El idioma castellano toma su nombre de aquella amplia región de España que va señalada, en la geografía y en el alma, por castillos y fortalezas. Y doy un ejemplo: de lo alto del Torreón de los Guzmanes, en la antigua y noble Caleruega, se defendía, primero con los ojos y luego con las armas, el tesoro invisible pero precioso de la fe. Para eso estaban esas murallas, que pueden seguirse aquí y allá por la ribera del Duero: para descubrir desde la distancia al que viene sin ser invitado.
Pero hablar así es demasiado eufemismo. El nombre que tiene esa amenaza no deja confusión para el cristiano de la Edad Media: los moros. Por temor a ellos, y para hacerles frente, los castellanos han levantado sus castillos. Bien entienden que la tierra que cultivan y habitan es cosa disputada. Saben de avances y retrocesos, batallas y emboscadas, combate y sangre; mucha sangre. Tradiciones aún más antiguas hablan del paso de El Cid. En largos atardeceres de verano los juglares recuerdan hazañas sobrehumanas que piden digna continuación. Improvisados cantantes e instrumentos se juntan para celebrar a un tiempo la alegría de ser libre, de ser cristiano y de ser victorioso. El ideal caballeresco se imprime así con vivos colores en las mentes de los niños, y pareciera que los jóvenes sólo tienen un motivo real de queja: que les ha tocado en suerte una época donde hay muchos menos combates y por tanto, así les parece, muchos menos héroes y titanes.
Mas aquellos campos conocen también otro tipo de batalla. La cosecha no es siempre buena, y el hambre no es visitante ajena, aunque nadie la quiera, por supuesto. Bien se nota que la vida no está amenazada sólo por la lanza o la porra: adentro las entrañas se quejan del alimento escaso y duro; afuera la piel protesta por falta de abrigo. En vano se rebusca entre castaños lo que hayan olvidado las aves y las fieras. ¿Qué solución habrá? ¿A quién acudirá la madre aturdida de dolor por la triste cantinela de los críos? ¿Qué camino no ha oteado el labriego de manos forzadamente ociosas?
Una fila de menesterosos se forma espontánea cerca del mismo Torreón que defiende la fe. Allí donde se protegen las almas encontrarán remedio también los cuerpos. A la puerta del Torreón, sonriente y discreta, una buena señora reparte algo de sopa humeante y hogazas generosas de pan crujiente. Se llama Juana, la de Aza, y es sabido que viene de noble cuna, como que su padre fue tutor del muy famoso Alfonso X. Pero ella de nada presume. Su mente está en la tarea y su único afán es que también hoy se repita el prodigio que sabe hacer la caridad, y nadie se quede con hambre.
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