La teoría del volcán
La corteza terrestre, dura y pesada como parece, resulta vencida por el ímpetu de un fluido viscoso y extremadamente caliente: la lava. Pero antes de hacer erupción, la lava ha recorrido un camino tortuoso y difícil de predecir. Desde las profundidades del núcleo y del manto, una fuerza ciega e incontenible presiona a la roca derretida que llamamos lava, hasta que el calor vence sobre el granito y el basalto, y un chorro de gases, piedras y azufre lanza su arrogancia devastadora a kilómetros de distancia.
Son tantos los factores que influyen en la constitución de la corteza terrestre que es muy difícil predecir el punto exacto en que se romperá para dar surgimiento a un nuevo volcán. En la historia de la geología se recuerdan casos dramáticos, como por ejemplo el sorpresivo surgimiento de nuevas islas, producto de erupciones sucedidas en el lecho marino. Aun cuando pudiera saberse que la presión de lava en esa parte del océano es muy grande, es pura conjetura asegurar que en tal o cual lugar exacto se dará una erupción sin antecedentes. Por supuesto, una vez acaecida la primera erupción, queda como hecho el camino para las que sigan, pero el tema aquí es ese primer rompimiento de la “piel” terrestre.
Es aquí donde empiezan a aparecer analogías inesperadas entre la sociedad y las erupciones de una violencia aparentemente inexplicable. Es sabido, en efecto, que hay una violencia que procede de raíces visibles y sensibles de injusticia, pero no es de ella de la que hablamos principalmente aquí. Si se pagan salarios de hambre a toda una población y esta se cansa un día y se alza en armas, hay una lógica bastante visible en el proceso. ¿Pero qué decir de los brotes patológicos de asesinato masivo? El típico psicópata, el sádico que opera con fría y calculadora mente en el proceso de atrapar, torturar y ejecutar a sus víctimas, ¿es en realidad un caso aislado, o es la erupción volcánica de una ola oscura, infernal de odio que hemos tolerado demasiado tiempo?
Llamemos por un instante “violencia gratuita” a esa que solemos considerar psicopatológica, y por consiguiente, inexplicable y aislada. Admitamos entonces que hay varias cosas difíciles de explicar sobre qué tan aleatoria es esta forma de violencia. Preguntas: ¿Por qué sucede más en las sociedades del llamado “primer mundo"? ¿Por qué tiene como protagonistas a varones, de vida solitaria, con abrumadora mayoría sobre cualquier otro sector social? ¿Por qué en el mayor porcentaje son personas de clase media, y no baja ni alta? ¿Por qué casi invariablemente los asesinos terminan suicidándose, y en no pocos casos, el suicidio final se sabe ya planeado desde el principio?
La hipótesis es que la violencia gratuita revienta de manera imprevisible pero se prepara y cocina con ingredientes que están en todas partes. La espantosa receta incluye egoísmo, vanidad y resentimientos, pero sobre todo contiene una terrible incapacidad de comunicación y una dura sensación de absurdo que ha gravitado sobre una mente frágil y necesitada en otro tiempo de amor.
Y aquí viene lo grave: las instituciones de una sociedad relativista, secularizada y demasiado fiada del vigor de su democracia, no tienen cómo diagnosticar a tiempo ni mucho menos corregir las señales de que la temperatura de la lava está aumentando, y la presión está alcanzando niveles críticos. La mayoría de los psicópatas de estos brotes recientes y cada vez más frecuentes, como el de la población de Newton, en Connecticut, son personas que han pasado por las instituciones de las que se precia nuestra sociedad moderna, neutra, y muy ciudadana. Y sin embargo, a menos que queramos seguir negando lo evidente, no hubo en esas instituciones quién descubriera y avisara a tiempo de lo que podía suceder.
En lenguaje bíblico hay un modo muy sencillo y profundo de describir lo que la ciencia llama un psicópata: es una persona sin prójimo. No tiene prójimo que le importe ahora porque no tuvo prójimo a quien importarle antes. Examinemos estos ideales muy queridos por la sociedad liberal y democrática: el respeto a la opinión y las decisiones de otros; la consideración de la edad adulta como tiempo de autodeterminación; la concepción de la libertad como capacidad de hacer todo lo que no esté prohibido. Son ideales altos pero claramente insuficientes. Ni se reduce la búsqueda de una respuesta el aprobar leyes más restrictivas en la posesión o el uso de armas de fuego. Para quien anhela matar y matarse poco importan las restricciones ni los procesos jurídicos, que por fuerza requerirán meses, si no años.
¿Qué tipo de fuerza social puede ser cohesiva y mantener un flujo abundante de información que ayude a prevenir a tiempo las erupciones de violencia volcánica?
Aquí va la segunda hipótesis: sólo la religión. De una manera sencillamente perfecta la religión aúna el interior de la conciencia de cada uno con el código externo de todos. De una forma simple y eficaz la religión invita a todos a interesarse por todos, de modo que una cadena de prójimos esté siempre próxima a sostener y no dejar caer al que vacila, se resiente o planea una desgracia. La religión enlaza de modo único la inmediatez de la acción particular y concreta con la trascendencia de una esperanza firme y santa, o si es el caso, la certeza de un castigo ineluctable.
Es verdad que la religión sin respeto y sin un margen claro de libertad de expresión se volverá teocracia asfixiante y caldo de fanatismo pero la religión entendida en su medida, y esta medida es alta y noble, puede lo que el estado actual de la sociedad no puede y sí reclama.