J.R.R. Tolkien - Ventana a la Tierra Media – 1,4,2,1,1
No. Que nadie crea que el título del artículo de hoy tiene que ver con alguna fórmula matemática o algo por el estilo. No. Más que eso tiene que ver, en todo caso, con un fórmula de supervivencia de la Tierra Media.
Todo esto tiene que ver con el Concilio de Elrond y con las consecuencias de este, la menor de las cuales no es, precisamente, la constitución de la Compañía del Anillo, nombre que, por cierto, da título a la primera parte de El Señor de los Anillos.
Seguramente, más de un lector habrá averiguado que nos referimos a los integrantes de la citada Compañía, a saber:
1 – Por Gandalf, un mago.
4 – Por los Hobbits que allí están: Frodo, Sam, Merry y Pippin
2 – Los hombres que participan: Aragorn y Boromir
1 y 1 – Representantes de las otras razas: Légolas, llamado Hojaverde, por los Elfos y Gimli, por el aguerrido grupo de los enanos.
También es posible que alguien pueda decir que esto no tiene sentido alguno y que esto no son más que ganas de escribir de lo que sea… Y sí, son ganas de escribir de lo que sea… importante.
Sin embargo, vamos a ver como aquí, aquí tampoco, lo que pasa es producto de la casualidad sino, exactamente, de una elección superior, más que superior.
Cuando los Istari fueron enviados a la Tierra Media no lo fueron para que se pasearan por ella y gozaran de la creación de Eru y de los que cantaron cantos en su día.
En realidad, la misión que debían cumplir era, en un sentido más que cierto, proteger el devenir de aquella tierra mancillada y oprimida por el Mal que, en su día, quizá no lo fuera pero que el ansia de poder desmedido convirtió en lo que nunca debió ser.
Pues bien, la intervención de Gandalf en todo esto ni es por casualidad (aquí, como en todo lo relacionado con Dios, ni interviene la misma ni se le espera…) ni se puede esperar que lo sea. Y no es porque, como decimos, fue enviado con los demás Istari a la Tierra Media a cumplir algo y, además, aceptó a la perfección la misión que se le había encomendado.
Aquel mago, con su aspecto de anciano pero con una agilidad muy alejada de aquella apariencia, sabe en todo momento dónde es necesario y allí acude. Y lo hace, por ejemplo, al Concilio de Elrond porque él también quiere conocer mucho y más sobre el Anillo Único y, sobre todo, quiere que se destruya porque sabe que su influencia no es nada benéfica sino, al contrario, más que maléfica. Y, aunque intuimos que hay razones mucho más profundas… en fin, a nosotros nos basta y sobra con lo elemental, básico y necesario, si ustedes nos entienden…
Por otra parte, que Mithrandir esté ansioso por formar parte de la Compañía del Anillo es, sin duda, un deber pero creemos que también es algo gozoso para quien proteger es, seguramente, uno de sus más arduos deseos y ello lo demuestra no una sino muchas y más veces. Por eso está encantado (algo propio de un mago, por cierto) con todo aquello y por eso presta algo más que atención en tal Concilio.
En realidad, que los Hobbits aparezcan aquí tiene más razón de ser de lo que pudiera parecer. Y es que La Comarca, digamos que como ejemplo de hábitat de estos, había sido un lugar idílico desde que allí se afincaron esta simpar raza de la Tierra Media. Sin embargo, además de que ellos ignoraban que estaban siendo protegidos por otras razas más fuertes, lo bien cierto es que había llegado el momento de poner de su parte lo que estos, poco, intrépidos, intrépidos, personajes tuvieran que poner.
Y eso es lo que hacen cada uno de ellos. Y es que es más que conocida y gozada la intervención de nuestros cuatro medianos en todo este embrollo de la Guerra del Anillo y, en fin, del final que tuvo la misma que es, como poco, de agradecer al autor de las páginas de las que con tanto gusto hablamos y escribimos.
Frodo, el portador del Anillo, sabía de las dificultades de su misión pero no se arredró ni se vino abajo; Sam, sirviendo a su amo (como aquí se dice) hizo lo que tuvo que hacer porque luchaba para que el bien triunfase en el mundo; y, por último, Merry y Pippin para nada iban a dejar sólo a Frodo y, además de pensar mucho en sus almuerzos, varios y, en fin, en sus colaciones, no podemos negar que también cumplen su parte de misión y que lo hace sobradamente preparados para la misma por mucho que ni ellos mismos pudiesen creer eso. Por eso, ver, verlos, comiendo tan tranquilos subidos en las ruinas de Isengard cuando llegan los demás y aprecian el “disgusto” de Gimli (que tan mal lo había pasado) ante aquella imagen tan caricaturesca… en fin, no dirán ustedes que no es para esbozar una sonrisa más que grande y agradecer otra muestra de humor (que hay varias, de ironía… también) reflejada por J.R.R Tolkien.
Por otra parte, los hombres, aquí Aragorn (o Trancos) y Boromir no pueden hacer otra cosa que lo que hacen. Y es que la vida de sus tierras, sus mundos particulares, están en juego en aquello del Anillo Único. Saben, por tanto, que son representantes de una raza crucial en la vida, entonces presente pero, también, futura de la Tierra Media y no pueden más que luchar al lado de aquella abigarrada y entrañable Compañía.
Sí, es cierto que Boromir tuvo la tentación de quitar el Anillo Único a Frodo pero, en fin, eran cosas que, a lo mejor, no podía evitar. Y no podía porque creía, equivocadamente, que podía hacer el bien con semejante artilugio del Mal y, al fin y al cabo, una equivocación la puede tener cualquiera. Y, además, en su caso, su épica muerte defendiendo a Merry y Pippin le valen, por nuestra parte y en lo que pueda servir, el perdón a su intento…
¿Y Aragorn?
Este hombre, como sabemos, tenía algo mucho más crucial en su propia vida que poner en la balanza del hacer o no hacer. Y es que era el trigésimo heredero de Isildur en línea directa y eso, además de hacerlo responsable de sus actos mucho más que a cualquier otro hombre, le obligaba a poner todo de su parte para recuperar el reinado que, por historia y derecho, le pertenecía.
Que haga todo lo posible, este dúnedain, hasta llamar a los muertos (a su Ejército) a que luchasen en favor del Bien, era de esperar y, en su caso, más que obligado. Y, aunque en otro momento hablaremos más detenidamente de este hombre (porque bien lo merece) dejémoslo ahí, gozando, con Arwen, de su bien merecido Reino.
Nos quedan dos personajes que, por muy extraño que pudiera parecer (por la historia y devenir de sus razas) llegan a ser verdaderos amigos. Y nos referimos al Elfo Légolas y al Enano Gimli.
Aparentemente, son los personajes a los que no podíamos imaginar llegar a ser lo que son en la obra de Tolkien padre. Es decir, a luchar hombro con hombro en cada uno de los enfrentamientos en los que los pone el profesor de Oxford. Y ahí surge, como para romper estereotipos, la amistad entre ellos. Tal es así la amistad que uno a otro se prometen, de salir vivos de aquello, visitar cada tierra de cada cual en agradecimiento mutuo.
No podemos negar que J.R.R. Tolkien quiso mostrar que hasta los más, en principio, adversarios, pueden llegar a romper las barreras que los separan si hay una razón poderosa que los lleve por los caminos de la Tierra Media. Y eso es lo que pasa con Hojaverde y con el hijo de Glóin los cuales, teniendo por bandera el honor y el destino, no cejan en su intención de formar parte de la Compañía del Anillo con todas sus consecuencias.
No es poco cierto, podemos decir, que esta Compañía, vital en la solución del intríngulis del Anillo Único, muestra muchas cosas y muchas formas de hacer bien las cosas. Y es que, al fin y al cabo, el Bien ha de salir victorioso frente al Mal. Aquí y siempre.
Eleuterio Fernández Guzmán - Erkenbrand de Edhellond
Panecillos de meditación
Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.
Panecillo de hoy:
Hay mundos que, sin duda alguna, nos llevan más lejos del que vivimos, nos movemos y existimos.
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Para leer Fe y Obras.
Para leer Apostolado de la Cruz y la Vida Eterna
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