Me parece una cuestión capital: para los propios tiempos -si se me permite la audacia-, pero especialmente para la misma Iglesia Católica: “le va la vida", presente y futura. Y me explico.
“Los signos de los tiempos” fue una bandera que, de cara a la preparación del CV II -practicamente, casi ni la hubo-; más aún, en su desarrollo: se convirtió en un “mantra” que se repitió más que mucho. Siempre con un sentido peligrosamente “agresivo” -o así- contra la misma Iglesia: estaba a punto, decían los “entendidos", de “perder el tren” de cara al mundo. Se supone, aunque no estaba claro del todo, que para seguir siendo “el alma de la sociedad". ¿O quizá ya no; quizá era ya otra la intención?
Pero el tal “mantra” hizo furor, especialmente, tras el Concilio, cuando una facción más que respondona en el seno de la propia Iglesia, se lo apropió; dandole, eso sí, una vuelta de tuerca más con el sonsonete de “el espíritu del Concilio".
La pinza que crearon sus valedores con los dos mantras, se ha manifestado -lo vemos cada día, declaración tras declaración, en una cadencia y con una constancia “ejemplares"- desastrosa: una autentica tragedia se gesta en la Iglesia, en la que va a haber un antes y un después de Francisco.
Bueno, esto ya es, más que palpable sólo para “entendidos", abiertamente manifiesto: excepto para los autociegos, que los hay -teniendo ojos no ven, teniendo oídos no oyen, y teniendo entendimiento no entienden-; y para los que propugnan al Papa y sus “aportes” como la “nueva Iglesia que el mundo necesita".
Curioso, cuando no sospechoso, que siempre aparezca “el mundo” como referente, y desaparezca siempre “la persona". Curioso. Aunque tampoco es nada nuevo en la Iglesia: después de 2018 años queda poco espacio, e incluso muy poco tiempo ya, para originalidades.
¿En qué consiste el tal desastre? ¿Qué pretende la pinza; mejor, sus “valedores” de cara a la Iglesia? Vaciarla. Convertir la Iglesia en una carcasa vacía -una sociedad más, de hechura humana- al modo como la actual (in)cultura, o los modernos (anti)"valores", o la (in)existente (anti)intelectualidad y las políticas que han dado a luz, han convertido al hombre -a la persona-, en un remedo de mero “espantapájaros": sólo le queda ya la apariencia externa. Aún no les han cortado las orejas, por decir algo, pero sí les operan los genitales -a los críos y crías, desde los seis o siete años, más o menos, a petición de los “responsables", y/o progenitores 1 y 2, y/o compradores en el mercado abierto y libre-; y, por supuesto, los matan a mansalva y sin motivo que lo justifique; menos aún por una causa real, que nunca existe: les basta que tengan la “infame e intolerable pretensión", inasumible por los mundanos, de “nacer".
Y da toda la impresión de que en este furor -"¡los signos de los tiempos!"- estamos. También en la Iglesia, que es lo verdaderamente preocupante, por importante. Pues, por sus frutos los conoceréis, que es la prueba infalible e irrefutable. Para el que quiera pruebas, claro, porque necesita discernir, juzgar y criticar. Porque “comulgar con ruedas de molino” no es comulgar. Y porque me lo dice el Señor, y me lo ha enseñado la misma Iglesia: la de Cristo, porque no haya otra.
San Juan Pablo II y Benedicto XVI -futuro santo canonizable: porque ya lo es, y desde hace mucho-, dos Papas según el Corazón de Cristo -ahí están sus vidas para el que lo quiera comprobar-, quisieron ser un “muro de contención” para la “gran espantada” que estaba asomando en la Iglesia. Y lo fueron: de hecho, con ellos, la Iglesia Católica recuperó el prestigio -ante las sociedades, ante las naciones y ante las gentes de toda condición- que tuvo, sí, pero que hacía ya años había perdido, y su deriva no presagiaba nada bueno. Y la Iglesia Católica creció como nunca.
¿Qué ha pasado? Algo muy sencillo de ver: en cuanto han faltado ellos, han dinamitado -están en ello- esos mismos muros; y las aguas se han salido de cauce, y lo están arrasando todo: haciendas y personas.
Por cierto, el “bien” que traerán estas cosas cuando se reviertan y las aguas vuelvan a su cauce no sirve para negar el MAL y la tragedia que traen las riadas; como el “bien” que trae la paz que pone fin a una guerra no justifica el mal que es en si mismo la guerra. Por eso, no hay que hacer la guerra para que venga la paz, sino vivir en paz; como una cosa es regar los campos y otra, muy distinta, es una inundación, de la que hay que proteger campos y personas.
¿Por qué la Iglesia no puede seguir “los signos de los tiempos"? Menos aún hacerlos suyos y reducir su misión -su vida- a ello, por supuesto. O dicho de otro modo: ¿por qué los “signos de los tiempos” no lo son -no lo pueden ser- para la Iglesia? Si alguien cree que sí, me encantaría que me dijera las razones: los argumentos lógicos, racionales; no el mero “porque sí", o “porque lo digo yo".
Por una razón absolutamente determinante; razón que no está en el mundo, ni en la misma persona humana y, por tanto, no es deducible desde ahí, desde esos horizontes, porque no es intramundana: como no lo es Dios, ni lo puede ser. Ni la Iglesia, por tanto. Esto lo pone Jesús de manifiesto cuando nos explica -nos revela- nuestra condición/vocación de hijos de Dios, a la que hemos sido ELEVADOS, y en la que hemos sido LLAMADOS: Vosotros sois la sal de la tierra; vosotros sois la luz del mundo; un poco de levadura hace fermentar toda la masa; en el mundo estabais, pero Yo os he sacado del mundo, por eso no podéis ser “mundanos"; no podéis servir a dos señores; pongo enemistad entre tí y la mujer, entre su descendencia y la tuya: y ésta te aplastará el calcañar.
Así podría seguir recopilando citas, pero sobran con estas. La Iglesia Católica -como Dios mismo, como la Fe, como todo lo sobrenatural- “no puede ser medido por nada del mundo", por nada mundano, ni siquiera por la misma persona humana.
Es al revés: la Iglesia “mide” al mundo, como “mide” a la persona humana. Del mismo modo, la Teología no es la esclava de la filosofía, sino que es la filosofía la ancillae Theologiae; como no es la Fe la que está por debajo de la razón, sino que la razón es la ancillae Fidei; como es la Ley moral la que “mide” y “forma” a la conciencia humana, y no al revés: no es la conciencia humana la que “hace” la Ley moral.
A la vez, y por lo mismo, la Iglesia Católica “sirve” a la persona, porque la salva; la Fe -infusa, sobrenatural- “sirve” al entendimiento, porque lo eleva y lo “cura” de sus desviaciones y desvaríos; y la Ley moral “sirve” a la conciencia, porque la sana y le restituye su verdadero papel. “Sirven", desde su sitio y sin salirse de ahí: nunca “apeándose” de donde las ha puesto Dios, y donde las quiere Dios; porque si se salen o si dejan de cumplir su misión -si se desvirtúan- se corrompen. Y corrompen.
De modo que “los signos de los tiempos” que, en el mejor de los casos siempre serán temporales, sólo pueden aportar remedios “temporales"; remedios que sirven en lo que sirven, supuesto que acierten; cosa que no siempre es así: y ahí están las subidas y bajadas de la cultura o de los “valores” -al uso público y privado-, para ponerlo de manifesto. Mientras que Dios sirve siempre, acierta siempre, es siempre incondicional de sus hijos. Y la Iglesia, en la medida en que se deja guiar por el Espíritu Santo, también; y cuando los hombres que hacemos la Iglesia en cada momento histórico nos rebelamos contra ese “dejarse guiar” lo estropeamos todo. Cosa que es patente a lo largo de la historia de la Iglesia.
Podría añadir más cosas, pero con lo que va por delante es más que suficiente. Al menos por ahora. Y a seguir con la oración constante, perseverante…, como nos pide el grandísimo san Pablo.