La última Misa de Lamennais. El fin de una apostasía
Segunda y última entrega de un breve y magnífico texto de Hugo Wast.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi
A mano izquierda, en el camino de Diñan a Comburg (Francia), había hasta no hace mucho un bosque de castaños, por entre cuyos bronceados troncos divisábanse las paredes blancas de una capilla.
La casa antigua, edificada sobre las ruinas de un castillo feudal, es la famosa Chenaie («el Encinar»), donde Lamennais escribió algunos de los libros que lo hicieron llamar «el último Padre de la Iglesia», y también las Palabras de un creyente, que provocaron su definitiva ruptura con Roma.
En esa capilla y ese altar, hace de esto un siglo, en la Pascua de 1833, celebró su última misa. Ese día, bajo la dulce primavera bretona, y sin que lo advirtieran los sencillos paisanos que asistían al santo sacrificio, comenzó la más honda tragedia espiritual del siglo XIX, cuya última escena sería aquella lágrima misteriosa que corrió por las mejillas del apóstata moribundo.
En el artículo anterior, al referirnos a la primera misa de Lamennais, hemos contado que se ordenó cediendo al imprudente celo de dos amigos sacerdotes, y que sintió el horror de su falta de vocación desde que sus manos quedaron consagradas in aeternum, ¡hasta la eternidad!
Releamos su carta desgarradora al abate Juan, su hermano, días después de ordenarse:
«Soy extraordinariamente desgraciado… No hago reproches a nadie… Hay destinos inevitables; pero si yo hubiera sido menos débil y confiado, mi posición sería muy distinta. En fin, lo mejor que puedo hacer es dormirme al pie del poste en que han remachado mi cadena».
Celebró su primera misa en marzo de 1816, y la última en 1833.
Su apostasía no tuvo origen ni en la codicia ni en la sensualidad, como ocurre en otros. Su verdadero enemigo, infinitamente más grande y peligroso, no fue un gusano de su carne, sino la úlcera del alma, el orgullo. Amaba entrañablemente a la Iglesia Romana y quería depurarla y engrandecerla; mas para ello necesitaba dirigirla, esto es, que todos los fieles y sus pastores y el Papa mismo escucharan la voz de aquel pobre y tímido sacerdote periodista que manejaba el estilo de los profetas desde las columnas de un diario.
Tenía el orgullo del bien. El mismo dice en los comentarios de su hermosa traducción del Kempis:
«¿Acaso te han encargado a ti que gobiernes mi Iglesia? Deja este cuidado a los que dirigen mi espíritu… ¿No serán tus ideas y tus vistas personales las que tú pretendes defender, más bien que mi Iglesia…? Una de las más peligrosas tentaciones es la del orgullo del bien… Entonces ocurren las caídas terribles, que sorprenden y consternan; las caídas inesperadas, pavorosos ejemplos de los juicios de Dios… Guárdate del orgullo, padre del odio, de la envidia, de la falsa seguridad y de la obstinación. Salido del abismo, vuelve a caer en él: lo que después vendrá es el secreto de la eterna justicia». (Imitación de Cristo, Reflexiones, libro III.)
La sutileza de estas razones demuestra que Lamennais se estudiaba a sí mismo y describía su batalla interior entre la gracia y el orgullo. Presentía su caída mucho antes que ocurriera y denunciaba su mal con la secreta esperanza de conjurarlo.
La publicación del primer tomo del Ensayo sobre la indiferencia en materia de religión (1817), le da una extraordinaria celebridad. En pocas semanas se venden 40.000 ejemplares: causa estupor que un sacerdote católico hable a su siglo con tanta audacia. Hasta el Papa le presta oídos.
¡Ay! La gloria le causa una secreta inquietud. «Todos los momentos de placer – escribe a su hermano – que me ha procurado este libro, puestos juntos, no alcanzan a dos horas. Y, en cambio, ¡qué de fatigas y disgustos! ¡Qué pérdida irreparable de mi tranquilidad para el pasado y para el porvenir!».
Pero su libro realiza milagros. Muchos, después de su lectura, vuelven a las ideas y a las prácticas católicas. Una de esas conversiones llega a ser un peligro para aquella alma ardiente y romántica.
Madame Lacan, joven y hermosa dama, lo admira y quiere conocerle. Una amistad se inicia. Los consejos del joven sacerdote – tiene 36 anos –, severos y llenos de unción, acaban por convertirla, pero le inspiran una pasión confusa, en que se mezclan la admiración al genio y el amor al hombre.
Lamennais mismo se siente atraído. Tiene miedo de amar con su pobre corazón de carne, harto inclinado a los afectos vivos y a la melancolía.
«Algunas veces me inquieto por la vivacidad de mis sentimientos hacia las personas que amo – escribe a Juan. Creo, empero, que subordinando mis afectos a la voluntad de Dios, lo que luego pueda mezclarse de demasiado vivo es una debilidad de nuestra naturaleza, que el Señor mira con piedad y no nos imputa».
¿Quién no advierte el peligro de estas concesiones, cuando es uno mismo el actor y el juez, el penitente y el moralista?
Lamennais continúa viviendo en compañía del abate Carrón, que fue uno de los que lo decidieron al sacerdocio, y es siempre su consejero. El viejo abate examina el caso, percibe el riesgo de aquella amistad con Madame Lacan y decide a su amigo a cortarla, espaciando las visitas.
Lamennais obedece, con una docilidad infantil.
En 1819 escribe así a un amigo: «La pobre (Madame Lacan) sería feliz si no me hubiera conocido. Hay en mí un fondo de dolor que desborda sobre todo lo que me rodea…».
Permitámonos una sonrisa: no pasa un año y «la pobre Madame Lacan» contrae un segundo matrimonio: en adelante se llamará Madame Cottu.
Claro está que si Lamennais hubiera sido libre, «el pobre Monsieur Cottu» se habría tenido que casar con otra.
Después de la muerte del abate Carrón. Lamennais se refugia en la Chenaie, donde escribe el segundo tomo del Ensayo sobre la indiferencia.
Allí le siguen algunos discípulos: Gerbert, Montalembert, Maurice de Guerin, Lacordaire.
Vida casi claustral. Se levantan a las cinco de la mañana. Lamennais celebra la misa. Luego se desayuna en su pieza, con un potaje de patatas, único alimento que tolera su estómago, y se entrega al estudio.
Escribe sin tachar nada, en un elegante papel dorado en los cortes. Lee a los filósofos alemanes. Aprende idiomas. Conversa con sus discípulos, o sueña, en solitarios paseos bajo los árboles.
Su salud es siempre mediocre o mala. Se enferma; llega a tal gravedad que le imparten la extremaunción y la absolución de los moribundos.
- ¡Tengo ansias de morir…!—alcanza a articular.
Abren la ventana para que el agonizante pueda respirar.
- ¡Qué hermosa luna! – le dice alguien; y él responde con los labios resecos:
- ¡Quiera Dios que sea mi última noche!
¡Cuántas veces aquellos mismos discípulos no habrán lamentado años después que no fuera así, en verdad!
Se restableció lentamente. Su humor era agrio, pero su corazón, extremadamente sensible.
Para aliviar la pobreza de sus vecinos, y aunque él mismo vivió siempre entre apreturas y deudas, acometió en la Chenaie trabajos importantes, plantaciones, caminos, un gallinero, un nuevo jardín.
Cierto día de Carnaval vio que su cocinera preparaba una abundante comida. A él le bastaba su sopa ordinaria. ¿Para quién aquel festín? Mandó llamar a los trabajadores y él mismo les sirvió la mesa.
Gustábale con pasión la música religiosa. Cuando al anochecer reuníanse en la capilla, para la bendición, uno de sus discípulos, el abate Gerbert, cantaba el himno de todos los santos.
Lamennais se transfiguraba. Inclinaba la cabeza, y por sus austeras mejillas corrían lágrimas silenciosas
En el verano de 1824 va por primera vez a Roma, donde reina León XII, que le hace preparar una pieza en el Colegio Romano, a cargo de los jesuitas.
Se dice que será preconizado cardenal. No ocurre eso, y Lamennais vuelve a Francia y se mezcla en la batalla política como apologista católico.
El clero, que había sufrido tanto bajo la revolución, protegido ahora por Carlos X se siente solidario del trono y asocia imprudentemente, en los sermones de los párrocos y hasta en las pastorales de los obispos, los intereses de la religión a los de la monarquía.
Lamennais se indigna: la religión no debe apoyarse en el trono vacilante de un rey, sino en la inmutable cátedra del Papa. Tiene mil veces razón, pero en sus panfletos hay un timbre revolucionario que no deja de alarmar al mismo a quien defiende.
Un día en la Chenaie conversa con su íntimo amigo el gran abogado Berryer. Aquel hombre de genio lo escucha subyugado, mas de pronto lo detiene:
- ¡ Basta! ¡Me dais miedo! Preveo que llegaréis a ser jefe de una secta y que haréis mucho mal.
- ¿Yo, jefe de una secta? ¿Renegar de la Iglesia de Jesucristo? Preferiría volver al vientre de mi madre.
Mil ochocientos treinta. La revolución de julio ha tumbado a Carlos X y puesto en su lugar a Luis Felipe, germina expresión de la masonería.
Desolación del mundo católico. Indiferencia de Lamennais, para quien la religión no tiene nada que ver con un cambio de reyes.
Sin embargo, las revoluciones de Francia han demostrado invariablemente la profunda verdad de aquella palabra de Donoso Cortés: «En el fondo de toda cuestión política hay una cuestión religiosa».
Fatigado Lamennais del silencio de los bosques, se instala de nuevo en el trepidante París y funda un periódico, «El Porvenir», con la colaboración de Montalembert y de Lacordaire.
Los católicos galaicos, que pretendían hacer una iglesia nacional más atada al rey que al Papa, acusaron a Lamennais de incitar los pueblos a la revolución, so pretexto de defender el dogma.
Bajo los golpes del ardiente apóstol sucumbiría el nefasto galicanismo. Pero él también.
La exageración de sus argumentos lo condujo al error. Creíase investido de una misión providencial. Parecíale que la voz de Dios dictaba a sus oídos palabras que las gentes, del Papa abajo, tenían que recibir de su pluma.
Estaba intacta aún su fe, pero disminuía la piedad, que es el lastre de la vida exterior. Mientras más altas son las velas que el navío entrega a los vientos, más sólida debe ser la quilla.
El Papa, a solicitud del poeta Lamartine, y en atención a las muchas tareas de Lamennais, le había dispensado del breviario.
Aquella hora y media que cada día invertía en el rezo, que a muchos les parecía intolerable y estéril, la dedicaría a escribir páginas magníficas, para gloria de la Iglesia.
También la misa, que con la preparación y la acción de gracias llega a una hora completa, tomábale demasiado tiempo; y no tardó en dejar de celebrar todos los días.
Rara vez se ponía sotana. Usaba un levitón gris, pantalón corto, medias negras. «Se le tomaría por un sacristán», decía Lacordaire.
En la economía que rige el misterioso mundo de las almas, cuando empieza a faltar la oración empieza también a faltar la gracia. El alma abandona a Dios, y éste la deja librada a sí misma.
El año 31 hallamos a Lamennais en Roma, con Lacordaire y Montalembert.
Las duras campanas de El Porvenir le han valido innumerables enemigos en el campo católico, y él quiere que el Papa se pronuncie por sí o por no: ¿es o no es ortodoxa su doctrina? Si no lo es, se someterá como fiel católico. Pero si lo es, ¡ay de los vencidos!
Gregorio XVI no quiere dejarse forzar la mano, y a duras penas otorga una audiencia a Lamennais, con la advertencia de que no se hablará del asunto.
El impetuoso polemista sale decepcionado y humillado. Y cuando el cardenal Pacca le deja entrever que el Para desaprueba sus doctrinas, hace a sus amigos de Francia confidencias graves e indiscretas:
«El Papa no es más que un buen religioso, pío, dispuesto a soportarlo todo, pero viejo e ignorante del estado del mundo y de la Iglesia, incapaz de ninguna iniciativa y entregado a consejeros ambiciosos, cupidos, cobardes como un estilete, ciegos e imbéciles, como los eunucos del Bajo Imperio. He ahí el gobierno de este país. He ahí a los que lo dirigen».
El cardenal Pacca tuvo noticias de estas cartas e invitó a Lamennais, en nombre del Papa, a regresar y esperar en Francia el fallo de Roma.
«Mis enemigos, respondió Lamennais, quieren apuñalarme por la espalda. No partiré. Me quedaré».
Y Lacordaire repuso: «Yo obedeceré y partiré.» Poco después también Lamennais partió, irritado y resuelto a proseguir sus ruidosas batallas. Pero a mitad de camino (30 de agosto de 1832) lo alcanzó un correo de Roma con la famosa encíclica Mirari vos, que condenaba sus doctrinas.
«Los santos preceptos de la religión condenan la detestable insolencia y la malicia de los que, inflamados en el ardor inmoderado de una libertad audaz, se aplican con todas sus fuerzas a conmover y aniquilar los derechos de los gobiernos, mientras que, en el fondo, no ofrecen a los pueblos más que la servidumbre bajo la máscara de la libertad».
Al leer estas palabras Lamennais cayó como fulminado: «He aquí mi recompensa por tanta lucha en favor de la libertad de Dios y de su Iglesia».
El golpe era tanto más doloroso, cuanto que llenaba de perversa alegría a sus adversarios. Empero, Lamennais se sometió, y como un águila herida se refugió en sus bosques bretones.
Allí, bajo los queridos árboles que él mismo plantara, lo sorprendió la Pascua del año 33. Sintió un florecimiento de su devoción, y dispuso extraordinarios preparativos.
Los pocos amigos fieles que lo rodeaban, los obreros de los campos vecinos, los aldeanos, viéronlo subir a su altar con la palidez de quien sube al patíbulo.
Sus manos de sacerdote realizaron por última vez el milagro de la consagración, y levantaron luego el Cuerpo y la Sangre de Cristo en el cáliz de oro.
Al día siguiente uno de sus íntimos lo halla pensativo, junto a un árbol detrás de la capilla. Con su bastón dibuja una tumba sobre el césped y dice: «Aquí quiero que me entierren, sin una piedra; sólo un banco de césped».
¡El desventurado había perdido la fe! Lo cual no le impidió firmar ese año tres solemnes declaraciones de sometimiento a Roma.
A la misma Roma pontificia, que pintaba así en carta a la condesa de Senft; (noviembre de 1832):
«Roma, la más infame cloaca del mundo. Allí no hay más Dios que el interés; allí venderían a los pueblos, venderían al género humano, venderían las tres personas de la Santísima Trinidad por algunas piastras».
El 30 de abril del año 34, un año después de su última Pascua, apareció su libro Palabras de un creyente, especie de suicidio del sacerdote, pues provocó su ruptura con la Iglesia.
La voz, de Roma no se hizo esperar, y fue una condenación de la obra, en la encíclica Singulari nos.
Esta vez Lamennais no se sometió. Respondió con sarcasmos: «La palabra que antes removía el mundo no conmovería hoy a una escuela de niños… Este Papa cierra una época».
Se imaginaba que el catolicismo romano estaba herido de muerte y que Gregorio XVI sería el último Papa.
Perdido para la Iglesia, se entregó a la política y a una vaga religión de la humanidad, con la cual reemplazó los dogmas netos y definitivos que abandonara.
Los que relatan la historia de los veinte años que aun vivió, nos pintan la insondable tristeza de su vida. Enfermo, pobre, taciturno, inquieto, cerrado a toda confidencia, hostil a todo consuelo, huía de París a la Chenaie y pronto se hastiaba de la soledad del campo, y volvía a la ciudad.
A fines de 1853 corrió la noticia de su muerte, y eso lo decidió a redactar su testamento:
«Quiero ser enterrado entre los pobres y como los pobres, y que no se ponga nada sobre mi tumba, ni siquiera una piedra. Mi cuerpo será llevado directamente al cementerio, sin presentarlo en ninguna iglesia».
A principios de 1854 se enfermó gravemente: todos, comenzando por él mismo, comprendieron que iba a morir. Dos sacerdotes intentaron visitarlo: uno de ellos, el Padre Ventura, su gran amigo de otros tiempos.
Lamennais contestó: «Ya sé a qué vienen esos señores: no quiero recibirlos».
Madame Cottu, aquella dama que se convirtió con la lectura de sus obras, acudió a visitarlo, ansiosa de convertirlo a su vez.
- ¿No es cierto – le dijo ella, arrodillándose al lado de su cama, tomándole la mano – que este corazón que os habla es el que más os ha querido?
- Sí – respondió él –, y yo también os amo de todo corazón.
- ¿Me permitís que me quede a cuidaros?
- Estoy bien cuidado.
- ¿Queréis que vuelva a veros?
- Sí, eso me agrada.
- Entonces, vendré esta noche.
Pero algunos de sus nuevos amigos montaron guardia alrededor de su lecho, «para que los jesuitas no se apoderasen del filósofo».
Los raros parientes que pudieron acercársele no lograron quedarse a solas con él. La penúltima noche, su sobrina predilecta, Madame Kertanguy, se atrevió a decirle:
- Feli, ¿quieres un sacerdote?
- ¡No!
- Te suplico, Feli…
- ¡No, no, no! ¡Dejadme en paz!
A las cinco de la mañana llamó a uno de sus albaceas, a quien había confiado la publicación de sus escritos póstumos.
- Sed enérgico. Tratarán de engañaros: no cedáis; publicad todo, todo, sin cambiar una coma.
Pasó el día en pleno uso de su inteligencia, preocupado solamente por aquellos papeles que dejaba inéditos.
Un rayo del frío sol de invierno, el 27 de febrero, penetró en su cuarto, hasta su lecho. Quisieron correr la cortina, y él se opuso: «Dejadlo; viene a buscarme».
Fueron sus últimas palabras. Murió algunas horas después. En el último instante, una gruesa lágrima se desprendió de sus ojos y rodó por su árida mejilla.
El secreto de esa lágrima. Dios lo sabe. Juan de Lamennais, el hermano del gran escritor, que no pudo llegar a tiempo, sintió el horror de aquella muerte impía y aquella tumba de sacerdote, sin cruz.
Voló a la casa fraterna de la Chenaie, y, desesperado, fue a golpear con la frente los cristales del aposento de Feli.
- Feli, mi querido Feli: ¿dónde estás ahora?
Santo Tomás de Aquino sostiene que en el instante en que el alma del moribundo se desprende de su cuerpo, antes que llegue a la presencia de Dios, una luz sobrenatural la ilumina y le muestra todos sus pecados. El impenitente, que se humilla, puede convertirse, sin que ningún signo exterior denuncie aquel milagro de la gracia.
Para terminar con alguna esperanza esta lúgubre pintura de la muerte de un apóstata, citemos una tierna página suya, sacada de una de sus obras ascéticas: Guía de la primera edad.
Es una tocante oración a la Virgen:
«¡Oh, Madre mía, yo os amo más que a mí mismo; yo os amo, después de Dios, más que a todas las cosas, y quiero amaros eternamente!
Pero ¡ay! todavía me encuentro lejos de Vos, lejos de vuestro Hijo, expuesto en esta Tierra a muchos peligros, presa de muchos dolores; protegedme, consoladme, y cuando venga la hora de mi muerte, endulzad para mí el tránsito, reanimad mi fe, mi esperanza, poned palabras de amor en mis labios desfallecidos, y colocad vuestra mano sobre mi corazón, cuyo último latido, ¡oh, Madre mía!, será para Vos y para mi Jesús.»
Aquella inexplicable, última lágrima de Lamennais, ¿brotó acaso al sentir la maternal y omnipotente mano de la Virgen sobre su viejo corazón?
Hugo Wast[1]
Buenos Aires, setiembre 17 de 1933.
9 comentarios
El P. Meinvielle ha escrito una obrita llamada "De Lamennais a Maritain" donde muestra cómo el cato-liberalismo decimonónico devino en el cato-democratismo del XX.
El democratismo es un "sistema operativo" (sigo con la analogía) adonde los "programas católicos" no relativistas no corren, no funcionan. La fe allí se ahoga como entre zarzas. Lo estamos viendo. Por eso es de lamentar que haya en el seno de la Iglesia tantos cato-demócratas convencidos. Jerarcas incluso, que no tienen reparos en proclamar públicamente su adhesión a la impía democracia.
Que los papas fueron "excesivamente " antiliberales (¿acaso ha desaparecido el liberalismo?)...
Y la frutilla: que el CVII había que haberlo hecho un siglo antes...
Cuéntaselo a Benedicto, que reconoció sinceramente su fracaso.
No señor: lo que exige la hora no son diálogos sino militancia: militancia antiliberal y militancia antidemocrática -valga la redundancia- porque detrás de su fachada política se esconde una cosmovisión diabólica, un "sistema operativo" (como señalo más arriba) de raíz nominalista e idealista que ahoga la fe y esteriliza toda evangelización.
Pero acaso: ¿es que necesitamos más pruebas que la evidencia cotidiana?
Era un sacerdote muy piadoso y tuvo que sufrir mucho viendo lo descarrilado que andaba Feli. Muchos, en Francia, le consideran como santo y desean que Roma le beatifique.
Compatriota , Breton y digno émulo de San Luis María Grignon de Montfort . Como el , evangelizador de las campiñas con la Misiones Populares.
Rezamos para su Beatificación ..
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