La Palabra del Domingo - 9 de febrero de 2020
Mt 5, 13-16
“13 Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. 14 Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. 15 Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. 16 Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.”
COMENTARIO
Lo que somos y lo que podemos llegar a ser
Sal. Luz. Celemín.
Con tales palabras define a la perfección Jesús qué somos pero, por desgracia, no lo que podemos ser o llegar a ser.
Es bien cierto que Jesús, cuando vino al mundo, cuando fue enviado por el Padre para que se cumplieran todas las sílabas de Su Ley, alimentó el corazón de aquellas personas que le escuchaban y supieron entender lo que decía y, ahora mismo, hace otro tanto con otros millones de personas.
Así, Jesucristo convirtió a sus discípulos en seres humanos que, como los demás, habían conocido al Mesías y, por tanto, no podían seguir actuando igual como, hasta entonces, habían actuado. Debían cambiar el corazón y pasarlo a tener de carne y no de piedra, ser misericordiosos, perdonar al ser ofendidos, etc.
Eso suponía que los discípulos de Cristo sólo podían ser sal y sólo podían ser luz. Y eso quería decir, en primer lugar, que debían ser, entre los sus prójimos, como el alimento espiritual que enriquece la existencia y la pone al servicio de Dios y del más cercano. Además, debían servir de faro, iluminar, en fin, el camino de todos aquellos que no encontraban la senda hacia el definitivo Reino de Dios. Ser, en suma, luz.
Es fácil, pues, entender, lo que quiere Jesús.