"De Ramos a Resurrección" – La glorificación de Cristo –Cuarta Palabra
En las próximas semanas, con la ayuda de Dios y el permiso de la editorial, vamos a traer al blog el libro escrito por el que esto escribe de título “De Ramos a Resurrección”. Semana a semana vamos a ir reproduciendo los apartados a los que hace referencia el Índice que es, a saber:
Introducción
I. Antes de todo
El Mal que acecha
Hay grados entre los perseguidores
Quien lo conoce todo bien sabe
II. El principio del fin
Un júbilo muy esperado
Los testigos del Bueno
Inoculando el veneno del Mal
III. El aviso de Cristo
Los que buscan al Maestro
El cómo de la vida eterna
Dios se dirige a quien ama
Los que no entienden están en las tinieblas
Lo que ha de pasar
Incredulidad de los hombres
El peligro de caminar en las tinieblas
Cuando no se reconoce la luz
Los ánimos que da Cristo
Aún hay tiempo de creer en Cristo
IV. Una cena conformante y conformadora
El ejemplo más natural y santo a seguir
El aliado del Mal
Las mansiones de Cristo
Sobre viñas y frutos
El principal mandato de Cristo
Sobre el amor como Ley
El mandato principal
Elegidos por Dios
Que demos fruto es un mandato divino
El odio del mundo
El otro Paráclito
Santa Misa
La presencia real de Cristo en la Eucaristía
El valor sacrificial de la Santa Misa
El Cuerpo y la Sangre de Cristo
La institución del sacerdocio
V. La urdimbre del Mal
VI. Cuando se cumple lo escrito
En el Huerto de los Olivos
La voluntad de Dios
Dormidos por la tentación
Entregar al Hijo del hombre
Jesús sabía lo que Judas iba a cumplir
La terrible tristeza del Maestro
El prendimiento de Jesús
Yo soy
El arrebato de Pedro y el convencimiento
de Cristo
Idas y venidas de una condena ilegal e injusta
Fin de un calvario
Un final muy esperado por Cristo
En cumplimiento de la Sagrada Escritura
La verdad de Pilatos
Lanza, sangre y agua
Los que permanecen ante la Cruz
Hasta el último momento
Cuando María se convirtió en Madre
de todos
La intención de los buenos
Los que saben la Verdad y la sirven
VII. Cuando Cristo venció a la muerte
El primer día de una nueva creación
El ansia de Pedro y Juan
A quien mucho se le perdonó, mucho amó
VIII. Sobre la glorificación
La glorificación de Dios
Cuando el Hijo glorifica al Padre
Sobre los frutos y la gloria de Dios
La eternidad de la gloria de Dios
La glorificación de Cristo
Primera Palabra
Segunda Palabra
Tercera Palabra
Cuarta Palabra
Quinta Palabra
Sexta Palabra
Séptima Palabra
“De Ramos a Resurrección” – La glorificación de Cristo –Cuarta Palabra
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
(Mc 15, 34).
Hasta aquí Jesús había tenido en cuenta al prójimo y, haciendo gala de saber cuál era la misión que le había encomendadoel Padre, había entregado estos sus últimos momentos de vida aprocurar su bien. Desde ahora y hasta su muerte como hombre que vive en la tierra, va a ser Él mismo quien sea el protagonista absoluto de lo que diga. como todo estaba escrito y se estaba cumpliendo aquella muerte como ofrecimiento de salvación para la humanidad, Jesús debía convertir aquel terrible ejemplo de injusticia humana en algo de lo que se pudiese obtener fruto abundante.
La cuarta Palabra es un síntoma de la situación por la que estaba pasando Jesús en aquellos momentos. estaba muy cerca el momento de su muerte física y si entonces pronuncia el principio del Salmo 21 era porque se sentía más que mal.
“Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní?”
Aquella expresión aramea queera,decimos, el comienzo del citado Salmo, era expresión de una grave angustia. Si casi todos le habían abandonado al pie de la Cruz ¿podía Jesús sentirse, también, dejado de lado de parte de su Padre Dios?
Es muy cierto que Jesús se dirige al Todopoderoso diciéndole “Dios mío”. Lo hace, primero, porque lo tiene, en efecto, como Dios que hace suyo a través de la comunión exacta de pensamientos y obras. Pero también lo hace porque estando Dios en Él, Él está en Dios (cf. Jn 14,11). Por eso se puede dirigir al Creador con una expresión tan acendrada de entrega y de cariño.
Además de dirigirse al Padre con el sentido de apropiación de quien se sabe amado, la pregunta terrible que Jesús hace en aquel momento expresa un gran abismo de desolación. Ciertamente Jesús sabía que su Padre no lo había abandonado porque su misión era cumplir su santa voluntad y eso era lo que había estado haciendo todos los años de su vida. Por eso aquella exclamación era expresión del máximo pesar porque parecía que, en efecto, Dios se había olvidado de Él: allí colgado, siendo zaherido por los que le martirizaban y dejado de la mano de casi todos los suyos… tan sólo pudo provocar en su corazón una situación de difícil parangón.
Sin embargo, aquel hombre que, siendo Dios, se había querido abajar a nuestra naturaleza humana para ser hermano nuestro, había querido apurar hasta lo último de aquel cáliz del que habló en el Huerto de los Olivos (cf. Lc 22, 42). No dejó que se perdiera ni una sola gota del mismo y lo bebió total y completo. aquella mortificación, excelso ejemplo de hasta dónde puede llegar el amor filial, era, para la humanidad entera, un espejo donde mirarse a la hora de la tribulación y a la hora del desprecio que el prójimo puede hacer recaer sobre un hijo de Dios por el hecho de serlo.
“Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona” (Mc 15, 33).
En aquel momento, la hora nona, fue cuando Jesús pronunció la cuarta Palabra. Habían pasado, pues, tres horas desde que se hiciera noche cerrada en aquellas tierras donde estaban martirizando al Hijo de Dios. Y en aquel ambiente es en el que Jesús se dirige a Dios con aquella pregunta. Y es que si, además del martirio que estaba sufriendo, la naturaleza le ocultaba la luz que el Creador había hecho aparecer antes de que existiera todo… era lo que podía colmar el cáliz que estaba bebiendo allí colgado.
Por otra parte, no podemos negar que Jesús no podía ignorar nada de lo que le estaba pasando. San Juan escribe en su Evangelio (cf. 21, 17) que Pedro contesta, ante las reiteradas preguntas de Jesús acerca de si le ama, que Él lo sabe todo. También, san Pablo escribiría (Col 2,3) refiriéndose a Cristo como el “misterio de Dios”, que en Él “están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col, 2, 3). Por tanto, no podemos afirmar sino que Jesús estaba en el conocimiento de aquel supuesto abandono de Dios.
Lo podía haber abandonado, por ejemplo, en el sentido de que Jesús había asumido sobre sí todos los pecados del mundo cometidos contra Dios y los mismos eran muchos y abundantes. Por eso escribía San Pedro:
“El mismo que, sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido curados” (1 Pe 2, 24).
Pero también podía abandonarlo porque era la forma más eficiente (espiritualmente hablando) de apagar el fuego del infierno con la sangre del Hijo de Dios. Liberarnos, pues, de las llamas eternas de la condenación a través de la dulce savia de Cristo haría posible la salvación eterna. Por eso escribiría, muchos siglos antes, el profeta Isaías acerca de esto:
“¿Quién de nosotros podrá habitar con el fuego consumidor? ¿Quién de nosotros podrá habitar con las llamas eternas? (is 33,24).
Y es que sólo quien era capaz de sostener una esperanza profunda en la bondad y misericordia del Padre podía soportar aquel supuesto abandono y favorecer, de paso, a los que, siendo hermanos suyos, podían caer directamente en tan gran fosa de quemazón y eternidad.
Jesús, además, se pudo sentir abandonado porque era el remedio mejor a la pérdida de la gracia de Dios que, a partir del momento en el que adán quiso ser como su creador (en el conocimiento del Bien y del mal) había acontecido para el resto de la existencia de la humanidad hasta que llegasen los últimos tiempos. Jesús, que había entregado todo por el bien del hombre y, en tal sentido, había preferido el amor de Dios al bien del mundo:
“’El Reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel.’ ‘También es semejante el Reino de los cielos a un mercader que anda buscando perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra’” (Mt 13, 44-46).
Aquel tesoro, aquella perla, era lo que Jesús había encontrado a través de la Gracia de Dios y que, por desgracia para el hombre, había perdido el primero de entre nosotros cuando habitaba el Paraíso. Pues para eso, para que se nos retornara aquel te- soro, aquella piedra preciosa, Jesús tuvo que sentirse abandonado por el Padre porque, digámoslo así, su propia vida era el pago por tamaño desatino de parte del hombre.
Digamos, si queremos ir completando las causas del supuesto abandono de Jesús por parte de Dios, que las puertas del Cielo iban a ser abiertas gracias al duro sufrimiento de Jesús en su Pasión y, ya finalizada la misma, en su propia muerte. El abandono que Jesús siente de parte de Dios tiene, también, relación, con lo que podríamos denominar “llave que abre la vida eterna” que no era otra cosa que sus miembros lacerados, su costado abierto, su sangre vertida.
Hay, sin embargo, una razón muy grande y muy gozosa en el sufrimiento de Jesús y en el abandono que le hace preguntar, dirigiéndose al Padre, las causas de lo que suponía un abandono clamoroso. Y es que Jesús, que sentía y tenía un amor sin igual por Dios, su Padre, no podía hacer menos de lo que estaba haciendo para satisfacer, de forma más que abundante, el corazón del Creador. El caso es que tal satisfacción sólo podía acaecer si era abandonado por Dios ante y en su sufrimiento, su dolor, su llanto de hombre que muere pues, de otra forma, no hubiera sido posible mostrar al Padre el amor, decimos, que su Hijo engendrado y no creado, tenía por el Señor.
De todas formas, todo lo hasta aquí dicho tiene relación directa con una virtud que, sobre otras muchas que tiene Cristo, destaca en este preciso momento en el que se siente abandonado por Dios: la humildad. Si en otros momentos de su vida ha demostrado tenerla (cf. Mt, 11, 29) es ahora, precisamente ahora, cuando muestra y demuestra que se puede ser humilde incluso en la peor de las situaciones por las que puede pasar un ser humano y mostrarlo de forma, verdaderamente, santa.
La humildad, como decimos, la manifestó Cristo en aquellos momentos en los que se sintió abandonado por Dios. Y es que, como escribiría san Pablo:
“Y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de Cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús ‘toda rodilla se doble’ en los cielos, en la tierra y en los abismos, ‘y toda lengua confiese’ que Cristo Jesús es señor para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 8-11).
Y junto a la humildad, otra virtud copiosamente puesta en práctica: la paciencia. Y es que tuvo que hacer uso abundante de la misma mientras muchos lo zaherían, otros blasfemaban contra Dios y otros, los más, lo dejaban solo.
Eleuterio Fernández Guzmán
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