las entrañas de María siempre Virgen quien recibió con docilidad el anuncio del Ángel.
¿Y cuáles serán las tres virtudes que enamoraron a Dios Padre para que la eligiera como madre de Su Hijo?
En primer lugar, su pureza: “María dijo al Ángel: ¿Cómo será esto, pues no conozco varón?” (Lc 1, 34), insinuando su voto de castidad y su pureza de cuerpo, de alma, de intenciones…
Esa pureza que hace ser al alma inocente; porque un alma pura, como la de un niño, todo lo cree, todo lo espera.
En segundo lugar, su docilidad a Espíritu Santo: “Y el Ángel le contestó: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1, 35).
Sólo Dios sabe obrar en nosotros por medio de sus mociones. Todo buen deseo, todo remordimiento del alma, todo anhelo de conversión, proviene del Espíritu Santo; es la docilidad a esas inspiraciones la que nos hace cercanos al Buen Dios.
En tercer lugar, su humildad: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc. 1, 38).
El sí de María, como dice San Bernardo, lo esperaba la SS. Trinidad, los Ángeles, los Padres en el Limbo, los hombres… Es ella la que, treinta años antes practicó aquello que luego su Hijo nos mandaría: “aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29).
¡Virgen Santa: que podamos convertirnos finalmente en esta Cuaresma!
P. Javier Olivera Ravasi