Juan Pablo II Magno - Emigración
Serie “Juan Pablo II Magno“
“El hombre tiene derecho a abandonar su país de origen por varios motivos –como también a volver a él- y a buscar mejores condiciones de vida en otro país”.
En la encíclica Laborem exercens, concretamente en el número 23 de la misma, hace, Juan Pablo II Magno, todo un itinerario de la vida de muchas personas que, por las más diversas razones, se ven obligadas a abandonar su nación de origen y caminar (metafóricamente, claro) hacia otros lares y lugares.
Por eso, como muchas de las personas que emigran pueden encontrarse, por diversas causas, con problemas en las naciones de destino, convenía que el Papa polaco manifestase la necesidad de lo siguiente:
“Los emigrantes han de ser tratados siempre con el respeto debido a la dignidad de toda persona humana. A este principio ha de supeditarse incluso la debida consideración al bien común cuando se trata de regular los flujos emigratorios. Se trata, pues, de conjugar la acogida que se debe a todos los seres humanos, en especial si son indigentes, con la consideración sobre las condiciones indispensables para una vida decorosa y pacífica, tanto para los habitantes originarios como para los nuevos llegados” (Jornada Mundial de la Paz, 2001)
Y, por lo tanto, la Iglesia no puede permanecer indiferente ante el flujo migratorio. Por eso dice que “En la Iglesia nadie es extranjero, y la Iglesia no es extranjera para ningún hombre y en ningún lugar. Como sacramento de unidad y, por tanto, como signo y fuerza de agregación de todo el género humano, la Iglesia es el lugar donde también los emigrantes ilegales son reconocidos y acogidos como hermanos” (palabras pronunciadas en la Jornada Mundial del Emigrante de 1995)
Para demostrar esto último, la Iglesia fundada por Cristo tiene como ejemplo a su mismo fundador: “En Jesús, Dios vino a pedir hospitalidad a los hombres (…) Llegó a identificarse con el extranjero que necesita amparo: ‘Era forastero y me acogisteis’ (Mt 25: 35) Al enviar a sus discípulos en misión, les asegura que la hospitalidad que reciban le atañe personalmente: ‘El que os acoge a vosotros, a Mí me acoge; y el que me acoge a Mí, acoge a Aquel que me envío’ (Mt 10: 40) (Jornada Mundial del Emigrante, 2000)
Y es que ningún cristiano, como ejemplo de lo hecho y dicho por Jesucristo, puede permanecer aislado del mundo porque es del mundo.
Por eso “Los cristianos, cada vez más arraigados en Cristo, deben esforzarse por superar toda tendencia a encerrarse en sí mismos, y aprender a discernir en las personas de otras culturas la obra de Dios. Sólo un amor auténticamente evangélico será suficientemente fuerte para ayudar a las comunidades a pasar de la mera tolerancia, en relación con los demás, al respeto real de sus diferencias. Sólo la gracia redentora de Cristo puede hacernos vencer este desafío diario de transformar el egoísmo en generosidad, el temor en apertura y el rechazo en solidaridad” (Jornada Mundial del Emigrante, 2003)
Tres aspectos, muy importantes, destaca Juan Pablo II Magno en los que podemos caer en nuestra relación con los emigrantes:
1.-El egoísmo
2.-El temor
3.-El Rechazo
Y tales formas de comportamiento han de quedar alejadas, lo más posible, de todos aquellos que nos hacemos llamar cristianos. Y esto ha de ser así porque la generosidad en la que se debe transformar el egoísmo es la generosidad que mostró Cristo en su vida pública; la apertura en la que ha de transformarse el temor es la apertura hacia los desconocidos que mostró Cristo en su vida de apostolado y, por último, el rechazo que se ha de transformar en solidaridad es la caridad que mostró Cristo hacia los más desfavorecidos de su tiempo.
Y, para que todo esto puede llevarse a cabo existe, hay, un ámbito perfecto que sirve de, digamos, acicate en el cumplimiento de tales obligaciones cristianas: la parroquia.
Por eso, en un momento de la Jornada Mundial del Emigrante de 2002 dijo que “La parroquia representa el espacio en el que puede llevarse a cabo una verdadera pedagogía del encuentro con personas de convicciones religiosas y culturas diferentes. En sus diversas articulaciones, la comunidad parroquial puede convertirse en lugar de acogida, donde se realiza el intercambio de experiencias y dones, y esto no podrá por menos de favorecer una convivencia serena, previniendo el peligro de tensiones con los inmigrantes que profesan otras creencias religiosas”
Y es que, en materia de emigración, bien podría decir Juan Pablo II Magno que él, también, era uno de ellos.
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