(67) Las Dos Calles: I.- Camino Ancho de Perdición
“… Vi dos caminos; un camino ancho, cubierto de arena y flores, lleno de alegría y de música y de otros placeres. La gente iba por ese camino bailando y divirtiéndose, llegaba al final sin advertir que ya era el final. Pero al final del camino había un precipicio espantoso, es decir, el abismo infernal. Aquellas almas caían ciegamente en ese abismo; a medida que llegaban, caían. Y eran tan numerosas que fue imposible contarlas.
Y vi también otro camino, o más bien un sendero, porque era estrecho y cubierto de espinas y de piedras, y las personas que por él caminaban tenían lágrimas en los ojos y sufrían distintos dolores. Algunas caían sobre las piedras, pero en seguida se levantaban y seguían andando. Y al final del camino había un jardín espléndido, lleno de todo tipo de felicidad y allí entraban todas aquellas almas. En seguida, desde el primer momento, olvidaban sus sufrimientos” (Santa Faustina, Diario, 153).
Me concedió el Señor lanzar una mirada imaginativa a lo ancho de esta primera mala calle, para edificación mía y vuestra. Y digo a lo ancho, que muy larga no era; que solamente comenzar a caminarla y ya se vislumbraba el rojo vivo del infierno a su final.
Sorprendióme la tranquilidad pasmosa de sus transeúntes, y pregunteme si aquellas gentes tendrían sangre de rumiante, que ninguno parecía preocupado por su destino, ni aun inquieto por cuanto se entreveía ardiendo al fondo de la calle.
Nada más pisar la acera salióme al paso un demonio, con intención de empujarme más adentro. Mas lo rechazó mi Ángel Custodio, y un chorreón de agua bendita con que le crucé la cara.
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Y cuánta gente, sin número: muchedumbres de laicos, solos, matrimonios, sacerdotes, frailes, monjes y monjas, prelados, catequistas, doctores en teología, gente de toda clase y confusión, en confusa caterva de ingenuos y despreocupados.
Y es que cualquiera vale para deambular olímpicamente por esta calle. Sólo se precisa resistir habitualmente la gracia y traspasar el arco ancho que da pie a sus adoquines.
La Anchurosa es vía que tanto espanta a los Ángeles de la Guarda, que mucho padecen por apartar a sus protegidos de su calzada; mucho me impresionó que, una vez traspasado su umbral, el llanto de la Virgen atravesaba el espacio, acompañando el crepitar de los clavos hendiéndose en la cruz del Señor, haciendo crujir de dolor divino todos los bosques madereros de la Tierra.
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Los había que se gozaban de traspasar la puerta ancha pervirtiendo su humildad y creyéndose con derecho estricto a misericordia. Estos eran los contables y notarios de las gracias de Dios, que no entendían el idioma de la gratuidad, y todo lo querían componer con saldo y débito.
La amplitud de la calle Anchurosa sobrecoge el ánimo por su vastedad, en que cabe todo. Iba observando el horizonte, rojo, como de llama y grito de demonio.
Y pronto fui descubriendo que los transeúntes no se apercibían de su existencia, que era como si no lo contemplasen o no lo quisiesen contemplar. Y cuando me dirigía a alertar a un individuo, me topé de frente con Don Escualo, doctor en teología disidente, que venía de impartir clase en el Instituto Católico.
Me estuvo relatando Don Escualo cómo está enseñando la inmanencia de Dios, el final de los sacramentos y la humanidad del Hijo, que no su divinidad, que es trola de curas según dice. Y no pudiendo sufrirlo, le dije:.
—Vade retro, Satanás.
Y al alejarme de él, no sin rezar por su conversión, me concedió mi Ángel Custodio tomar la esquina de La Anchurosa y contemplar la gran y terrible Bestia, arrastrándose, invisible a los peatones, husmeando almas humanas ansiosa de marcarlas en la frente, y hacerlas lacayas suyas.
—No te gustará lo que verás ahora, me dijo mi Ángel Custodio—. Y tras doblar la bocacalle en que andaba agazapada la Bestia, vino a mis ojos el rostro mortecino, mortalmente apático, de Doña Acedia.
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Doña Acedia llevaba detrás una gran muchedumbre de cristianos, todos sonrientes y en apariencia tranquilos:
—Quiero y no puedo—, decía uno.
—Mañana podré—, decía otro.
—Tendría que ponerme a orar, pero ya es tarde, mañana será otro día—, decía el que más decía; y todos conversaban de este tenor entre ellos, convenciéndose unos a otros de la feliz idea de hacer lo justito para no morir del todo.
Y ella les arropaba, y les miraba burlándose diciendo:
—Hijastros míos, no saben a dónde van a parar, pues me acompañan allí—, mas ellos no entendían la mofa, ni querían entenderla: –y Doña Acidia no les señalaba su destino, que entre excusas se lo ocultaba: un gigantesco rojo ardiente al fin de aquella vasta calle. Y levantaba horrorizado la mirada hasta las nubes negras, y oía el crepitar de los chirridos y los mordiscos de un condenado a otro, el rechinar de dientes oxidados y humeantes empujones de demonios.
Y me dije, como la Santa de Ávila: “«Paréceme que mil vidas pusiera yo para remedio de un alma de esas muchas que veía perder”
La Anchurosa pululaba de inquietos, trajinantes, ajetreados, almas de sofá… En el televisor en venta del escaparate, mientras desfilaban los andantes, con sus móviles oreja en mano, reproducían las torturas de los lobos humanos a los hijos de Dios, lanzando imágenes al vacío narcotizado de los transeúntes.
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Por La Anchurosa encontréme con él, y venía muy quejoso y enfadado de la Iglesia. Quiso comulgar y no pudo, que el sacerdote no le quiso dar. Y al pedirle explicación, no dudó en pavonearse de su tercer matrimonio, que él mismo declaró la nulidad de los dos primeros.
—¿Cómo podrías, entonces, comulgar al Señor?—le dije. Mi amigo incidió con ánimo belicoso en el atraso que supone no reconocer las nuevas situaciones matrimoniales.
—Es teología muy reciente y tolerante, me alegó, que en matrimonios sucesivos puede haber algo de matrimonio, imperfecto, pero matrimonio, y que ello no es impedimento para la indisolubilidad, que por otra parte es siempre intencional, por lo que dar de comulgar al recasado es obra de misericordia.
—Veo que has leído la entrevista al Cardenal germano— le dije—. Mas has de saber que si casado estuviste, adulterio cometiste. Y fue decirle y maldecirme, que se quedó muy disgustado. Y mientras se alejaba por La Anchurosa, me comprometió el Espíritu Santo a proclamar el engaño en que malvive ese pobre hombre, y no dejar de orar por él.
Quedé muy sorprendido de la sutileza de Satanás y su abundancia de servidores: demonios sin cuento, doctores de teología antropocéntrica, lobos humanos, politicántropos de a dos velas, una para Dios y otra para el Diablo; legisladores inicuos enemigos del nasciturus, grandes muchedumbres robotizadas y energúmenas.
Quise mostrarles esperanza, y que se dieran mediavuelta hacia el portón de la Calle Estrecha, y con este fin levanté en alto una cruz bendecida, invocando el Nombre del Señor. Mas fue girar la cabeza y ver la Cruz y huir todos despavoridos.
Los Siete Pecados Capitales iban rondando almas por el ancho de la calle, devorando voluntades y desvencijando entendimientos.
Los Siete Devoradores de Almas son Soberbia, Avaricia, Envidia, Ira, Lujuria, Gula y Pereza. A lo largo y ancho de la Calle iban husmeando debilidades, y abriendo sus fauces descomunales tragaban almas ilusas y voluntaristas por ciento. De manera especial gustaban de los derrochadores de dones, de los despreciadores de gracias, de los avalistas de sí mismos, de los comerciantes de mandamientos, que ponían la vida cristiana en rebajas, liquidación total.
Me espantó grandemente descubrir, agazapados en la oscuridad de las casapuertas, a los demonios haciendo contabilidad de los pecados de la gente, celebrando con risas estrepitosas las listas más numerosas, las caídas constantes de la gente; apuntando los nombres de los que parecían casos perdidos a sus ojos, que eran los más tibios, moderados y aguavinos. A los dadores de mal ejemplo acudían como moscas al cadáver, menesterosos de pudriciones y signos de reprobación.
Reíanse mucho también los malos espíritus de los que andaban buscando con sus propias fuerzas la Calle de la Estrechura, la que Cristo autorizó, que la buscaban por sí solos, y daba verdadera pena verlos, maleducados en el quiero y puedo y soy capaz, menospreciando la gracia constantemente; y así era triste de ver, y daba lástima, cómo se daban cabezazos contra la misma piedra, una y otra vez.
Y el Señor me dio comprender que orando insistentemente por ellos podría iluminar a algunos, y así dejaran de estrellarse contra sí mismos, y se arrojaran a los brazos de Dios, a mendigar su gracia, y con su eficaz ayuda salir de esta Calle.
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CONTINUARÁ
11 comentarios
Lo que ya la Didajé y la Carta del Pseudo-Bernabé y otros Padres apostólicos catequizaban describiendo ambos caminos, (lo siento, mucho mejor que santa Faustina), usted lo ha convertido en imagen tridimensional, horrorosa, como los cuadros del Bosco o la brutal realidad de Valdés Leal.
Sus descripciones, acertadas, ahondan en el camino Anchuroso. Me sorprende gratamente cómo capta la indiferencia absoluta de quienes por esa avenida transitan; apatía; acedia; mortal aburrimiento; cerrazón a la gracia y a vivir...
Agrada un lenguaje tan cuidado, tan imaginativo. Estoy convencido de que la fe y la belleza van unidas, no así la fe y lo zafio, la fe y lo vulgar, la fe y el populismo, la fe y lo chabacano. Leía a Bouyer para un trabajo y encontré una cita que no puedo estar más de acuerdo: "La crisis de la Iglesia hoy es una crisis de cultura y de espiritualidad". Usted al escribir ofrece ambas: cultura y espiritualidad. Siga.
Un abrazo
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A.G.:
Gracias por sus palabras. Los cuadros del Bosco, o de Brueghel, como ve, y se ha dado cuenta, los tengo muy presentes.
Es verdad, los peatones de la Calle Anchurosa viven como si no pasara nada, indiferentes al destino letal que les espera, si continúan resistiendo las gracias del Señor.
Como bien dice, fe y belleza deben ir unidas. Buena lectura, la suya: Bouyer es un tipo muy inteligente que sabe lo que dice.
Un abrazo
La sensación que queda al leer posts así es que uno está leyendo un clásico de la espiritualidad cristiana con una calidad literaria notable.
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A.G.:
Así es, amigo mío, todo consiste en gracia, que el Señor derrama, porque es bueno, y da el ciento por uno. Gloria a Dios.
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A.G.:
Muy cierto, amigo Rexjhs, predicar el peligro del infierno y del demonio es importante, porque como dice Gaudium et Spes, estamos en guerra contra el poder de las tinieblas.
Eso es, hay que rogar al Señor diariamente que no nos deje caer. Gracias al Señor, que te iluminó y te convirtió con su gracia. Él te apartará siempre de esa autopista, si se lo pides con humildad y en María.
Gracias, y un abrazo
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A.G.:
Me alegro mucho, Joaquín. Gloria a Dios.
¡Huele a Lewis, hombre! Todo un placer para el alma sedienta de bien, verdad y belleza.
Gracias de todo corazón.
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A.G:
Gracias Mª Virginia. Gloria a Dios.
"Quise mostrarles esperanza, y que se dieran mediavuelta hacia el portón de la Calle Estrecha, y con este fin levanté en alto una cruz bendecida, invocando el Nombre del Señor."
Puedo ver a San Juan de Ávila en esa escena. Le pusiste una imagen nítida a la voz de la Iglesia (al menos como yo la escucho) a lo largo de esta Cuaresma. Que Dios me dé la gracia de responder, y librarme de las fauces devoradoras de Doña Acidia.
Espero la segunda parte. Por cierto, por esa armonía del Espíritu Santo que hace entrar en sintonía a los miembros del Cuerpo de Cristo, hoy el Papa dijo algo en esta línea también:
«la mundanidad trasforma las almas, hace perder la conciencia de la realidad: viven en un mundo artificial, hecho por ellos… La mundanidad anestesia el alma. Y por esta razón, este hombre mundano, no era capaz de ver la realidad... Pero Jesús, en la Última Cena, en la oración al Padre, ¿qué ha rezado? ‘Pero, por favor, Padre, custodia a estos discípulos, para que no caigan en el mundo, para que no caigan en la mundanidad’. Es un pecado sutil, es más que un pecado: es un estado pecador del alma.»
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A.G.:
Gracias, amigo Feri del Carpio Marek, por encontrarme la cita de santa Faustina!
Las palabras del Papa, sin duda, en sintonía. Gracias por la buena cita.
Pidamos al Señor la gracia de permanecer por la calle Estrecha, hasta la meta final, si Él nos lo concede.
Gracias amigo y un abrazo
Yo temo a la acedia porque viene en silencio y logra lo que desea poco a poco, dejando el alma inerme. La acedia carcome el brío que la Gracia y el Espíritu Santo nos confieren. Es terrible.
Le comunico que estoy leyendo el libro que me recomendó de Robert Spaemann: "El rumor inmortal". Spaemann es un filósofo y, seguramente, tendré que leerlo varias veces, pero tiene párrafos extraordinarios cuya lectura necesita reflexión después de sorprender al lector. Cumple a la vez con aquello que es necesario, tanto a la religión como a la filosofía: el asombro. ¡Ay del que haya perdido esa capacidad! Por ahí entra la acedia. Asombrémonos, pues, maravillémonos, para que la Gracia actúe en nosotros ayudándonos a caminar por el camino estrecho hacia la Luz Eterna. Los que caminan por el camino ancho y corto no se maravillan, sólo gozan confundiendo el gozo con la felicidad a la que estamos destinados.
¡Gloria a Dios!
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A.G.:
Palas Atenea, gracias por su comentario. La Acedia se ha de combatir con oración de petición, pidiendo al Señor con insistencia nos infunda un potente deseo de perfección.
Sabía que iba a agradarle mucho Spaemann. Tiene pasajes densos de leer, pero es muy rico en ideas, vale la pena el esfuerzo, porque es edificante, y proporciona buena doctrina.
Ya me irá contando.
Me encuentro como una mas por La Anchurosa y se me ha quedado el alma desangelado. No arrancaba ni a rezar...
Luego he reaccionado al recordar que, siempre que he tirado por esa calle, me he encontrado con "infiltrados" del Señor, quienes me han explicado que ese no es mi sitio y por donde tenía que ir.
Espero que, en la segunda parte, nos cuentes como es esa otra calle por la que tenemos que volver a Dios, con su ayuda.
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A.G.:
Martina, no hay que sentirse fatal, sino animados a un mayor deseo de perfección. Dios nos hace sentir nuestra debilidad, porque quiere darnos gracias de perfección. Es un regalo del Señor sentir que no podemos. El aborrecimiento del pecado y el deseo sobrenatural de estrechura es don divino, que por nosotros, nada de nada.
Pronto publicaré la segunda parte de esta calle, y luego la buena, la estrecha.
Saludos y muchas gracias.
Te bendiga y a los tuyos grandemente.
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A.G.:
Gloria a Dios, Maricruz.
Y recordemos, ante el mundo....¡Soltura!
Santidad o muerte.
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A.G.:
Muchas gracias. ¡Gloria a Dios!
Doy gracias a Dios por el bien que te da hacer, Alonso.
¡Cuánto nos da a algunos crecer con vosotros! Su misericordia es infinita...
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A.G.--
Hablas bien, María, con sello católico: hacemos lo que el Señor nos da hacer.
Gracias, y ¡gloria a Dios!
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