Serie “Santos y Beatos” - San Onofre, ermitaño - 6. La enseñanza de San Onofre
En su infinita Sabiduría, el Padre Dios ha sabido suscitar, a lo largo de los siglos, de entre sus hijos, a una cantidad relativamente significativa de los mismos para demostrarnos que no es imposible ser fieles a su Voluntad. Tales de entre nosotros han subido a los altares y, bien como santos bien como Beatos, nos muestran un camino a seguir.
Debemos decir, como es bien conocido y para que nadie se lleve a engaño, que los Santos y Beatos que a lo largo de la historia de la catolicidad han sido tales no siempre han llevado una vida perfecta porque como hombres o mujeres han podido tener sus momentos espirituales de cierta caída. Al fin y al cabo también eran pecadores.
Pues bien, el emérito Papa Benedicto XVI, en la Audiencia General del 13 de abril de 2011 dijo esto que sigue acerca de la santidad:
“La santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en realizar empresas extraordinarias, sino en unirse a Cristo, en vivir sus misterios, en hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya. Es ser semejantes a Jesús, como afirma san Pablo: ‘Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo’ (Rm 8, 29). Y san Agustín exclama: ‘Viva será mi vida llena de ti’ (Confesiones, 10, 28). El concilio Vaticano II, en la constitución sobre la Iglesia, habla con claridad de la llamada universal a la santidad, afirmando que nadie está excluido de ella: ‘En los diversos géneros de vida y ocupación, todos cultivan la misma santidad. En efecto, todos, por la acción del Espíritu de Dios, siguen a Cristo pobre, humilde y con la cruz a cuestas para merecer tener parte en su gloria’ (Lumen gentium, n. 41).”
Pues bien, aquellos hermanos nuestros que vamos a traer aquí han sabido cumplir lo mejor posible lo que nos dice el Papa. Seamos, nosotros mismos, fieles en lo poco para poder serlo en lo mucho.
San Onofre, ermitaño - 6. La enseñanza de San Onofre
A primera vista, y para un mundo como el de hoy dan dado a lo pragmático, pudiera parecer que aquel hombre, ermitaño, que había decidido llevar una vida tan poco placentera según los estándares a los que estamos acostumbrados, nada podría enseñarnos.
Sin embargo, estaría muy equivocado quien pensase que San Onofre no es un espejo donde mirarse y un ser humano que, creyendo en Dios Todopoderoso lo puso por encima de todo y de todos para hacer su santa voluntad.
Así, en cuanto a la vida de fe no se puede ignorar que aquel hombre, ansioso de permanecer y ser fiel al Todopoderoso, mantuvo una existencia filial con relación a su Padre Dios que bien podemos entenderla como prodigiosa. Por eso el sentido de la fe, de la creencia y de la confianza en el Creador, que manifestó San Onofre a lo largo de su vida (antes de su vida en el desierto y durante su vida en tan inhóspito lugar) sirven muy bien de ejemplo para reconocernos en el Amor del Padre pero, sobre todo, para no olvidar que si Onofre pasó de querer ser fiel a serlo con aquella intensidad espiritual es porque era la voluntad de Dios.
Pero es que si hablamos de algo tan esencial para un creyente como es la perseverancia en la oración aquel hombre mostró que este tipo de relación con Dios provoca, exactamente, que la misma sea posible. Y es que San Onofre, como ya hemos dicho aquí, mantuvo un estado de oración, digamos, alerta y siempre preparado a tal efecto estaba. Por eso oraba de continuo y, por eso mismo, no debía de salir de su boca nada que no fuera alabanza a Quien le había permitido, primero, allí vivir y en aquellas circunstancias y, segundo, hacer posible que su vida fuese conocida a través de aquel que le visitó y le acompañó hasta su muerte.
El caso es que San Onofre fue un gran luchador. Y lo fue porque sólo quien lo es es capaz de someterse voluntariamente a las privaciones a las que se sometió por cumplir con la voluntad del Padre que le había llevado, desde una vida religiosa en comunidad, a habitar el desierto para estar más cerca del Padre.
Al fin y al cabo, aquel hombre, nuestro santo Onofre, supo hacer algo tan sencillo de decir como difícil de llevar a cabo: tener los ojos y el corazón puestos en Dios Padre y, desde ahí, iluminarlo todo con aquella Luz que era Cristo y que tanto le había hecho gozar. Si, además, le era dado el privilegio de tener una serie de dones propios de los profetas… no podía negar que su vida, para él mismo, había tenido sentido que era, exactamente, el que Dios quiso que tuviera.
Eleuterio Fernández Guzmán
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