Juan Pablo II Magno - Dios Padre
Es cierto que, como dice san Juan en su evangelio “A Dios nadie le ha visto” (Jn1:18) Sin embargo, a lo largo de la historia de la humanidad, su semejanza, ha habido pruebas más que suficientes de su indudable existencia que Juan Pablo II Magno apreció y sintió a lo largo de su vida.
Por eso, dice que “No obstante, mediante” la “revelación de Cristo conocemos a Dios, sobre todo en su relación de amor hacia el hombre: en su ‘filantropía’. Es justamente ahí donde ‘sus perfecciones invisibles’ se hacen de modo especial ‘visibles’, incomparablemente más visibles que a través de todas las demás ‘obras realizadas por él’ (Carta Encíclica Dives in misericordia 2)
Y es que Dios, como Padre y Creador, ha supuesto para el Papa polaco un apoyo que, unido a la figura humana de Cristo (Dios hecho hombre) lo condujo en su devenir por el mundo, en su peregrinación por la tierra hasta que subió a la casa del Padre.
Así, y dentro del comportamiento que, como cristianos, hemos de seguir, reconoce Juan Pablo II que “Dios nos ha creado para compartir su misma vida; nos llama a ser sus hijos, miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo, templos luminosos del Espíritu del Amor. Nos llama a ser suyos; quiere que todos seamos santos” (Jornada Mundial de la Juventud, Roma 2000)
Y tal santidad, a pesar de que pueda pensarse que sólo es alcanzable por personas virtuosas (que es cierto), es “la esencial herencia de los hijos de Dios”. Consiste “en cumplir la voluntad del Padre en cada circunstancia de la vida. Es el camino maestro que Jesús mismo nos ha indicado” (por los dos entrecomillados, Jornada Mundial de la Juventud, Czestochowa, 1991)
De aquí que su ejemplo fuera, precisamente, el de llevar a la práctica la doctrina de Cristo y, por tanto, la voluntad de Dios. Pensemos, por ejemplo, que cuando perdonó a Ali Agca, que intentara matarlo, sólo estaba ejercitándose como cristiano consciente de que lo era. No hacía, pues, otra cosa, sino llevar a la práctica la misericordia como rasgo esencial de Dios.
Al fin y al cabo, de lo dicho se infiere que “Toda la vida del cristiano es como una peregrinación hacia la casa del Padre, del cual se descubre cada día su amor incondicionado por toda criatura humana /…/ Esta peregrinación afecta a lo íntimo de la persona, prolongándose después a la comunidad creyente para alcanzar la Humanidad entera” (Carta apostólica Tertio millennio adveniente, de 1994, en su punto 49)
Con esto nos indica, por una parte, que descubrir el amor que Dios Padre tiene por nosotros ha de tener reflejo en nuestra vida, en nuestra relación con el prójimo (a quien hemos de amar como a nosotros mismos); por otra parte, esto supone que no somos islas, que no estamos aislados en el mundo. Como cristianos formamos una comunidad de creyentes y somos, por eso, piedras que, con nuestra aportación, damos forma a la Esposa de Cristo.
Además, nos recuerda que “La dimensión natural y la relación con Dios no son dos aspectos yuxtapuestos; al contrario, están unidos tan íntimamente como la verdad sobre el hombre y la verdad sobre Dios” (Discurso de Juan Pablo II Magno a la Rota Romana de 2003)
Y es que en la Carta Encíclica Sollicitudo rei socialis (1987) especifica la necesaria conciencia que hemos de tener sobre nuestra filiación divina y lo que tal realidad espiritual significa para nosotros: “La conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los hombres en Cristo, hijos en el Hijo, de la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo, conferirá a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criterio para interpretarlo” (SRS 40)
Por tanto hay, por una parte, que reconocer (es decir volver a conocer en cuanto ya conocemos que somos seres humanos) en nosotros la huella que Dios ha dejado en nuestra vida y, luego, por otra parte, llevar tal realidad a nuestra relación con los demás. Hacer sentir que, efectivamente, como hombres y como mujeres o, simplemente, como aquel ser que Dios llamó “hombre”, somos amados por Quien nos creó.
Y sobre esto, es decir sobre la relación existente entre el hombre y la mujer y Dios Padre, en su Carta apostólica Mulieris dignitatem dejó dicho que “El hombre, tanto varón como mujer, es una persona y, por consiguiente, ‘la única criatura sobre la tierra que Dios ha amado por sí misma’; y, al mismo tiempo, precisamente esta criatura única e irrepetible ‘no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás’ (MuD 10)
Podemos ver, por tanto, que Juan Pablo II Magno tuvo con Dios una verdadera relación Padre-hijo y que, mediante ella, se prodigó en difundir, allende los mares y continentes, la necesidad de comprensión de tal realidad espiritual.
Para el que vino de la otra parte del telón de acero, considerarse hijo de Dios era un signo evidente de la entrega de la criatura a Su Creador. Por eso siempre recorrió el mundo, allende los mares y los continentes, desde su residencia romana, con intención de transmitir, sobre todo, el Amor total de Dios hacia el hombre para que su semejanza comprendiera que a través del Hijo conocimos al Padre; que a través del Espíritu Santo y sus mociones, nos conducimos en el camino recto hacia el definitivo Reino de Dios; que a través de Dios mismo nos sentimos parte de un proyecto que, aunque nos sobrepase, es, también, nuestro.
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