Por la libertad de Asia Bibi y Youcef Nadarkhani.
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Cristo murió por todos pero no para que todos se salven sino para que lo hagan quienes crean en Él y actúen en consecuencia con tal pensamiento y creencia.
Crucifixus etiam pro nobis
(Por nuestra causa fue crucificado)
Atormentada el alma, el cuerpo demudado de espanto,
vuelto el rostro hacia Dios y su espíritu ansioso, ya, por hallarlo,
llega Jesús al Calvario, monte Gólgota llamado,
lugar donde se designó fuera crucificado.
Ya se tumba sobre el madero, sobre la cruz estirado;
ya coloca, a ambos lados, sus martirizados brazos.
Avanzando, sin espera, para cumplir la sentencia,
clavan con saña las manos a la sufrida madera,
clavándole los pies cerca de la ensangrentada tierra.
A su lado dos ladrones esperan la muerte cierta.
No conformes con el agravio que le estaban infiriendo
el ropaje se reparten despojándolo de su dueño,
dejando el cuerpo de Cristo de las vestiduras desprovisto,
incrementando la desvergüenza de tan grande sacrilegio.
Cuelga del central madero cartel para su escarnio,
nombrándolo de los judíos rey para reírse de tal cargo,
porque no quiso Pilatos modificar lo que había dicho
en un infausto momento, acobardado y vencido.
Queriendo Cristo llegar hasta el último momento,
entregado a su futuro y sin limitar el tormento
rechaza el bebedizo para el dolor mitigado,
no acepta aquella mirra que le ofrece aquel soldado,
mas pronuncia ese ruego a su padre destinado:
¿por qué me has abandonado?; sabido ya que antes,
en Gethsemaní orando, entregó la vida a su Dios,
que fuera lo que su voluntad hubiera pensado.
Llevado de ese amor que en vida había atesorado
perdona a los criminales que muerte le estaban dando,
creía, y lo decía, que ignoraban su trabajo,
que la misericordia del Padre también llegase a esas manos,
que no les tuviera en cuenta el cumplimiento de lo mandado.
Como ni el más malvado de los acusados el tránsito hace solitario,
ni es abandonado por todos los que quieren recordarlo,
a los pies de sus maderos sufren Juan, el más amado,
y su madre inmaculada conocida por María.
Encomienda la vida del amigo a quien más amó Cristo,
entrega, como testigo y transmisor de su vida,
a quien tanto quiso el Hermano, que se hicieran compañía,
que pasaran juntos los tiempos que de su vida les quedara.
Apenas sin fuerza o resuello, ahogados los pulmones,
dejado su cuerpo caer hacia el corazón del cielo,
siente llegado el momento de su final terreno,
de partir hasta encontrarse en el de su padre Reino,
a interceder por los hombres que dejaba en aquel suelo.
Dejando en manos de Dios el más santo espíritu hecho
se rasga el velo del Templo dando a entender el duelo
y viendo como el centurión, que vio el acontecimiento,
dijera a voz por dentro que era, de Dios, el hijo verdadero.
Ya vienen a quebrarle las piernas para dar final bien cierto,
para no prolongar la agonía de tan lacerado cuerpo,
por ser la tradición de tan bárbaro tormento.
Mira el verdugo e inquiere, mente insana, sangrante flagelo,
y le clava la lanzada en el costado derecho
para que se cumpla la Escritura de no romper ningún hueso.
Ha muerto ya el más justo, para seguir viviendo.
Cristo muere. Y lo hace de forma consciente o, lo que es lo mismo, no niega su muerte ni se opone a ella. Ya había dicho en Gethsemaní que debía cumplirse la voluntad de Dios (cf. Lc 22, 42) y eso es lo que hace.
La voluntad de Dios era, además, la que consiste en poner en práctica la misericordia. También hace eso Cristo cuando, estando en la cruz no hizo como, por ejemplo, hacían los otros dos ladrones que, humanamente lógico, se quejaban de su situación. Muy al contrario, Jesús (cf. Lc 23, 34) pide a Dios el perdón para aquellos que lo están matando porque, en efecto (por su ceguera de corazón) no saben lo que hace. Y así pone sobre la mesa cómo debemos actuar sus discípulos a los que, en la persona del amado Juan, nos dio a su Madre como Madre nuestra.
La muerte de Jesucristo es algo más que una muerte. Con ella se procura, para toda la humanidad que quiera aceptar a Cristo, la salvación eterna y, a partir de ella, el ser humano puede llamar Padre a Dios con unas consecuencias mucho más contundentes a como podía llamarlo un pueblo que tantas veces lo había traicionado.
Jesús muere y, por eso mismo, aquellos que, por miedo a los judíos se escondieron o aquellos discípulos que volvían hacia Emaús discutiendo sobre lo que pocos días antes había pasado, no supieron (velados tenían los ojos o el corazón) ver la verdad de la cruz y la importancia de aquella sangre que había derramado su Maestro.
Sin embargo, con aquella muerte se abrió la puerta de la eternidad y nosotros, los que contemplamos absortos ante tan enorme gracia de Dios lo que Cristo consintió que se la hiciera no deberíamos permitir que el demonio mudo nos dominara porque, como dice San Josemaría (Amigos de Dios, 188) “Si el demonio mudo se introduce en un alma, lo echa todo a perder; en cambio, si se le arroja fuera inmediatamente, todo sale bien, somos felices, la vida marcha rectamente: seamos siempre salvajemente sinceros, pero con prudente educación.”
¿Hay algo más sincero, más franco, que reconocer que Cristo murió en la cruz por nosotros y que lo aceptamos como hermano, como Mesías, como Dios?
Gracias Jesucristo por haber mirado a la muerte cara a cara y haber vencido al Mal.
Eleuterio Fernández Guzmán
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