Bienaventurados
He conocido personas que viven en los confines de sí mismas.
Se han vuelto ajenas a sus mejores sueños y se han dejado exiliar de sus más preciados tesoros.
Da la impresión de que el centro de su existencia les resulta desconocido, como un lugar al que se tiene miedo, y entonces huyen de las preguntas fundamentales mientras van dejando pasar el tiempo en el ciclo asfixiante de producir, consumir y entretenerse.
Para no escuchar las voces profundas–el llamado mismo de la eternidad, que se acerca inexorablemente–han poblado de ruidos su día y su noche, de principio a fin. Si alguna cuestión ardua golpea su conciencia, como queriendo despertarla, entonces se vuelven instintivamente a los murmullos de la masa, y pronto encuentran una semejanza de tranquilidad en las cobijas de la opinión del momento.
Por ese camino se llama “verdad” a la noticia que más suene; es “bello” lo que más se vende en el centro comercial de moda; es “bueno” lo que todos hacen; es “feliz” el que sale con mayor frecuencia en los medios; lo “normal” lo define la estadística y ser “agradable” significa estar bien domesticado.
¡Tantos hombres y mujeres, celosamente moldeados por estas definiciones, siempre mudables y desechables, se consideran relevados de pensar, de preguntar, de disentir, de oponerse! ¿Y para qué oponerse, al fin y al cabo, si nada que uno diga o haga podrá importar? Por ello esta gente, vestida de una sonrisa a medias, que igual significa resignación que alegría fugaz, huyen del día hundiéndose en los torbellinos de la noche. La vida, según este esquema, es aguantar, jugar bien las cartas, reírse del absurdo, colgar sobre el vacío, y tener solo admiración por aquellos que un día cortan el hilo y se lanzan a la nada.