Serie “De Jerusalén al Gólgota” – IV – La Verónica

                                                 

Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el final de la vida de Cristo o, mejor, el camino que lo llevó desde su injusta condena a muerte hasta la muerte misma estuvo repleto de momentos cruciales para la vida de la humanidad. Y es que no era, sólo, un hombre quien iba cargando con la cruz (fuera un madero o los dos) sino que era Dios mismo Quien, en un último y soberano esfuerzo físico y espiritual, entregaba lo poco que le quedaba de su ser hombre.

Todo, aquí y en esto, es grande. Lo es, incluso, que el Procurador Pilato, vencido por sus propios miedos, entregara a Jesús a sus perseguidores. Y, desde ahí hasta el momento mismo de su muerte, todo anuncia; todo es alborada de salvación; todo es, en fin, muestra de lo que significa ser consciente de Quién se es.

Aquel camino, ciertamente, no suponía una distancia exagerada. Situado fuera de Jerusalén, el llamado Monte de la Calavera (véase Gólgota) era, eso sí, un montículo de unos cinco metros de alto muy propio para ejecutar a los que consideraban merecedores de una muerte tan infamante como era la crucifixión. Y a ella lo habían condenado a Jesús:

“Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: ¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás! Este había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: ‘¡Crucifícale, crucifícale!’” (Lc 23, 18-21)

Aquella muerte, sin embargo, iba precedida de una agonía que bien puede pasar a la historia como el camino más sangriento jamás recorrido por mortal alguno. Y es que el espacio que mediaba entre la Ciudad Santa y aquel Calvario fue regado abundantemente con la sangre santa del Hijo de Dios.

Jerusalén había sido el destino anhelado por Cristo. Allí había ido para ser glorificado por el pueblo que lo amaba según mostraba con alegría y gozo. Pero Jerusalén también había sido el lugar donde el hombre, tomado por el Mal, lo había acusado y procurado que su sentencia fuera lo más dura posible.

El caso es que muchos de los protagonistas que intervienen en este drama (porque lo es) lo hacen conscientemente de lo que buscan; otros, sin embargo, son meros seres manipulados. Y es que en aquellos momentos los primeros querían quitar de en medio a Quien estimaban perjudicial para sus intereses (demasiado mundanos) y los segundos tan sólo se dejaban llevar porque era lo que siempre habían hecho.

Jesús, por su parte, cumplía con la misión que le había sido encomendada por su Padre. Y la misma llevaba aparejada, pegada a sangre y fuego, una terrible muerte.

Podemos imaginar lo que supuso para el Hijo de Dios escuchar aquella expresión de odio tan incomprensible: ¡Crucifícale! Y es que Él, que tanto amaba a sus hermanos los hombres, miraba con tristeza el devenir que le habían preparado los que, por la gran mayoría de los suyos, eran tenidos por sabios y entendidos de la Ley de Dios.

De todas formas, era bien conocido por todos que Jesús los había zaherido muchas veces. Cuando llamó hipócritas a los fariseos se estaba labrando un final como aquel hacia el que se encaminaba; cuando sacó del Templo de Jerusalén a los cambistas y vendedores de animales para el sacrificio nada bueno estaba haciendo a su favor.

Por otra parte, es cierto que entre la sede del Procurador hasta el monte de la Calavera, apenas había un kilómetro de separación. Es decir, humanamente hablando apenas unos diez minutos podría haber invertido cualquier ser humano en llegar de un lado a otro. Sin embargo, para quien tanto había sido maltratado (ya se había producido la flagelación y la colocación de la corona de espinas) aquellos escasos mil metros supondrían, valga la expresión, un Calvario anticipado.

Ciertamente, la muerte de Jesús se estaba preparando desde hacía algunas horas. Todo apuntaba a ella pero, no podemos negarlo, sus perseguidores se habían asegurado de que otra cosa no pudiese suceder. Y es que lo habían atado todo bien atado y que el Procurador romano decidiera entregárselo era sólo cuestión de tiempo.

Otra cosa era que todo aquello estuviera previsto en las Sagradas Escrituras. Seguramente no se escribía con nombres y apellidos las personas que iban a intervenir pero ya el profeta Isaías escribiría que el Cordero de Dios sería entregado para ser llevado al matadero sin siquiera protestar. Y eso era lo que iba a suceder cuando el Procurador entregara a Jesús a los que querían terminar con su vida. Y es que cada paso que dio desde que se echara el madero al hombro hasta que llegó al Gólgota constituyó un ejercicio de perdón hacia aquellos que le estaban infligiendo un mal no fácil de soportar. No obstante, se estaba escribiendo, con letras de sangre, el camino de la salvación del género humano. 

 

IV. La Verónica

           

Es bien cierto que las Sagradas Escrituras no recogen la aparición de la llamada Verónica. En realidad, se trata de la tradición la que sitúa, en aquel momento de la Pasión de Nuestro Señor a quien, en realidad, se llamaba Serafia pero que por su acto pudo verse reflejado el verdadero rostro (“vero icono”) del Señor.

Sobre esta mujer hay autores que sostienen que, por ejemplo, puede tratarse de un “invento de la piedad y ternura cristianas” (P. José Luis Martín Descalzo dixit) pero, que en todo caso, se trata de algo que no puede ser del todo imposible porque es de esperar que alguien se atreviera a limpiar la sangre del rostro del Maestro en tan gran suplicio.

De todas formas, también es la Beata Ana Catalina Emmerich la que escribe acerca de la damos en llamar, precisamente, Verónica:

“Serafia había preparado en su casa un excelente vino aromatizado, con la piadosa intención de dárselo a beber al Señor para refrescarlo en su doloroso camino al Calvario. Cuando la vi por primera vez iba envuelta en un largo velo y llevaba de la mano a una niña de nueve años que había adoptado; del otro brazo, llevaba colgando un lienzo, bajo el que la niña escondió una jarrita de vino al ver acercarse la comitiva. Los que iban delante quisieron apartarla, más la mujer se abrió paso a través de la multitud de soldados y esbirros y llegó hasta Jesús, se arrodilló a su lado y le ofreció el lienzo, diciéndole: ‘Permite que limpie la cara de mi Señor’. Jesús lo cogió con su mano izquierda, enjugó con él su cara ensangrentada y se lo devolvió, dándole las gracias. Serafia, después de haberlo besado, lo metió debajo de su capa y se levantó. La niña tendió tímidamente la jarrita de vino hacia Jesús, pero los soldados no permitieron que bebiera. Lo inesperado del valiente gesto de Verónica había sorprendido a los guardias, y provocado una momentánea e involuntaria detención, que Verónica aprovechó para ofrecer el lienzo a su Divino Señor.  Los fariseos y los alguaciles, irritados por esta parada y, sobre todo, por este testimonio público de veneración que se había rendido a Jesús, pegaron y maltrataron a Nuestro Señor, mientras Verónica entraba corriendo en su casa.

En cuanto estuvo dentro, extendió el lienzo sobre la mesa que tenía delante y cayó de rodillas casi sin conocimiento. La niña se arrodilló a su lado, llorando. Una amiga que fue a visitarla la halló así, junto al lienzo extendido, y vio que la cara ensangrentada de Jesús estaba estampada en él en todos sus destalles. Se quedó atónica, hizo volver en sí a Verónica y le mostró el lienzo, delante del cual se arrodilló, llorando y diciendo: ‘Ahora puedo morir feliz, pues el Señor me ha dado un recuerdo de sí mismo’. Este paño era de tela fina, tres veces más largo que ancho, y se llevaba habitualmente alrededor del cuello: era costumbre llevar un lienzo semejante al socorrer a los afligidos y a los enfermos, y limpiarles la cara con él en señal de dolor o de compasión. Verónica guardó siempre el lienzo en la cabecera de su cama. Después de su muerte fue para la Santísima Virgen, y luego para la Iglesia, por medio de los apóstoles”.

 

Verónica

Aquella mujer, cuyo esposo, Sirach, era persona conocida al ser miembro del Consejo del Templo, era mujer piadosa. Seguramente había conocido a Jesús en alguna predicación del Maestro o, simplemente, a través de lo que le hubieran dicho acerca del desempeño de la misión que estaba cumpliendo desde que saliera del río Jordán.

Era una de aquellas santas mujeres que amaban a Jesús por lo que había supuesto para ellas en cuanto mujeres y, así, en cuanto seres humanos necesitados de respeto y admisión de su dignidad. Por ejemplo, como Claudia Prócula, esposa del Gobernador Pilato que insistió a su esposo para que dejara libre a Jesús porque acababa de tener un sueño en el que aparecía.

Aquella mujer que, con casi toda seguridad existió aunque no se llamara Verónica (pero así la conocemos como a aquel rico al que se ha dado en llamar Epulón,  que ricamente banqueteaba mientras Lázaro estaba a la puerta de su casa cubierto de yagas y del que no sabemos su nombre) quiso aliviar, aunque fuera poca cosa, el sufrimiento de quien consideraba totalmente inocente de aquello que le habían acusado y que le llevaba a pasar cerca de su casa con aquel ensangrentado rostro. Y utilizó una pieza de tela que, en efecto, se solía utilizar para mostrar compasión por quien necesitaba fuese mostrada. Y lo hizo muy a pesar de que le podía haber costado muy caro pues aquellos soldados romanos y alguaciles judíos no estaban por la labor de que nadie descompusiera, con ninguna excusa, la ejecución de aquella sentencia.

En Verónica podemos ver, pues, la imagen de quien quiere socorrer al necesitado sin tener en cuenta las consecuencias que pueda acarrearle aquel piadoso acto.  

Lo que Cristo tiene por bueno y mejor

Yo conozco a esta mujer. La he visto en alguna ocasión cuando he predicado en el Templo y en las calles de esta ciudad que no ha querido escuchar lo que le he dicho y que va a sufrir mucho en un tiempo no muy lejano. ¡Cuánto he llorado por sus murallas pero, sobre todo, por los hijos que contiene dentro de ellas!

Aun no he salido de la ciudad pero pronto podré ver el lugar donde están preparando mi crucifixión. ¡Qué amargura tan terrible es para mí saber que muchos, que son mis mejores amigos, se han alejado de mí! Pero esta mujer, que parece quiere aliviarme algo este camino de sangre, parece no tener miedo. Luego dicen que el hombre es valiente mientras que la mujer se esconde detrás de la espada del marido. Pero otros, hombres, se han alejado de esta comitiva de muerte porque temen ser ellos los siguientes.

Ella, sin embargo, nada teme. Y es que según les he dicho yo mismo en más de una ocasión, la fe, la creencia y la confianza en Dios Todopoderoso y en su Enviado, da unas fuerzas que no son naturales. Y no lo son porque son, por eso mismo, sobrenaturales. Y es que vienen del más allá, del mismo corazón de mi Padre.

Veo, de todas formas, que corre un grave peligro. Los que me custodian no lo hacen porque me respeten o porque crean que soy inocente. Eso les trae sin cuidado. No. Lo hacen porque, de otra forma, pueden ser merecedores de un castigo bastante grave. Por eso lo hacen con rabia y con furor. Y no sé cómo van a actuar cuando vean que una mujer se me acerca para limpiarme el rostro pues eso es lo que parece quiere hacer con el paño que lleva en la mano.

Si ella llegara a saber el gozo que me puede producir este alivio… No porque la sangre me pese (la he aceptado desde el primer momento… de mi vida) sino porque muestra que hay pequeños en la fe que han comprendido y aceptado lo que les he dicho. Los otros, aquellos que tiran de estas cuerdas como si no fuera ya suficiente llevar la cruz, no hacen más que gozar con este sangriento espectáculo.

 

De nosotros mismos a Cristo

Cuando somos capaces de comprender lo que supone ser hermanos tuyos, Cristo, entonces sabemos a qué atenernos. Con nuestro prójimo sólo podemos manifestar amor y perdón.  Por eso Verónica quiso limpiar tu rostro de Maestro y quiso, también, guardar aquella imagen en aquel lienzo impresa.

La voluntad que manifestó aquella piadosa mujer tiene mucho que ver con lo que supone ser hermanos tuyos. Y es que nosotros, que nos sabemos nada ante ti y ante Dios Padre, estamos más que seguros que tenemos el mandato interno, dado a nuestro corazón por Dios, de servir al prójimo como tú lo serviste.

 

 

Eleuterio Fernández Guzmán

 Nazareno

 

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Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

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