También nuestra ira necesita ser purificada
Es comprensible que ante algunos escándalos o enseñanzas confusas que se abren paso en nuestra Iglesia Católica se sienta dolor e indignación. Tales sentimientos son la lógica consecuencia del amor que todo hijo debe tener por su madre, y puesto que nuestra madre es la Iglesia, nos duele con amargura ver que su hermosura es profanada miserablemente. Cristo mismo se llenó de cólera al ver al templo de Jerusalén reducido a un lugar de mercado. ¡Cuánto mayor ha de ser nuestro enojo si de verdad entendemos que la Iglesia supera a ese venerable templo cuanto la realidad supera a sus bocetos y figuras!
Pero también la ira necesita ser purificada. Bien enseña Santo Tomás que las pasiones no son, en sí mismas, ni buenas ni malas. Su calificación moral la reciben de razones externas que, en este caso, nos obligan a hacernos preguntas como qué nos disgusta exactamente, y contra quién va nuestro enojo.
Dicho de manera muy simple: permitir en nosotros una ira mal dirigida o mal alimentada es dar al demonio un regalo muy deleitable. Estimo que, después de la soberbia, nada ha ayudado tanto a crear divisiones en la Iglesia que esa clase de ira. En particular, el cisma entre Oriente y Occidente, en el siglo XI y el cisma de la Reforma, en el siglo XVI, estuvieron bien precedidos, acompañados y seguidos de explosiones de ira, por todas partes, también desde el lado católico.
La indignación mal dirigida puede arruinar incluso una motivación que de suyo era correcta. Un ejemplo elemental pero completamente válido es el del papá que, ardiendo de ira, porque la hija ha tenido pésimos resultados en los estudios, la golpea salvajemente hasta dejarle cicatrices permanentes. Había un motivo justo pero el resultado de esa ira incontrolada, y en esto estaremos todos de acuerdo, lejos de alcanzar su objetivo, ha causado un daño monstruoso e indeleble.
Además del ejemplo dado sobre el exceso de ira hay otras circunstancias en que una persona indignada puede hacer y hacerse más daño que bien. La actitud ofensivo-defensiva propia de esta pasión nos lleva a maximizar los errores o defectos de quien nos resulta detestable mientras minimizamos los nuestros. Tal deformación de la mirada prepara algo más serio: la pérdida del sentido de la verdad, y con ello, el oscurecimiento de la capacidad de percibir las proporciones, y de acceder a la prudencia. Todo esto es tan bien conocido que, en muchos países, el derecho penal reconoce como atenuante “ira e intenso dolor,” con lo cual la sabiduría popular admite que una persona en tales condiciones no suele pensar bien.
Pasa también que no todas las formas de ira son iguales. Hay amarguras, calentadas a fuego lento durante años, que degeneran en resentimiento y en un lenguaje de permanente desprecio y descalificación. El racismo, la xenofobia o las disputas étnicas y tribales dan abundantes muestras de este hecho. En la escala menor de tantas barbaries hay algo que también nos llega a todos, por lo menos como tentación: el prejuicio. Y no cabe duda de que ver a través de los lentes del prejuicio es a veces peor que no ver nada porque el ignorante está dispuesto a recibir y aprender mientras que el que está seguro de su visión sesgada solamente acepta lo que le confirme su propia perspectiva. Sobre ello nos enseña Cristo en Juan 9. Además, escoltando al prejuicio van la sorna, el sarcasmo, la burla cruel, la difamación, y otras enfermedades del alma, que empiezan por la lengua pero que no se detienen hasta envenenar el corazón.
Siempre me llamó la atención aquel versículo de advertencia en que nuestro Señor dice: “viene la hora cuando cualquiera que os mate pensará que así rinde un servicio a Dios” (Juan 16,2). Para mí en esto hay un aviso sobre cuánto puede la mente humana confundir lo más sublime con lo más sórdido. Y sería soberbia pura creer que uno, simplemente por ser quien es, jamás podría caer en ese pecado.
No pidamos a Dios que nos quite la indignación pero supliquémosle con toda el alma que otorgue pureza a nuestra intención y amor limpio para servirlo a Él y a su Santa Iglesia.
21 comentarios
Nota de fray Nelson: Gracias por tus palabras de ánimo; significan mucho para mí.
En el Unico que no es pecado el amor propio, es en Dios ,es en Cristo, porque no es desordenado.
El pasjae de Cristo en el templo,lo solemos utilizar para nuestra propia justificacion, porque la verdad, es que es muy dificil encontrar a hombres que verdaderamente se airen santamente. Muy alto hay que estar espiritualmente para la pureza de corazon que se requiere.
La Paz de Cristo.
Nota de fray Nelson: Yo, en cambio, sí pude leer todo tu comentario. No tienes base para afirmar que "parece ser que hubiera estado bien la paliza brutal pero sin marcas indelebles." Y desde que la imaginación de un comentarista se dispara ya no lee lo que el autor original escribe sino sólo lee su imaginación. Por supuesto: lo de "Ud. es felicitado" clasifica perfectamente como insulto contra mí. Pero no hay ira de mi parte. En fin, sugerencia: sigue intentando.
Amén.
Muchísimas gracias, Padre, por el post. Realmente muy oportuno. Que el Espíritu Santo lo siga iluminando y la Santísima Virgen María y San José lo protejan siempre.
De hecho, al leerlo me he dado cuenta de lo frecuentemente que caigo en el error que señala.
Pido la gracia para mi y para muchos que nos evite llegar a este extremo tanto a nivel eclesial como personal.
Gracias, Fray.
PD. Por cierto, cuidadíto regresa a mi país y se va sin saludarlo.
Yo ya me siento igual que el perro de la foto con ciertas cosas que están sucediendo...
Muchas gracias por hacernos reflexionar.
Le mando un saludo fraterno:
Manuel Ocampo Ponce.
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Fray Nelson:
¡Vaya preguntas! Me parecen fundamentales.
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Gracias, una vez más.
ESTA ES LA FRASE QUE DEBERÍAMOS TENER GRAVADA EN NUESTRAS MENTES Y CORAZONES; VELAR CONTINUAMENTE EN ESTO.
GRACIAS.
Gracias por llamarnos de regrezo a la caridad , a la razón y mostrarnos el verdadero sentido de la ira santa.
Bendiciones.
De nuevo gracias por advertirnos de una forma tan clara.
Oportunísimo su post!
Espero que no endurezcamos nuestro corazón...
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Con ese contexto, podrá imaginarse que fui educado para odiar instintivamente a las personas que no son de mi color. Es más: me enseñaron hasta a rechazar su olor, cosa que como ahora está mal vista socialmente, se ha trasladado con furia hacia una raza minoritaria.
Cuando fui educado por la Iglesia, ya siendo adulto, comprendí que aquéllo estaba mal. Y aunque la mayor parte del daño ya está hecho, hago grandes esfuerzos por controlarlo. De allí salió mi frase "soy racista, pero me da vergüenza".
Hago toda esta confesión pública para ilustrar lo difícil que es controlar la ira cuando uno ha sido educado en ella desde la más tierna infancia. A veces uno puede controlar sus palabras, puede restringirse físicamente para no golpear, pero es casi imposible resistir el rechazo atávico a un olor que penetra directamente a lo más primitivo del cerebro como si se tratara de carne podrida.
Me gustaría ofrecer un consejo fruto de mi experiencia, pero no creo poder hacerlo. Tuve la suerte de nacer débil, enfermizo y poco agraciado y eso me ha evitado las peores consecuencias físicas de la ira mal dirigida. A cambio, Dios me otorgó un cerebro privilegiado y ese es mi perdición y -pocas veces- mi salvación. Contra las reacciones instintivas de la amígdala, mi corteza gris dice "no seas estúpido". Me obligo a hacer el bien que no quiero ya que no puedo dejar de hacer el mal que quiero. Es un calvario. Ojalá existiera un exorcismo para sacar ese demonio de allá adentro, pero es imposible cuando el demonio es uno mismo.
Nota de fray Nelson: Difiero completamente de tu recomendación y por eso no la difundo.
Pediré la gracia de la salud para mi alma.
Gracias.
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