La Exaltación de la Santa Cruz
Hacia el año 630 d.C., Cosroas, rey de Persia (hoy, Irán, Paquistán, Afganistán, etc,), atacó al emperador Focas, que residía en Constantinopla, príncipe vicioso y desalmado, terminando éste asesinado y sucediéndole un tal Heraclio en el imperio, príncipe virtuoso.
Sin embargo, Cosroas, dominaba por entonces gran parte del imperio al punto de llegar a tomar la Ciudad Santa de Jerusalén, saqueando y matando a miles de personas, hasta llevar cautivo consigo al santo patriarca Zacarías, obispo de esa ciudad, junto con mucha gente y hasta con la Vera Cruz de Cristo.
Llevó la cruz a Persia y la colocó sobre el trono real.
Al ver el emperador Heraclio todos estos daños, juntó un ejército y, confiando en que Dios le daría victoria del blasfemo e insolente rey le hizo la guerra sin que se declararse la victoria por ninguna de las partes por estar peliaguda la cosa.
En una batalla decisiva, Heraclio, devoto de María Santísima, cuya imagen llevaba en la mano derecha, pidió ayuda a Nuestra Señora y, súbitamente se levantó un viento muy recio, con grande lluvia y granizo, que a los cristianos daba en las espaldas y a los persas en los ojos, con lo cual los cristianos quedaron desde aquel día vencedores.
Cosroas, humillado y vencido, restituyó todas las tierras que había tomado del imperio, y el tesoro de la casa real que poseía su padre, y la santa Cruz, y todos los cristianos que tenía cautivos.
El emperador Heraclio para dar gracias a Dios, ordenó una solemnísima procesión, en la cual llevaba él mismo en sus hombros la santa Cruz que había estado catorce años en poder de Cosroas; sin embargo, al entrar con ella en Jerusalén, y llegando a la puerta de la ciudad, no pudo dar un paso adelante.
¿Qué sucedía?¿por qué no podía moverse?
Acudió a él el santo patriarca Zacarías que había sido liberado junto con los otros cautivos y le dijo:
- “¡Oh emperador, quieres llevar la cruz no como Cristo, sino como tú quieres. De muy diferente manera y vestido humildemente la llevó el Señor por este camino!”.
Heraclio comprendió la indirecta y, quitándose su vestidura imperial y dejando a un lado su corona, se quitó hasta su calzado y recién allí pudo avanzar unos pasos hasta poner la sacrosanta Cruz en el mismo lugar de donde la habían sacado.
Quiso nuestro Señor ennoblecer aquel triunfo y regalar a su pueblo con grandes maravillas, entre las cuales resucitó aquel día un muerto, cuatro paralíticos recobraron la salud, quince ciegos vista, diez leprosos quedaron limpios, y muchos que eran atormentados por el demonio quedaron libres.
Reflexión: Así como Heraclio llevó humildemente sobre sus hombros la Cruz de Jesucristo, así hemos de llevar con humildad y resignación nuestra cruz conforme a lo que dice el Señor en su Evangelio: “Si alguno quisiere venir en pos de mí, tome su cruz y sígame” (Lc 14).
Mostremos pues nuestra paciencia cristiana en las enfermedades, dolores, pobrezas, infamias, falsos testimonios y otras muchas aflicciones semejantes; que estas cosas son para nosotros la cruz de Cristo, y en sufrirlas por su amor está nuestra virtud, merecimiento y corona[1].
[1] Francisco De Paula Morell, SJ, Flos sanctórum (adaptación del P. Javier Olivera Ravasi, SE), Santa Catalina, Buenos Aires s/a, 270.
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