Serie "De Resurrección a Pentecostés"- 2. El mensaje del Ángel

De Resurrección a Pentecostés Antes de dar comienzo a la reproducción del libro de título “De Resurrección a Pentecostés”, expliquemos esto.

Como es más que conocido por cualquiera que tenga alguna noción de fe católica, cuando Cristo resucitó no se dedicó a no hacer nada sino, justamente, a todo lo contrario. Estuvo unas cuantas semanas acabando de instruir a sus Apóstoles para, en Pentecostés, enviarlos a que su Iglesia se hiciera realidad. Y eso, el tiempo que va desde que resucitó el Hijo de Dios hasta aquel de Pentecostés, es lo que recoge este libro del que ahora ponemos, aquí mismo, la Introducción del mismo que es, digamos, la continuación de “De Ramos a Resurrección” y que, al contrario de lo que suele decirse, aquí segundas partes sí fueron buenas. Y no por lo escrito, claro está, sino por lo que pasó y supusieron para la historia de la humanidad aquellos cincuenta días.

 

 

Cuando Jesucristo murió, a sus discípulos más allegados se les cayó el mundo encima. Todo lo que se habían propuesto llevar a cabo se les vino abajo en el mismo momento en el que Judas besó al Maestro.

Nadie podía negar que pudieran tener miedo. Y es que conocían las costumbres de aquellos sus mayores espirituales y a la situación a la que habían llevado al pueblo. Por eso son consecuentes con sus creencias y, por decirlo así, dar la cara en ese momento era la forma más directa para que se la rompieran. Y Jesús les había dicho en alguna ocasión que había que ser astutos como serpientes. Es más, había tratado de librarlos de ser apresados cuando, en Getsemaní, se identificó como Jesús y dijo a sus perseguidores que dejaran al resto marcharse.

Por eso, en tal sentido, lo que hicieron entonces sus apóstoles era lo mejor.

Aquella Pascua había sido muy especial para todos. Jesús se había entregado para hacerse cordero, el Cordero Pascual que iba a ser sacrificado para la salvación del mundo. Pero aquel sacrificio les iba a servir para mucho porque el mismo había sido precedido por la instauración de la Santa Misa (“haced esto en memoria mía”, les dijo el Maestro) y, también, la del sacerdocio a través del Sacramento del Orden. Jesús, pues, el Maestro y el Señor, les había hecho mucho bien tan sólo con arremangarse y lavarles los pies antes de empezar a celebrar la Pascua judía. Luego, todo cambió y cuando salieron Pedro, Santiago y Juan de aquella sala, en la que se había preparado la cena, acompañando a Jesús hacia el Huerto de los Olivos algo así como un gran cambio se había producido en sus corazones.

Pero ahora tenían miedo. Y estaban escondidos porque apenas unas horas después del entierro de Jesús los discípulos a los que había confiado lo más íntimo de su doctrina no podían hacer otra cosa que lo que hacían.

De todas formas, muchas sorpresas les tenía preparadas el Maestro. Si ellos creían que todo había terminado, muy pronto se iban a dar cuenta de que lo que pasaba era que todo comenzaba.

En realidad, aquel comienzo se estaba cimentando en el Amor de Dios y en la voluntad del Todopoderoso de querer que su nuevo pueblo, el ahora elegido, construyera su vida espiritual sobre el sacrificio de su Hijo y limpiara sus pecados en la sangre de aquel santo Cordero.

Decimos, pues, que todo iba a empezar. Y es que desde el momento en el que María de Magdala acudiera corriendo a decirles que el cuerpo del Maestro no estaba donde lo habían dejado el viernes tras el bajarlo de la cruz, todo lo que hasta entonces habían llevado a sus corazones devino algo distinto.

El caso es que los apóstoles y María, la Madre, habían visto cómo se abría ante sí una puerta grande. Era lo que Jesús les mostró cuando, estando escondidos por miedo a los judíos, se apareció aquel primer domingo de la nueva era, la cristiana. Entonces, los presentes (no estaba con ellos Tomás, llamado el Mellizo) se asustaron. En un primer momento no estaban seguros de lo que veían pudiese ser verdad. Aún no se les habían abierto los ojos y su corazón era reacio en admitir que su Maestro estaba allí, ante ellos y, además, les daba la paz y les hablaba. Todos, en un principio, actuaron como luego haría Tomás.

Todo, pues, empezaba. Y para ellos una gran luz los iluminaba en las tinieblas en las que creían estar. Por eso lo que pasó desde aquel momento hasta que llegó el día de Pentecostés fue como una oportunidad de acabar de comprender (en realidad, empezar a comprender) lo que tantas veces les había dicho Jesús en aquellos momentos en los que se retiraba con ellos para que la multitud no le impidiese enseñar lo que era muy importante que comprendieran. Pues bien, entonces no habían sido capaces de entender mucho porque su corazón no lo tenían preparado. Ahora, sin embargo, las cosas iban a ser muy distintas. Y lo iban a ser porque Jesús había confirmado con hechos   lo que les había anunciado con sus palabras y cuando le dijo a Tomás que metiera su mano en las heridas de su Pasión supieron que no era un fantasma lo que estaban viendo sino  al Maestro… en cuerpo y alma.

Sería mucho, pues, lo que pasaría en un tiempo no demasiado extenso desde que el Hijo de Dios volvió de los infiernos hasta que el Espíritu Santo iluminara los corazones y las almas de los allí reunidos. Era, pues, aquello que sucedió entre Resurrección y Pentecostés.” 

2. El mensaje del Ángel

 

Los Ángeles y Cristo

 

Que los Ángeles estén presentes en un momento tan importante como es el de la Resurrección del Señor es algo que, de suyo, era de esperar.

A lo largo de la vida del Hijo de Dios muchas veces se hacen presentes. Así, desde la Encarnación (cf Lc 1, 26-38) a la Ascensión de Cristo a los cielos (cf. Lc 24, 50-51) los Ángeles se hacen presentes puestos al servicio de Jesús y rodeándolo para adorarlo. También habían tenido su aparición tanto en el aviso a Zacarías del nacimiento de su hijo Juan (cf. Lc 1, 5-20) como en la recomendación A San José acerca de acoger en su casa a su desposada María (cf. Mt 1, 20-24) porque el hijo que llevaba en su seno era obra del Espíritu Santo o, lo que es lo mismo, de Dios.

Pero es que al justo José un mensajero de Dios le advierte:

“Levántate, toma el niño y a su Madre y huye a Egipto” (Mt 2, 13).

De todo esto deducimos que los Ángeles no tienen una intención pasiva en la historia de la salvación sino que, al contrario, su papel es protagonista en los misterios centrales de nuestra fe. Por eso, si bien el mensaje de la salvación va dirigido a los hombres, criaturas creadas a semejanza de Dios, los Ángeles son tenidos muy en cuenta e intervienen, como hemos dicho, en momentos cruciales de nuestra historia como hijos de Dios que han necesidad de salvación y, esta, eterna.

El caso es que Dios, que también ha creado a los Santos Ángeles, ha estimado bien que sean ellos los que cumplan con esa misión tan especial que consiste en poner en conocimiento del hombre lo que es importante que conozca: Zacarías acerca de quién iba a nacer; María acerca de su plenitud de gracia o José acerca de lo prudente que debía ser en el caso del embarazo de su joven desposada.

De todas formas, todo esto no debe extrañarnos nada porque los Ángeles ven constantemente el rostro de Dios que está en los cielos (cf. Mt 18,10) y son seres llenos de luz que es, no por casualidad, la forma en la que los vieron las santas mujeres que acudieron al sepulcro el domingo en la mañana, muy de mañana:

“El Ángel se dirigió a las mujeres y les dijo: ‘Vosotras no temáis, pues sé que buscáis a Jesús, el Crucificado; no está aquí, ha resucitado, como lo había dicho. Venid, ved el lugar donde estaba. Y ahora id enseguida a decir a sus discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis.’ Ya os lo he dicho’” (Mt 28, 5-7).

 

‘Vosotras no temáis, pues sé que buscáis a Jesús, el Crucificado”.

Las palabras que dice el Ángel están llenas de esperanza porque tranquilizan el corazón de aquellas mujeres que habían acudido a hacerle la última merced al Maestro. Y muestran, sobre todo, que conocía perfectamente cuál era la razón de la presencia allí de ellas.

A este respecto, el evangelista Lucas abunda en las Palabras del Ángel cuando dice (24, 5-7):

“Como ellas temiesen e inclinasen el rostro a tierra, les dijeron: ‘¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recordad cómo os habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: ‘Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, y al tercer día resucite.’”

Es decir, el Ángel sabía perfectamente lo que había pasado porque sería él mismo (y, seguramente, otros, como se colige de Jn 20, 12 donde habla de dos ángeles que vestían de blanco y de Lc 24,4) el que había hecho rodar la piedra que tapaba la entrada al sepulcro.

Aquellos Ángeles (ya decimos que debieron ser varios) sabían muy bien lo que habían ido a hacer las santas mujeres en aquellas horas tan tempranas. Y, también, por tanto, a Quién habían ido a visitar.

Hay, de todas formas, algo que significar en las palabras del Ángel que se dirige a ellas. Y es que establece momentos distintos entre lo que había sido y lo que era. Es decir, ahora se les dice a ellas que habían venido a ver al “Crucificado” porque así lo recordaban todos los que lo habían visto morir. A Él, pues, a quien habían venido a ver. Y es que para ellas, que aún no conocían la gran noticia, la verdadera Buena Noticia (Evangelio en su máxima expresión) el recuerdo del Maestro se queda, precisamente, en lo que habían visto apenas unos días antes: Jesús colgado de una cruz; crucificado, pues, en ella.

Y, sin embargo, no deben tener miedo porque los Ángeles que allí están presentes les van a comunicar lo que han visto y lo que, en efecto, han hecho (que se da por dicho al ver la gran piedra movida del sitio donde estaba puesta sellando el sepulcro).

Deben, pues, disipar todo temor.

“No está aquí, ha resucitado, como lo había dicho. Venid, ved el lugar donde estaba”.

Muchas veces se ha dicho que Jesucristo había avisado a sus discípulos acerca de lo que pasaría una vez hubiese muerto. Lo había dicho, por ejemplo, poniendo ejemplos de lo que iba a ser referido a Él a modo de analogía:

“Porque de la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así también el Hijo del Hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches” (Mt 12, 40).

“Porque, así como Jonás fue señal para los ninivitas, así lo será el Hijo del hombre para esta generación” (Lc 11, 30).

“Jesús les respondió a los judíos: ‘Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré’. Pero él hablaba del Santuario de su cuerpo” (Jn 2, 19.21).

Pero de forma explícita lo había dicho otras veces:

“Dijo: ‘El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día’” (Lc 9, 22).

“Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día” (Mt 16,21).

“Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días” (Mc 8,31).

“Y saliendo de allí, iban caminando por Galilea; él no quería que se supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: ‘El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará’” (Mc 9, 30-31).

“Al otro día, el siguiente a la Preparación, los sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron ante Pilato y le dijeron: ‘Señor, recordamos que ese impostor dijo cuando aún vivía: ‘A los tres días resucitaré’” (Mt 27, 62-63).

Vemos, por tanto, que lo que Jesús había dicho que se iba a cumplir, en efecto, se había cumplido. Era, por eso, un momento muy importante para sus discípulos más allegados porque, a pesar de su ceguera espiritual, iban a ir encajando las piezas de aquel puzle que empezaron a montar cuando, uno a uno, decidieron dejarlo todo para seguir a un Maestro que los llamaba para ser pescadores de hombres.

Todo, aquí, parece pasado. Es decir, para el Ángel que habla con aquellas mujeres, lo que ha dejado de tener importancia y la gran novedad, lo verdaderamente nuevo, es lo que hay que tener en cuenta. Por eso les dice que miren el lugar donde estaba, donde había sido dejado Jesús.

Ellas, con toda seguridad, entraron en el sepulcro (habían ido allí para eso) que, ya con la losa movida del sitio donde la habían puesto, les llamada a comprobar el gran milagro, que todo lo dicho se había cumplido.

Sin embargo, no podemos negar que Magdalena, y las demás mujeres, tras ver el panorama que les ofrecía el sepulcro sin el cuerpo de Jesús, debieron quedar patidifusas, atónitas. Y es que para quien acude a mejorar el estado de un cadáver por entender que no se había hecho lo mejor por él y se encuentra sin el sujeto de su voluntad… no puede haber consuelo alguno. No extraña, para nada, que la Beata Ana Catalina Emmerick tenga una visión en la que ve cómo la gran amiga de Jesús “se puso a buscar aquí y allá pareciéndole que iba a encontrar al Salvador”.

Y, como sabemos, lo encontró.

“Y ahora id enseguida a decir a sus discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis.’”

Pero      la cosa no iba a quedar ahí. Por si no fuera ya suficiente con aquello que estaban (no) viendo, que el Ángel las enviara a cumplir una misión tan importante como era decir a los que estaban escondidos por miedo a los judíos lo que habían visto era someterlas a un estado anímico para nada mejorado.

 

La necesaria prisa

 

El Ángel urge. Y las mujeres, que debían encontrarse en un estado espiritual francamente mejorable, se encuentran en la tesitura, primero, de ver a un enviado de Dios y, en segundo lugar, de escucharlo.

Es decir, ellas saben que ha debido pasar algo extraordinario porque se les acaba de decir que ya no está el Crucificado sino que ha resucitado, además, como les dijo tantas veces.

Pero aquel Enviado de Dios, el que les habla, sabe que es muy importante que dejen aquel lugar y acudan donde están escondidos los demás. Deben comunicar lo que han visto al resto de discípulos para que comprendan mejor y, al comprender mejor crean aunque, como sabemos y luego veremos, más de uno de ellos tuvo que verlo con sus propios ojos al no dar crédito a las mujeres (algo, por lo común entonces, de lo más normal).

 

El mensaje de salvación eterna

 

Pero la misión contenía algo más. No sólo debían comunicar que había resucitado el Maestro sino que les debían emplazar a acudir a Galilea donde se iban a encontrar con Jesucristo.

Aquí también el Hijo de Dios iba a mostrar que era el primero en hacerlo todo para dar ejemplo. Y es que les dice el Ángel que iría antes que ellos a Galilea. “Irá delante” les dice. Y eso es lo que hace porque, como está escrito, sabemos que se encontró con los discípulos llamados de Emaús (cf. Lc 24, 13-32) por ser el lugar al que regresaban tras la muerte de su Maestro y tal poblado se encontrada hacia el norte desde Jerusalén y camino hacia Galilea.

Ellas, por tanto, deben ir a toda prisa, seguramente, al Cenáculo donde estaban los demás a llevar un mensaje de salvación eterna que aquel Ángel, que tanto bueno había hecho desde antes que ellas lo vieran, les había comunicado: Cristo ha resucitado y os espera.

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

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