Serie "De Resurrección a Pentecostés"- III. Aparición de Jesucristo. 3 – El descreído Tomás
Antes de dar comienzo a la reproducción del libro de título “De Resurrección a Pentecostés”, expliquemos esto.
Como es más que conocido por cualquiera que tenga alguna noción de fe católica, cuando Cristo resucitó no se dedicó a no hacer nada sino, justamente, a todo lo contrario. Estuvo unas cuantas semanas acabando de instruir a sus Apóstoles para, en Pentecostés, enviarlos a que su Iglesia se hiciera realidad. Y eso, el tiempo que va desde que resucitó el Hijo de Dios hasta aquel de Pentecostés, es lo que recoge este libro del que ahora ponemos, aquí mismo, la Introducción del mismo que es, digamos, la continuación de “De Ramos a Resurrección” y que, al contrario de lo que suele decirse, aquí segundas partes sí fueron buenas. Y no por lo escrito, claro está, sino por lo que pasó y supusieron para la historia de la humanidad aquellos cincuenta días.
“Cuando Jesucristo murió, a sus discípulos más allegados se les cayó el mundo encima. Todo lo que se habían propuesto llevar a cabo se les vino abajo en el mismo momento en el que Judas besó al Maestro.
Nadie podía negar que pudieran tener miedo. Y es que conocían las costumbres de aquellos sus mayores espirituales y a la situación a la que habían llevado al pueblo. Por eso son consecuentes con sus creencias y, por decirlo así, dar la cara en ese momento era la forma más directa para que se la rompieran. Y Jesús les había dicho en alguna ocasión que había que ser astutos como serpientes. Es más, había tratado de librarlos de ser apresados cuando, en Getsemaní, se identificó como Jesús y dijo a sus perseguidores que dejaran al resto marcharse.
Por eso, en tal sentido, lo que hicieron entonces sus apóstoles era lo mejor.
Aquella Pascua había sido muy especial para todos. Jesús se había entregado para hacerse cordero, el Cordero Pascual que iba a ser sacrificado para la salvación del mundo. Pero aquel sacrificio les iba a servir para mucho porque el mismo había sido precedido por la instauración de la Santa Misa (“haced esto en memoria mía”, les dijo el Maestro) y, también, la del sacerdocio a través del Sacramento del Orden. Jesús, pues, el Maestro y el Señor, les había hecho mucho bien tan sólo con arremangarse y lavarles los pies antes de empezar a celebrar la Pascua judía. Luego, todo cambió y cuando salieron Pedro, Santiago y Juan de aquella sala, en la que se había preparado la cena, acompañando a Jesús hacia el Huerto de los Olivos algo así como un gran cambio se había producido en sus corazones.
Pero ahora tenían miedo. Y estaban escondidos porque apenas unas horas después del entierro de Jesús los discípulos a los que había confiado lo más íntimo de su doctrina no podían hacer otra cosa que lo que hacían.
De todas formas, muchas sorpresas les tenía preparadas el Maestro. Si ellos creían que todo había terminado, muy pronto se iban a dar cuenta de que lo que pasaba era que todo comenzaba.
En realidad, aquel comienzo se estaba cimentando en el Amor de Dios y en la voluntad del Todopoderoso de querer que su nuevo pueblo, el ahora elegido, construyera su vida espiritual sobre el sacrificio de su Hijo y limpiara sus pecados en la sangre de aquel santo Cordero.
Decimos, pues, que todo iba a empezar. Y es que desde el momento en el que María de Magdala acudiera corriendo a decirles que el cuerpo del Maestro no estaba donde lo habían dejado el viernes tras el bajarlo de la cruz, todo lo que hasta entonces habían llevado a sus corazones devino algo distinto.
El caso es que los apóstoles y María, la Madre, habían visto cómo se abría ante sí una puerta grande. Era lo que Jesús les mostró cuando, estando escondidos por miedo a los judíos, se apareció aquel primer domingo de la nueva era, la cristiana. Entonces, los presentes (no estaba con ellos Tomás, llamado el Mellizo) se asustaron. En un primer momento no estaban seguros de lo que veían pudiese ser verdad. Aún no se les habían abierto los ojos y su corazón era reacio en admitir que su Maestro estaba allí, ante ellos y, además, les daba la paz y les hablaba. Todos, en un principio, actuaron como luego haría Tomás.
Todo, pues, empezaba. Y para ellos una gran luz los iluminaba en las tinieblas en las que creían estar. Por eso lo que pasó desde aquel momento hasta que llegó el día de Pentecostés fue como una oportunidad de acabar de comprender (en realidad, empezar a comprender) lo que tantas veces les había dicho Jesús en aquellos momentos en los que se retiraba con ellos para que la multitud no le impidiese enseñar lo que era muy importante que comprendieran. Pues bien, entonces no habían sido capaces de entender mucho porque su corazón no lo tenían preparado. Ahora, sin embargo, las cosas iban a ser muy distintas. Y lo iban a ser porque Jesús había confirmado con hechos lo que les había anunciado con sus palabras y cuando le dijo a Tomás que metiera su mano en las heridas de su Pasión supieron que no era un fantasma lo que estaban viendo sino al Maestro… en cuerpo y alma.
Sería mucho, pues, lo que pasaría en un tiempo no demasiado extenso desde que el Hijo de Dios volvió de los infiernos hasta que el Espíritu Santo iluminara los corazones y las almas de los allí reunidos. Era, pues, aquello que sucedió entre Resurrección y Pentecostés.”
III. Aparición de Jesucristo. 3 – El descreído Tomás
“Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: ‘Hemos visto al Señor.’ Pero él les contestó: ‘Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré.’ Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: ‘La paz con vosotros.’ Luego dice a Tomás: ‘Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.’ Tomás le contestó: ‘Señor mío y Dios mío.’ Dícele Jesús: ‘Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído’” (Jn 20, 24-29).
Estaba claro que uno de los discípulos (de los once que quedaban tras la muerte de Judas) no estaba en el lugar donde se apareció Jesús por primera vez a todos juntos. Dónde estaba es difícil de saber pero podemos imaginar que bien podría haber ido a recabar noticias de lo que estaba pasando, comprando comida para los que estaban escondidos… pero es más que posible que, ante lo que dijeron las mujeres y no creer en ellas decidiera abandonar momentáneamente a sus compañeros. Su incredulidad empezaba a manifestarse muy pronto.
En fin, el caso es que no estaba con ellos. Y cuando volvió allí, de donde fuera que fue, debió haber sido el mismo domingo o después porque Jesús ya no estaba con ellos.
Tomás, el necesitado de signos
Es muy cierto que el pueblo hebreo gustaba mucho de los signos. Es decir, agradecía sobremanera que, cuando alguien decía algo de sí mismo (por ejemplo, ser un maestro religioso) lo acompañase con signos que demostrasen que, en efecto, era lo que decía ser.
Muchas veces le piden a Jesús que haga signos. Por ejemplo, en estos versículos del Evangelio de San Juan (6, 29-30):
“Jesús les respondió: ‘La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado.’ Ellos entonces le dijeron: ‘¿Qué señal haces para que viéndola creamos en ti? ¿Qué obra realizas?’”.
No es de extrañar, por tanto, que Tomás necesitase de lo mismo que muchos de sus hermanos de fe habían ansiado a lo largo de los siglos.
Sin embargo, Tomás va más allá de la simple necesidad de que alguien le demuestre lo que dice ser. Él quiere hacer algo más.
Vemos que Tomás es incrédulo a dos niveles:
1. Quiere ver.
2. Quiere experimentar.
Este hombre, Apóstol de los escogidos por Jesús para continuar con la labor por la que había sido enviado al mundo, no se conforma con ver. Es decir, a lo mejor podríamos pensar que le bastaría con ver al Maestro. Así podría cerciorarse de que, en efecto, había resucitado como le habían dicho sus compañeros.
Sin embargo, podía tratarse de una aparición fantasmagórica. Necesitaba algo más.
Decimos, por tanto, que el segundo nivel de incredulidad es más profundo que el primero. Podría creer sólo con ver pero quiere asegurarse de la verdad.
Lo que pide Tomás es un acercamiento total al resucitado. Quiere palpar, tocar, meter sus dedos, en las heridas del Maestro. Sólo así sus dudas serán totalmente aclaradas y su fe se manifestará plenamente sin temor a equivocaciones o a consideraciones aprioristas.
De todas formas, este hombre es puesto como ejemplo palmario de quien no cree sin ver que es, por decirlo pronto, el de alguien que necesita de algo más que la simple fe. En realidad, lo que quiere hacer Tomás es comprender qué ha pasado pero la fe, ciertamente, es algo más que tal comprender. Y es lo que refiere Jesús cuando se lo encuentra.
La confirmación de la fe de Tomás. Qué es la fe según Cristo
El caso es que Jesús se vuelve a presentar el domingo siguiente donde seguían escondidos sus discípulos más allegados. Y lo hace haciendo uso de las especiales características de su cuerpo resucitado y a las que hemos hecho referencia arriba.
Igual todo: domingo, se abre paso a través de la puerta sin abrirla… Pero hay un cambio: hoy, según parece, están todos reunidos. También Tomás, el que había manifestado demasiadas dudas acerca de su resurrección.
También hace Jesús lo mismo que hizo el domingo anterior: les da la paz. Pero, acto seguido, no se pone a hablarles para instruirles sobre determinada verdad o a decirles qué debían hacer a partir de aquel mismo momento. No. Lo que hace es limpiar el corazón de Tomás porque, igual que haría con Pedro preguntándole tres veces si lo quería para sanar el alma herida del pecador y negador, aquel discípulo suyo debía saber la verdad y toda la verdad.
En ningún momento se dice que alguien le dijera a Jesús que Tomás no había creído que había resucitado. Decimos esto porque cuando se aparece el Hijo de Dios y Tomás lo ve le pasa lo mismo que le pasó a Natanael que descubrió que Jesús era el Mesías porque lo había visto debajo de una higuera sin él saberlo (cf. Jn 1, 48-50). Es decir, Tomás, cuando Jesús le dice lo que le dice sabe, de inmediato, que es el Maestro quien le habla.
Pero hay algo más que tiene relación con la voluntad de experimentar que hemos dicho arriba tenía Tomás. Él quiere saber con total seguridad y certeza que se trata de Jesús (eso era lo que le dijo a los otros cuando le dijeron que habían visto al Maestro). Por eso Jesús le propone que haga lo que decía que iba a hacer (otra señal de la divinidad de Cristo la del conocimiento extenso de lo que piensan los demás).
A este respecto es curioso lo que le dice Jesús:
“Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado”.
Y decimos que es curioso porque no le dice que meta sus dedos en todas las heridas de su Pasión sino que haga como que señala las que son de las manos (que las mire solamente) pero que, en cambio, meta la mano en el costado atravesado por el centurión cuando, estando en la cruz, quiso cerciorarse de la muerte de Jesús.
Otra cosa significativa es el hecho mismo de que Jesús, contrariamente a lo que le había dicho a María Magdalena acerca de que no lo tocase (cf. Jn 20, 17) a Tomás le dice, expresamente, que haga lo contrario, que lo toque. Y es que, sin duda, ya había subido al Padre y todas sus particulares características físicas habían sido colmadas.
En realidad, no sabemos si Tomás llegó a poner sus dedos donde decía Jesús que los pusiese o a meter su mano en el costado herido. Es probable que no lo hiciese porque lo visto fuese más que suficiente como para que pronunciara aquello que es, y ha pasado a ser, expresión máxima de fe cristiana: “¡Señor mío y Dios mío!”.
En realidad, lo que hace Tomás expresando lo que expresa diciendo esto es caracterizar a Cristo perfectamente: es hombre pero también es Dios: Señor por hombre y Dios por Creador y Todopoderoso.
De todas formas, este texto del Evangelio de San Juan contiene, seguramente, una de las expresiones más felices que Jesucristo pronunció a lo largo de su vida pública de la que tengamos conocimiento (no todo se escribió como dirá, también, San Juan y luego veremos): define la fe de una forma certera y exacta.
Es bien cierto que no es nada extraño ni debe sorprendernos que el Hijo de Dios diga algo y lo dicho mueva a admiración. Muchas veces hizo eso (unas porque quería decirlo sin que nadie buscara nada a tal respecto y otras en respuesta a planteamientos de los que le perseguían) pero no podemos dejar de reconocer que lo que le dice a Tomás no lo hace “para él” y para que se consuele (aunque también) sino, exactamente, para que todo discípulo suyo que lo sea o quiera serlo, tome nota.
“Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído”.
Cuando Jesús le plantea a Tomás la disyuntiva ver-no ver y creer-no creer le está haciendo ver, precisamente, que todo esto tiene relación perfecta: había quienes necesitaban ver para creer y él estaba entre ellos. Su fe no se había cimentado sobre una creencia firme y ante la muerte del Maestro sus dudas habían aflorado hasta la misma superficie de su vida actual. Y eran tales personas las que necesitaban signos que aquietaran su corazón y diesen consistencia a sus creencias.
Sin embargo, a esto Jesús respondía con lo mejor que tenía: la confianza.
Confianza en Quien lo había engendrado y no creado era lo que manifestaba Aquel que había entregado su vida para que algunos como Tomas creyesen. Por eso le enseñaba las señales de su Pasión.
Y tal confianza es lo que pedía a todo aquel que quisiese ser discípulo suyo. Pero, además, sentaba las bases de lo que la fe iba a hacer con millones de personas que, a lo largo de los siglos, iban a creer sin haber, lógicamente, visto a Jesús.
En realidad, manifestar confianza en alguien es, al fin y al cabo, fiarse tal persona, tener esperanza firme en la misma. Y se suele relacionar muy directamente con la fe diciendo que quien confía en una persona tiene fe en la misma, puede fiarse de ella.
Y tales personas, las que tiene fe y confían sin necesidad de tener que ver al objeto y causa de su fe, son a las que llama Jesús dichosos o, lo que es lo mismo, bienaventurados. Y es que lo son por entregar su ahora y su porvenir en manos de Quien sabe que les quiere. Y su fe se afirma al quedar libre de dudas o de otro tipo de tropiezos del alma.
Eleuterio Fernández Guzmán
Panecillos de meditación
Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.
Panecillo de hoy:
Aquel fue un tiempo de gozo y de gloria y, verdaderamente, el comienzo de la vida eterna.
Para leer Fe y Obras.
Para leer Apostolado de la Cruz y la Vida Eterna.
Todavía no hay comentarios
Dejar un comentario