A lo largo de estas reflexiones hemos procurado indagar acerca del aporte a la obra evangelizadora de América hecho por las órdenes contemplativas y las consecuencias culturales y espirituales derivadas de la escasa presencia monacal en América.
Sin embargo no quisiéramos concluir estas líneas sin plantear que podríamos extraer algunas conclusiones para nuestra cultura actual.
Una tarea para hoy
Sin embargo, podría pensarse en este tema como una tarea pendiente[1]. Volver al espíritu del lejano monacato. Como dice Disandro:
la victoria sobre el hombre barroco de la Contra-reforma y el discernimiento de que el desierto Hispano-americano no se vence conservando las ruinas barrocas, sino afirmando y concretando el mismo principio fundacional de donde nació Europa: la unión de la tierra y el espíritu en la vida contemplativa (…). Debemos sustituir el hombre barroco de la Contra-reforma, por un hombre que emerja de la vida contemplativa, arraigada en el desierto de Hispano-América[2].
O siguiendo al Padre Petit pensar que “la situación histórica actual de la Argentina llama al monaquismo, como la tierra roturada llama a la semilla”. Pensamiento que explica punto por punto:
1º) El hombre tiene necesidad natural de compenetrarse con la tierra si quiere transformar en acto su potencialidad racional de cosmos y, de esta manera, convertirse en hombre-realidad. Todo lo antiguo extrajo de allí los tesoros inmanentes de sus culturas y sabiduría; en el monje perdura dicha honestidad y rectitud de orden. El argentino, en cambio, ha reducido la tierra a una categoría económica. Según él la ciudad es para vivir, el campo para producir. Paga cara tal actitud: se vacía aceleradamente y progresa de día en día la inconsistencia de su espíritu. La ciudad lo absorbe abultando y enredando su natural indigencia.
2º) Después de intensa experiencia y observación me atrevo a afirmar a Vuestra Paternidad que la única predicación, o poco menos, eficaz, será en adelante el silencio, la disciplina y el ejemplo del monje. Parece paradojal, pero es así. Nuestro pobre pueblo está harto de palabras; yacen ellas gastadas y ya no significan nada. Muchedumbres de periódicos y radios mienten día y noche a sus anchas, un Clero que ha velado la Palabra con un exceso de opiniones individuales, la ha desvirtuado. Cuando un Sacerdote habla, ese hecho sólo significa una opinión más con la cual, libremente, se puede simpatizar o no. No hay mayor llamamiento hacia la Verdad para estas gentes heridas de muerte por el aturdimiento que ya es sistemático e inmenso fragor en su derredor, que el bálsamo del silencio. La Presencia que puebla el sagrado silencio, es la única noticia del Cristo, distinta al mundo que padecen; callar y vivirlo es lo único que puede predicarlo. La ceñida figura del monje que tan sencillamente ha retornado a lo esencial, a todo lo verídico de Dios y del hombre, es el Amén de la eternidad que se ha hecho visible en la perfecta ofrenda; es el signo distinto a la baraúnda de signos agresivos y muertos que envuelven al hombre de hoy. Las almas lo aguardan con instinto que brota del Bautismo, el cual sabe buscar oscuramente el antídoto de los males que intentan destruirlo. No dudemos que esta predicación es la única que, en nuestros días, puede lograr conversiones radicales al Cristianismo.
3º) La Abadía y el Monasterio realizan la verdadera evangelización del campo. Se intenta proveer a tal necesidad con misiones anuales de quince días. Si pensamos en la labor paciente de años que es menester para conducir un alma hacia el verdadero Cristianismo, ese socorro instituido como normal por la concepción burocrática del Sacerdocio, resulta una burla. Sólo el Monacato que imita la laboriosidad del Padre celestial, capaz de convertir los días, por la adoración y el trabajo, en epifanías inconfundibles, puede transformar profundamente dichas regiones. La Historia de Europa no deja lugar a dudas.
4º) Es necesario arraigar a nuestro pueblo en nuestros campos, sierras y florestas ubérrimas. Los que se han erigido en sus conductores los atraen hacia las ciudades para poderlos dominar de manera incondicional. Allí, en esos amontonamientos de hombres, sin sentido ni norte, llevan una vida en apariencia fácil y libre; en realidad baja, despojada cada día más de los auténticos valores, no sólo divinos sino también humanos. Para medir el mal que se está haciendo a nuestro pueblo -pueblo de buena índole e ingenuo- sería necesario mencionar el origen telúrico de todas las grandes culturas, pero la extensión de la carta no lo permite. Lo cierto es que la vida monástica no debe renunciar a su poder fundacional: ella tiene aptitud para iniciar culturas integrales por su sentido sacral de la tierra, del trabajo y las artesanías (Aquí apelo nuevamente a la historia de Europa).
En conclusión, sin negar el aporte histórico de la España tridentina, de la vida contemplativa de la época, de Santa Teresa y sus Carmelos, como de otras órdenes contemplativas, tal vez sea hora de pensar en un redescubrimiento de la Patria y de América sobre estas bases fundacionales del monacato. Esto probablemente sólo sea posible reconstruyendo pequeños pueblos, pequeñas comunidades fundadas, como otrora, al amparo de la Abadía.
Prof. Andrea Greco de Álvarez
Referencias Bibliográficas
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[1]Probablemente este anhelo sea la causa del éxito que ha tenido la reciente novela de Sanmartín Fenolleras, 2013, p. 4. La autora nos pinta al pueblo “protagonista” de la ficción de este modo: “San Ireneo de Arnois parecía un lugar anclado en el pasado. Rodeadas de jardines repletos de rosas, las antiguas casas de piedra se alzaban orgullosas en torno a un puñado de calles que desembocaban en una bulliciosa plaza. Allí reinaban pequeños establecimientos y comercios que compraban y vendían con el ritmo regular de un corazón sano. Los alrededores del pueblo estaban salpicados de minúsculas granjas y talleres que aprovisionaban de bienes las tiendas del lugar. Era una sociedad reducida. En la villa residía un laborioso grupo de agricultores, artesanos, comerciantes y profesionales, un recogido y selecto círculo de académicos y la sobria comunidad monacal de la abadía de San Ireneo. Aquellas vidas entrelazadas formaban todo un universo. (…) aquel misterio de prosperidad era fruto de la tenacidad de un hombre joven y de la sabiduría de un viejo monje. (…) San Ireneo de Arnois era, en realidad, una floreciente colonia de exiliados del mundo moderno en busca de una vida sencilla y rural”.
[2]Disandro, 1960, p. 41, 25.