Serie “De Resurrección a Pentecostés” - I - Aquel primer domingo
Antes de dar comienzo a la reproducción del libro de título “De Resurrección a Pentecostés”, expliquemos esto.
Como es más que conocido por cualquiera que tenga alguna noción de fe católica, cuando Cristo resucitó no se dedicó a no hacer nada sino, justamente, a todo lo contrario. Estuvo unas cuantas semanas acabando de instruir a sus Apóstoles para, en Pentecostés, enviarlos a que su Iglesia se hiciera realidad. Y eso, el tiempo que va desde que resucitó el Hijo de Dios hasta aquel de Pentecostés, es lo que recoge este libro del que ahora ponemos, aquí mismo, la Introducción del mismo que es, digamos, la continuación de “De Ramos a Resurrección” y que, al contrario de lo que suele decirse, aquí segundas partes sí fueron buenas. Y no por lo escrito, claro está, sino por lo que pasó y supusieron para la historia de la humanidad aquellos cincuenta días.
“Cuando Jesucristo murió, a sus discípulos más allegados se les cayó el mundo encima. Todo lo que se habían propuesto llevar a cabo se les vino abajo en el mismo momento en el que Judas besó al Maestro.
Nadie podía negar que pudieran tener miedo. Y es que conocían las costumbres de aquellos sus mayores espirituales y a la situación a la que habían llevado al pueblo. Por eso son consecuentes con sus creencias y, por decirlo así, dar la cara en ese momento era la forma más directa para que se la rompieran. Y Jesús les había dicho en alguna ocasión que había que ser astutos como serpientes. Es más, había tratado de librarlos de ser apresados cuando, en Getsemaní, se identificó como Jesús y dijo a sus perseguidores que dejaran al resto marcharse.
Por eso, en tal sentido, lo que hicieron entonces sus apóstoles era lo mejor.
Aquella Pascua había sido muy especial para todos. Jesús se había entregado para hacerse cordero, el Cordero Pascual que iba a ser sacrificado para la salvación del mundo. Pero aquel sacrificio les iba a servir para mucho porque el mismo había sido precedido por la instauración de la Santa Misa (“haced esto en memoria mía”, les dijo el Maestro) y, también, la del sacerdocio a través del Sacramento del Orden. Jesús, pues, el Maestro y el Señor, les había hecho mucho bien tan sólo con arremangarse y lavarles los pies antes de empezar a celebrar la Pascua judía. Luego, todo cambió y cuando salieron Pedro, Santiago y Juan de aquella sala, en la que se había preparado la cena, acompañando a Jesús hacia el Huerto de los Olivos algo así como un gran cambio se había producido en sus corazones.
Pero ahora tenían miedo. Y estaban escondidos porque apenas unas horas después del entierro de Jesús los discípulos a los que había confiado lo más íntimo de su doctrina no podían hacer otra cosa que lo que hacían.
De todas formas, muchas sorpresas les tenía preparadas el Maestro. Si ellos creían que todo había terminado, muy pronto se iban a dar cuenta de que lo que pasaba era que todo comenzaba.
En realidad, aquel comienzo se estaba cimentando en el Amor de Dios y en la voluntad del Todopoderoso de querer que su nuevo pueblo, el ahora elegido, construyera su vida espiritual sobre el sacrificio de su Hijo y limpiara sus pecados en la sangre de aquel santo Cordero.
Decimos, pues, que todo iba a empezar. Y es que desde el momento en el que María de Magdala acudiera corriendo a decirles que el cuerpo del Maestro no estaba donde lo habían dejado el viernes tras el bajarlo de la cruz, todo lo que hasta entonces habían llevado a sus corazones devino algo distinto.
El caso es que los apóstoles y María, la Madre, habían visto cómo se abría ante sí una puerta grande. Era lo que Jesús les mostró cuando, estando escondidos por miedo a los judíos, se apareció aquel primer domingo de la nueva era, la cristiana. Entonces, los presentes (no estaba con ellos Tomás, llamado el Mellizo) se asustaron. En un primer momento no estaban seguros de lo que veían pudiese ser verdad. Aún no se les habían abierto los ojos y su corazón era reacio en admitir que su Maestro estaba allí, ante ellos y, además, les daba la paz y les hablaba. Todos, en un principio, actuaron como luego haría Tomás.
Todo, pues, empezaba. Y para ellos una gran luz los iluminaba en las tinieblas en las que creían estar. Por eso lo que pasó desde aquel momento hasta que llegó el día de Pentecostés fue como una oportunidad de acabar de comprender (en realidad, empezar a comprender) lo que tantas veces les había dicho Jesús en aquellos momentos en los que se retiraba con ellos para que la multitud no le impidiese enseñar lo que era muy importante que comprendieran. Pues bien, entonces no habían sido capaces de entender mucho porque su corazón no lo tenían preparado. Ahora, sin embargo, las cosas iban a ser muy distintas. Y lo iban a ser porque Jesús había confirmado con hechos lo que les había anunciado con sus palabras y cuando le dijo a Tomás que metiera su mano en las heridas de su Pasión supieron que no era un fantasma lo que estaban viendo sino al Maestro… en cuerpo y alma.
Sería mucho, pues, lo que pasaría en un tiempo no demasiado extenso desde que el Hijo de Dios volvió de los infiernos hasta que el Espíritu Santo iluminara los corazones y las almas de los allí reunidos. Era, pues, aquello que sucedió entre Resurrección y Pentecostés.”
Por cierto, como hace muchos meses que en esta santa casa de InfoCatólica se publicó la recensión de este libro, ahora mismo les pongo el índice de este libro, para que se sepa, de antemano, de qué va la cosa:
Introducción
I. Aquel primer domingo
1. Las mujeres que acuden al sepulcro
2. El mensaje del Ángel
3. Primera aparición de Cristo a las mujeres
4. El soborno de los soldados
II. Los que se esconden de la Verdad
1. Pedro y Juan
2. Los discípulos de Emaús
Signos de Cristo
Un gozoso camino de vuelta
III. Aparición de Jesucristo
1. La paz de Dios
2. El envío
3. El descreído Tomás
4. Lo que no está escrito
IV. Jesucristo continúa su misión evangelizadora
1. Aparición en el lago Tiberíades
2. Los perdones de Pedro
La verdad de Pedro y la misión encomendada por Cristo
V. Jesucristo asciende a los cielos
Jesucristo asciende a los cielos
VI. Los que quedan
1. Los que quedan. Sustitución de Judas
2. Haqueldamá
VII Pentecostés
1. Todos reunidos
2. El Espíritu Santo
3. El discurso de Pedro
Epílogo
La venida del Espíritu Santo
I- Aquel primer domingo – Las mujeres que acuden al sepulcro
I - Aquel primer domingo
Era domingo. Tanto el evangelio de San Mateo (28, 1), que habla de que “Pasado el sábado”, como el de San Lucas (24,1) y el de San Juan (20,1), que utilizan la expresión “El primer día de la semana”, ponen sobre la mesa una realidad insoslayable: era domingo cuando todo sucedió. Estaba escrito y así acaeció.
Si para el pueblo judío (y así escribían, aun, aquellos que así lo hacían) el primer día de la semana era el domingo (después del Shabat) para el nuevo pueblo de Dios sería tal día el que pasaría a ser el día más importante. Seguía siendo, eso sí, el primer día de la semana pero con un sentido, como veremos, muy distinto porque a partir de entonces sería el dies domini, el Día del Señor: siendo, este, Dios; siendo su Hijo predilecto Aquel que iba a resucitar.
Aún, pues, no ha vuelto de los infiernos de liberar las almas de los justos que ocupan el Limbo de Abrahám. Cristo, así se ha convertido, ya entonces, en una añoranza espiritual, en un sueño que, al parecer, no cuajó. Algunos, incluso, se han marchado a Emaús porque sus sueños no se habían cumplido según sus expectativas.
Seguramente aquel domingo amaneció plácidamente. La primavera había hecho cuajar las primeras flores de los frutales de Israel y la recién celebrada Pascua había llenado la Ciudad Santa de miles de visitantes que habían acudido para cumplir con los ritos y tradiciones del pueblo elegido por Dios. Sin embargo, casi nadie sabía lo que estaba a punto de suceder y que cambiaría muchas cosas en el mundo pero, sobre todo, en muchos corazones. Todos, pues, dormían el sueño de una fe que había sido tergiversada y llevada por caminos equivocados según la muy bien expresada voluntad de Dios a través del Maestro.
Por otra parte, podemos decir que lo que los pueblos entienden por bueno y mejor para su devenir como tales lo conforman acontecimientos que, mirados con el paso del tiempo, han dado forma a lo que son. Por eso ni se olvidan ni se desdeñan porque, de hacerlo, supondría la eliminación de la sustancia que, como savia gozosa, alimenta a su ser. Es más, puede que el pueblo que podía haber recorrido un camino nuevo que le llevara a alcanzar el fin anhelado quedase varado en su senda y, por decirlo de alguna forma, hubiese perdido la oportunidad de dar un paso al frente que resultase trascendental para su propia existencia. Y así era como, precisamente, quedaría el que, hasta entonces, había sido el pueblo que el Todopoderoso escogió, de entre los existentes, como el suyo.
Pues bien, aquel domingo, primero de la nueva historia de la humanidad, aquellas primeras horas tras el paso de la medianoche, una roca se movió y una puerta quedó abierta. Sin duda, aquellos Ángeles no tenían respetos humanos ni para por el estilo y acudieron allí para cumplir con una misión tan noble como hacer que lo que parecía imposible a ojos del hombre se hiciera realidad. Y todo quedaría totalmente trastocado según una visión nueva y un nuevo vino que, como diría en una ocasión Jesucristo, habría necesidad de un odre nuevo, de un corazón que fuese capaz de acoger lo que estaba a punto de suceder.
1. Las mujeres que acuden al sepulcro
“Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamarle. Y muy de madrugada, el primer día de la semana, a la salida del sol, van al sepulcro. Se decían unas otras: ‘¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro?’ Y levantando los ojos ven que la piedra estaba ya retirada; y eso que era muy grande. Y entrando en el sepulcro vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica blanca, y se asustaron” (Mc 16, 1-5).
En este texto del evangelio de San Marcos se nos da noticia de algo que, para la historia de la salvación, es muy importante: unas mujeres acudieron al sepulcro donde había sido puesto Jesús. Es decir, no es importante por el hecho de que fueran mujeres las que allí acudieron (podían haber ido hombres) sino porque sería la primera vez que el Hijo de Dios iba a mostrar y demostrar que todo lo que había dicho que se cumpliría, en efecto, se cumplió.
Entremos, de todas formas, en el hecho de que fueran mujeres o, mejor, que fueran ellas las que se presentaron allí. Y es que, por eso mismo, no podemos negar que fueron valientes.
Ellas sabían que las prisas no son buenas consejeras. Y es que el viernes, cuando bajaron al Señor de la Cruz y lo llevaron a toda prisa al sepulcro de un buen amigo del Maestro todo se tuvo que hacer corriendo. Era casi sábado y no podían permitir que un día de fiesta de Pascua tan importante como aquél los cogiese desprevenidos. Por eso arreglaron el cuerpo lo mejor que pudieron y cerraron la puerta con aquella pesada losa.
Pero para ellas aquella forma de hacer las cosas no era la adecuada. Y querían, en la medida de lo posible, mejorar el embalsamamiento de Jesús porque sabían que se merecía mucho más. Y eso es lo que fueron a llevar a cabo.
Sin duda alguna que había muchas cosas que les preocupaban. Y es que no iba a ser nada fácil cumplir con su voluntad.
De todas formas, como veremos, no hizo falta que hicieran nada.
Las dificultades
Es de creer que aquellas mujeres, en el camino que hacían desde el lugar donde estuviesen escondidas hasta el sepulcro donde habían puesto a Jesús, irían pensando en aquello que iba a plantearles un problema. En realidad, eran varios los muros con los que se iban a topar.
Antes que nada, sabían que el sepulcro no había sido cerrado de cualquier forma. Es decir, no estaba libre la entrada sino que lo habían cerrado a conciencia:
“Pilato les dijo: ‘Tenéis una guardia. Id, aseguradlo como sabéis.’ Ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo la guardia” (Mt 27, 65-66)
Por tanto, había una forma de sellar aquel lugar donde habían colocado el cuerpo muerto del Maestro y así lo hicieron. Por tanto, debía rondar por el corazón de las mujeres la pregunta acerca de cómo iban a solucionar aquella grave dificultad.
Además, estaban seguras de que allí podría haber una guardia porque eran muchos los poderosos que no confiaban nada en los discípulos de Jesús como nos dice la Santa Escritura:
“Al otro día, el siguiente a la Preparación, los sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron ante Pilato y le dijeron: ‘Señor, recordamos que ese impostor dijo cuando aún vivía: A los tres días resucitaré.’ Manda, pues, que quede asegurado el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos, lo roben y digan luego al pueblo: ‘Resucitó de entre los muertos’, y la última impostura sea peor que la primera” (Mt 27, 62-64).
De todas formas, hasta podían imaginar que la guardia, una vez visto que nadie acudía al sepulcro con intenciones tenidas por aviesas por los fariseos se marchara de allí. Entonces, otra dificultad les salía al paso: ¿Cómo moveremos la piedra que hace las veces de puerta del sepulcro?
El hecho mismo de ser mujeres y no estar dotadas de una fuerza extraordinaria les hacía pensar y saber que nada podrían hacer por sí solas. Y los hombres que podían echarles una mano estaban durmiendo porque era muy de mañana y no habían acudido con ellas a cumplir con su última misión.
De todas formas, ellas querían ungir el cuerpo de Jesús de una forma adecuada (con “agua de nardo y aceite aromatizado con flores”, según escribe la Beata Ana Catalina Emmerick). Les unía al Maestro un amor indescriptible y nada iba a impedir que cumplieran con aquello.
En realidad, aquellas circunstancias tan contrarias a lo que ellas querían llevar a cabo hubieran echado para atrás a casi cualquier persona de fe débil o venida a menos. Pero ellas no podían pensar en otra cosa que no fuera agradar a Jesús, incluso ahora que había muerto, con aquel trato dulce y, a la vez, gozoso.
Valga, pues, su voluntad por querer hacer aquello que es lo que las lleva al sepulcro. Seguramente se dijeron unas a otras que, viendo que ellas mismas no podrían mover la piedra esperarían a que alguien pasara por allí y les echase una mano. Luego harían lo que habían ido a hacer y nadie se lo iba a impedir.
Sin embargo, lo que allí se encontraron no era lo que esperaban encontrarse.
Nos dice, a tal respecto, el Evangelio de San Mateo esto que sigue (28, 2-4):
“De pronto se produjo un gran terremoto, pues el Ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, hizo rodar la piedra y se sentó encima de ella. Su aspecto era como el relámpago y su vestido blanco como la nieve. Los guardias, atemorizados ante él, se pusieron a temblar y se quedaron como muertos.”
Tal fue el panorama que se encuentran las mujeres cuando llegan al sepulcro. En realidad, ellas no debieron ver al Ángel pero sí se dieron cuenta de la guardia estaba, como dice el texto bíblico, como muerta por la impresión que debió producirles ver que un Ángel, el del Señor, se presentó ante ellos y corrió la piedra. En realidad, no somos capaces de establecer si lo que les atemorizó fue aquello que vieron o darse cuenta de que sus jefes los habían estado engañando y todo lo que habían dicho de Jesús sus discípulos era cierto.
De todas formas, lo que sucedió a la guardia que se encontraba en el sepulcro tuvo que ser algo maravilloso pero terrible para ellos. Y es que ver un Ángel ha de ser, de por sí, difícil de asimilar. Por eso nos podemos imaginar a aquellos hombres, fornidos y armados, restregándose los ojos porque creían estar viendo algo demasiado extraño para ser verdad. Algo, pues, debió ocurrir para que se encontraran en el estado en el que se encontraban cuando llegaron las mujeres con mucho miedo pero mucha más fe.
“Como muertos”, se nos dice, se encontraban aquellos que tenían la misión exacta de impedir que nadie se llevara el cuerpo del considerado blasfemo y delincuente Jesús.
Eleuterio Fernández Guzmán
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