San Felipe Neri. Penitencias y humor
Hoy, 26 de Mayo, la Iglesia recuerda al apóstol de Roma, San Felipe Neri. Un verdadero santo de la contra-"reforma” católica.
Vengan aquí, como espigando de un librito que hemos escrito hace algunos años, algunas de sus anécdotas.
Porque la santidad no tiene por qué ser aburrida.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi
PD: para quienes no la habían visto, es muy recomendable la película “Prefiero el paraíso” aparecida hace un par de años. Dejo los links: Parte 1; Parte 2; Parte 3; Parte 4
Las penitencias de San Felipe
Un pobre cristiano de vida ejemplar deseaba ardorosamente realizar alguna penitencia física para purgar los pecados. Fue así que se le ocurrió conseguir un cilicio, es decir, una especie de cinturón de alambre que le diera cierto dolor al cuerpo. Decidido a mortificarse con él, fue a ver al Padre Felipe para pedirle consejo.
En un primer momento el santo le recomendó que más que el cilicio hiciera obras de caridad, pero como éste insistía le dijo:
- Está bien. Te lo permito; pero con una condición: que lo lleves encima de toda la ropa y no debajo de ella como suele hacerse.
El penitente, sin comprender demasiado la lección, obedeció y con gran humillación llevó durante algunas horas el cilicio por las calles de Roma (el cilicio es un cinturón de alambres que se usa sobre las carnes y que provoca cierta incomodidad, pero no causa nada si se pone sobre la vestimenta). Por lugar donde pasara, se transformaba en el hazmerreír de todos, pues era tan ridículo como usar un par de calzoncillos o un corpiño sobre la ropa común y corriente.
La mortificación del amor propio siempre es más preferible a cualquier otra penitencia.
En este sentido hay otra anécdota que pinta de cuerpo entero este tipo de mortificaciones.
Un rico señor de nombre Alessandro Borla, deseaba hacer grandes ayunos para purgar sus pecados.
- Padre, querría que me concediese alguna gran penitencia, grandes ayunos, grandes penitencias para poder salvar mi alma.
- ¡Nada de ayunos ni de penitencia! –respondió Felipe.
- ¿Y entonces? ¿Cómo podré ganarme el Cielo?
- Tú da limosna a los pobres, porque esto será para ti más meritorio. Con las riquezas que Dios te ha dado, puedes hacer un gran bien a muchos necesitados.
San Felipe sabía hacer de la penitencia un arte útil para todos.
El agua mágica
Las penitencias o medicinas espirituales de San Felipe siempre fueron ejemplares.
Cierta tarde una mujer que estaba decidida a acabar con su impaciencia fue a pedirle consejo:
- Mi marido y yo no conseguimos ponernos de acuerdo. Nos peleamos por todo. Y lo peor es que él me pega, yo grito y los vecinos se enteran… ¡Créame, Padre, es un verdadero infierno! ¿Qué me aconseja?
- Buena señora, tengo justo lo que usted necesita, una medicina infalible, un remedio milagroso. Tenga este frasco –le dijo, extendiendo la mano– Cuando vuestro marido comience a reñir con usted, tome la botella y llévese un sorbo a la boca sin tragarlo. Haga siempre lo mismo cuando esté iniciando la discusión y, cuando él termine de decir todo lo que tenga para decir, recién usted podrá tragarlo. Verá qué resultado milagroso obtendrá.
Algunos días después, la mujer volvió con la botella vacía.
- ¡Padre Felipe! ¡Usted es un profeta! Ha sucedido exactamente como dijo ¡Ha funcionado! Mi marido sigue peleando, pero al ver que yo no le contesto, todo termina en breves instantes. ¡Me ha curado! Deme, por favor, otra de esas botellas.
- Con gusto –dijo sonriendo el Padre Felipe, mientras llenaba la botella con simple agua de la fuente…
La gallina desplumada
Había entre las penitentes del santo una mujer muy dada a la murmuración que no lograba enmendarse de este pésimo hábito.
El Padre Felipe más de una vez la había amonestado por el mal que causaba, pero visto que todo era en vano, decidió un día cortar por lo sano.
Luego de haberla escuchado una vez más en confesión, le preguntó:
- ¿Cae usted, frecuentemente, en este pecado?
- ¡Siempre, Padre! Estoy tan acostumbrada que ni siquiera me doy cuenta de ello –respondió la penitente.
Ante ello, el confesor se dio cuenta de que la cosa era ya demasiado seria; luego de pensarlo vio oportuno darle una penitencia grave:
- Hija mía –continuó– vuestra falta es grande, pero la misericordia de Dios es todavía más grande. Ahora quiero haceros tocar con la mano todo el mal que habéis hecho. Debéis hacer esto que os diré: irás al mercado y comprarás una gallina muerta con todas sus plumas.
- Padre –interrumpió la penitente– ¿qué tiene que ver la gallina con la penitencia que me dais?
- ¡Cállate, que todavía no he terminado! Luego, con la gallina en la mano, daréis unas cuantas vueltas por el centro de la ciudad y, poco a poco, la irás desplumando hasta llegar hasta aquí.
La penitente obedeció en todo a las prescripciones del confesor y después de cumplir el mandato, regresó hasta él.
- Ahora –le dijo el santo– te pido que vayas por el mismo camino por el que viniste y recojas una por una las plumas que tiraste.
- ¡Pero Padre, eso es imposible! ¿Quién sabe dónde estarán todas esas plumas, con el viento que había?
- Es verdad –dijo el santo. Es lo mismo que tú has hecho con el pecado de murmuración. Hablar mal del prójimo es como echar plumas al viento: una vez arrojada la fama, es difícil recuperarla.
Era la murmuración tan delicada para San Felipe que cuando oía narrar alguna falta grave respecto de alguien, sea laico o sacerdote, en vez de escandalizarse, decía:
- ¡Señor: pon tus manos sobre mí; de lo contrario yo haré cosas mucho peores que éstas!
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