Serie “Santos y Beatos” - San Onofre, ermitaño - 5. Muerte de San Onofre
En su infinita Sabiduría, el Padre Dios ha sabido suscitar, a lo largo de los siglos, de entre sus hijos, a una cantidad relativamente significativa de los mismos para demostrarnos que no es imposible ser fieles a su Voluntad. Tales de entre nosotros han subido a los altares y, bien como santos bien como Beatos, nos muestran un camino a seguir.
Debemos decir, como es bien conocido y para que nadie se lleve a engaño, que los Santos y Beatos que a lo largo de la historia de la catolicidad han sido tales no siempre han llevado una vida perfecta porque como hombres o mujeres han podido tener sus momentos espirituales de cierta caída. Al fin y al cabo también eran pecadores.
Pues bien, el emérito Papa Benedicto XVI, en la Audiencia General del 13 de abril de 2011 dijo esto que sigue acerca de la santidad:
“La santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en realizar empresas extraordinarias, sino en unirse a Cristo, en vivir sus misterios, en hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya. Es ser semejantes a Jesús, como afirma san Pablo: ‘Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo’ (Rm 8, 29). Y san Agustín exclama: ‘Viva será mi vida llena de ti’ (Confesiones, 10, 28). El concilio Vaticano II, en la constitución sobre la Iglesia, habla con claridad de la llamada universal a la santidad, afirmando que nadie está excluido de ella: ‘En los diversos géneros de vida y ocupación, todos cultivan la misma santidad. En efecto, todos, por la acción del Espíritu de Dios, siguen a Cristo pobre, humilde y con la cruz a cuestas para merecer tener parte en su gloria’ (Lumen gentium, n. 41).”
Pues bien, aquellos hermanos nuestros que vamos a traer aquí han sabido cumplir lo mejor posible lo que nos dice el Papa. Seamos, nosotros mismos, fieles en lo poco para poder serlo en lo mucho.
San Onofre, ermitaño - 5. Muerte de San Onofre
Era evidente que, dadas las circunstancias por las que había pasado San Onofre durante los años que pasó en el desierto, no era de esperar que le quedasen muchos años de vida. Por eso, en un momento determinado de la conversación que mantenían le pregunta San Pafnucio si había algo que le pudiese producir perturbación o preocupación excesiva. Le responde éste diciéndole:
“No se alarme, hermano Pafnucio, pero pienso que el Dios omnipotente ha puesto sus huellas directamente sobre este desierto para que usted me dé un entierro honorable, y comprometa mi cuerpo a la tierra. Porque ésta es la hora cuando mi alma debe ser soltada de sus cadenas terrenales y sea llevada a su creador en el reino del cielo.’”
Le pedía, por lo tanto, que le diese cristiana sepultura y que, luego, contase lo que con él había estado hablando y que difundiese la labor que hacía Onofre en el desierto.
Pero San Pafnucio quería pedir algo muy importante a Onofre y le dijo:
‘Sé que cualquier cosa que usted pida a Dios, el Señor lo concederá debido a la inmensa labor y la larga lucha que usted ha soportado disciplinando su cuerpo durante setenta años en el nombre del Señor. Concédame el regalo de su sagrada bendición, para que puedo ser como usted en la virtud, y que mi espíritu siempre pueda ser guiado por sus intercesiones, y que puedo ser digno de compartir con usted la vida que está por venir.’”
A esto respondió Onofre:
“‘No se preocupe. El Señor permitirá que su deseo este firme. Esté firme en su fe, actué valientemente (1 corintios 16.13), tenga sus ojos y su mente siempre sobre Dios, mantenga los mandamientos, no se conforme con lo hecho, trate de comprender la vida eterna. Que los Ángeles de Dios lo protegen y lo guardan de la perversidad, que usted puede ser declarado puro e inmaculado antes Dios en el día del Juicio Final.’”
Y, entonces, exclamando “En sus manos, Oh Señor, encomiendo mi espíritu“, entregó su espíritu al Padre. Era un 12 de junio, probablemente, del año 400.
Según cuenta San Pafnucio entonces escuchó a una multitud de Ángeles que elogiaban a Dios en el momento en el que partía el alma de Onofre al Cielo.
San Onofre se mantuvo en aquel desierto por un periodo de 70 años alimentándose de dátiles, pan, agua y, además, de hierbas silvestres que por allí encontraba. Alcanzó, con su forma de ser y de actuar, altas cotas de espiritualidad, diciendo la tradición, como hemos dicho que dijo el abad San Pafnucio, que cuando murió nuestro santo un coro angélico le rindió los honores que merecía aquel santo de Dios.
San Pafnucio partió en dos su hábito y, envolviendo su cuerpo a modo de sudario, lo introdujo en una grieta.
Eleuterio Fernández Guzmán
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