“Una fe práctica”- Lo que pasa cuando te confiesas - 4 - Quitarse un gran peso de encima
Confesarse es un deber. Así de claro. Y eso quiere decir, sencillamente, que estamos obligados a hacerlo.
Se podría decir que sostener eso es llevar las cosas demasiado lejos en cuanto a nuestra fe católica. Sin embargo, si decimos que confesarse es un deber es porque hay un para qué y un porqué.
Debemos confesarnos para limpiar nuestra alma. Y eso no es tema poco importante. Y es que debemos partir de nuestra fe, de lo que creemos. Y creemos, por ejemplo, que después de esta vida, la que ahora vivimos, hay otra. ¡Sí, otra! También estamos seguros que la otra vida ha de ser mejor que esta (alguno podrá decir que para eso tampoco debe hacerse mucho…) pero que el más allá no tiene un único sentido. Es decir, que hay, eso también lo creemos, Cielo, Purgatorio e Infierno. Así, de mejor a peor lo decimos para que nos demos cuenta de la escala de cosas que pasan tras caminar por este valle de lágrimas.
Pues bien, lo fundamental en nuestra confesión es que nos sirve para limpiara el alma. Tal es el porqué. Pero ¿tan importante es limpiarla?
Bueno. Preguntar esto es ponerse muy atrás en la fila de los que entran en el Cielo o, como mal menor, en el Purgatorio. Y es que si no la limpiamos suficientemente de lo que la mancha es más que posible que las puertas que custodia san Pedro no nos vean en un largo tiempo. Tal es así porque si no nos hemos limpiado del todo la parte espiritual de nuestro ser y nuestras manchas no nos producen la muerte eterna (ir al Infierno de forma directa tras nuestra muerte) es seguro que el Purificatorio lo habitaremos por un periodo de tiempo (bueno, de no-tiempo porque allí no hay tiempo humano sino, en todo caso, un pasar) que será más o menos largo según la limpieza que necesitamos recibir. Y es que ante Dios (en el Cielo) sólo podemos aparecer limpios de todo pecado, blancos como la nieve limpia nuestra alma.
Y decimos eso de ponerse atrás en la fila de los que quieren tener la Visión Beatífica (ver a Dios, en suma) porque no saber que es necesaria tal limpieza no ha de producir en nosotros muchos beneficios. Es más, no producirá más que un retraso en la comprensión del único negocio que nos importa: el de la vida eterna. ¡Sí, negocio, porque es algo contrario al ocio!: es lo más serio que debemos tener en cuenta y, en suma, un trabajo esforzado y gozoso.
Lo bien cierto es que somos pecadores. Lo sabemos desde que somos conscientes de que lo somos pero, en realidad, lo somos desde que nacemos. Es algo que debemos (des)agradecer a nuestros Primeros Padres, Adán y Eva y a su fe manifiestamente mejorable, a sus ansias de un poder que no podían alcanzar y, en fin, a no haber entendido suficientemente bien qué significaba no cumplir con determinado mandato de Dios. Es más, con el único mandato del Creador que no consistía en hincarle el diente a una fruta sino en no hacer caso a lo claramente dicho por Quien les había puesto en el Paraíso, les había librado de la muerte y les había entregado, nada más y nada menos, que el mando sobre toda criatura, planta o cosa que había creado. Pero ellos, como se nos ha enseñado a lo largo de los siglos desde que el autor inspirado escribiese aquel Génesis del Principio de todos los principios, hicieron caso omiso a lo dicho por Dios y siguieron las instrucciones de un Ángel caído que había tomado la forma, muy apropiada, de un animal rastrero.
En fin. El caso es que podemos pecar. Vamos, que caemos en más tentaciones de las que deberíamos caer y se nos aplica más bien que mal aquello que dijo san Pablo acerca de que hacía lo que no quería hacer y no hacía lo que debía. Y es que el apóstol, que pasó de perseguidor a perseguido, no queriendo hacer un trabalenguas con aquello dejó todo claramente concretado: pecamos y tal realidad es tozuda con absoluta nitidez.
Pues bien. Ante todo este panorama (del cual, por cierto, no debemos dudar ni por un instante) ¿qué hacer? Y es que pudiera parecer que deberíamos perder toda esperanza porque si somos pecadores desde que nacemos (aunque luego se nos limpie la mancha original con el bautismo) ¿podemos remediar tan insensato comportamiento?
¡Sí! Ante esto que nos pasa Dios ha puesto remedio. A esto también ha puesto remedio. Y es que conociendo, primero, la corrupción voluntaria de nuestra naturaleza y, luego, nuestro empecinamiento en el pecado, tuvo que hacer algo para que no nos comiese la negrura de nuestra alma que, poco a poco, podía ir tomando un tinte más bien oscuro.
Sabemos, por tanto, el para qué y, también, el porqué. Es decir, no podemos ignorar, no es posible que digamos que nada de esto sabemos porque es tan elemental que cualquier católico, formado o no, lo sabe. Y, claro, también sabemos, a ciencia y corazón ciertos, lo sabemos, que remedio, el gran remedio, se encuentra en una palabra que, a veces, nos aterra por el miedo que nos produce enfrentarnos a ella. Pero digamos que la misma es “confesión”. Es bien cierto que, teológicamente hablando decimos que se trata de un Sacramento (materia, pues sagrada, por haber sido instituido por Cristo) y que lleva por nombre uno doble: Reconciliación y Penitencia. La primera de ella es porque, confesándonos nos reconciliamos con Dios pero, no lo olvidemos, también con la Iglesia católica a la que pertenecemos porque a ella, como comunidad de hermanos en la fe, también afectan nuestros pecados (alguno habrá dicho algo así como “¿eso es posible? Y lo es, vaya si lo es); la segunda porque no debemos creer que nuestras faltas y pecados, nuestras acciones y omisiones contrarias a un mandato divino nos van a salir gratis. Es decir, que al mismo tiempo que reconocemos lo que hemos hecho (o no, en caso de pecados de omisión) manifestamos un acuerdo tácito (no dicho pero entendido así) acerca de lo que el sacerdote (Cristo ahora mismo que nos confiesa y perdona) nos imponga como pena. Y es que, en efecto, esto es una pena: la sanción y el hecho mismo de haber pecado contra Dios.
Conviene pues, nos conviene, saber qué nos estamos jugando con esto de la confesión. No se trata de ninguna obligación impuesta por la Iglesia católica como para saber qué hacemos ni, tampoco, algo que nos debe pesar tanto que no seamos capaces de llevar tal peso y, por tanto, no acudamos nunca a ella. No. Se trata, más bien, de reconocer que todo esto consta o, mejor, contiene en sí mismo, un proceso sencillo y profundo: sencillo porque es fácil de comprender y profundo porque afecta a lo más recóndito de nuestro corazón y a la limpieza y blancura de nuestra alma. Así y sólo así seremos capaces de darnos cuenta de que está en juego algo más que pasar un mal momento cuando nos arrodillamos en el confesionario y relatamos nuestros pecados a un hombre que, en tal momento sólo es como nosotros en cuanto a hombre pero, en lo profundo, Cristo mismo. Lo que, en realidad, nos estamos jugando es eso que, de forma grandilocuente (porque es algo muy grande) y rimbombante (porque merece tal expresión) denominamos “vida eterna”. ¡Sí!, de la que santa Teresa de Jesús dice que dura para siempre, siempre, siempre.
¿Lo ven, ustedes?, hasta una santa como aquella que anduvo por los caminos reformando conventos y fundando otros sabía que lo que hay tras la muerte es mucho más importante que lo que hay a este lado del definitivo Reino de Dios. Y, claro está, tal meta, tal destino, no se va a conseguir de una manera sencilla o fácil, sin esfuerzo o sin nada que suponga poner de nuestra parte. Y es que ahora, ahora mismo, acude a nuestra memoria otro santo grande, san Agustín, que escribió aquello acerca de que Dios, que nos creó sin que nosotros dijéramos que queríamos ser creados (pero nos gusta haber sido creados) no nos salvará sin nosotros (y más que nos gusta ser salvados).
Y esto, se diga lo que se diga, es bastante sencillo y simple de entender.
4 - Quitarse un gran peso de encima: un nuevo mundo, un mundo nuevo
Del confesionario salimos con una tarea que cumplir: la penitencia.
El sacerdote, una vez escuchados nuestros pecados y atendiendo a lo que es su experiencia sacramental, nos impone una penitencia que, de ser posible de forma inmediata, debemos cumplir.
La penitencia puede ser diversa. Es decir, no siempre puede consistir en rezar una o tal oración una o varias veces. También, por ejemplo, puede tratarse de en llevar a cabo determinada ofrenden, en realizar obras de misericordia, en determinados servicios al prójimo, en privaciones voluntarias, en sacrificios y, sobre todo, en reconocer que cargamos con una cruz y que debemos llevarla con alegría. De tal manera, y cumpliendo lo mejor posible la penitencia impuesta, cumplimos con nuestra obligación de sufrir con Cristo crucificado.
La penitencia es la forma, digamos, de terminar de limpiar los pecados que acabamos de confesar al sacerdote. Con ella, además, se abre la puerta a un mundo nuevo. Y es que ahora mismo hemos limpiado nuestro corazón y, por decirlo de una manera gráfica, el camino hacia el definitivo Reino de Dios está expedito. Es más, y aunque esto pudiera parecer una barbaridad, este momento sería el ideal para ser llamado por Dios pues, no obstante, se suele decir, al respecto de la muerte, eso de que “Dios te coja confesado”. Pues confesados, ahora mismo, ya estamos.
Bueno. Una vez hecho notar lo que supondría la muerte tras la confesión, lo bien cierto es que cuando salimos de confesionario todo parece distinto.
Podemos decir que lo que se produce con la confesión es una conversión o, mejor, la manifestación de una confesión de fe.
Tal confesión de fe, que no es más que la manifestación de nuestra creencia de una forma continua y no una mera conversión de quien no es cristiano, supone querer, anhelar, ser de otra forma. Venir a ser un católico consciente de lo que eso supone es lo que produce en nosotros el acudir al Sacramento de la Reconciliación también llamado, como sabemos, de Penitencia.
Lo bien cierto es que cuando confesamos nuestros pecados lo que hacemos es, en efecto, nos quitamos un peso, un gran peso, de encima. Y es que saber que nuestra alma está manchada y más que manchada por nuestras acciones y omisiones, ser conscientes de ello, supone algo muy grave. Es más, puede suponer, al fin y a la postre, la simiente sobre la que fructifique una alejamiento de la fe que nos sostiene.
Esto, así dicho, podría parecer exagerado. Sin embargo, pensemos lo que supone para nosotros saber que pecamos y que, de no acudir a la confesión, seguimos empeorando al respecto del estado de nuestra alma; que la misma puede verse tan afectada por nuestras faltas que acabemos creyendo que nunca saldremos adelante y que la fosa en la que hemos caído será imposible de subir hacia la superficie de una vivencia limpia de la fe. Y esto puede ser una losa demasiado pesada como para ser levantada o movida de sitio.
Sin embargo, nosotros ahora nos hemos confesado y no queremos, para nada, pensar que podemos alejarnos de nuestra fe. Si hemos dado un paso tan importante como para arrodillarnos en el confesionario ante el sacerdote es porque creemos firmemente en este Sacramento y, por tanto, hemos alejado, estamos más que seguros que seremos capaces de llevar una vida espiritual lo más sana posible. Además, también sabemos que el sacerdote siempre estará dispuesto a acogernos y a volver a perdonar, en nombre de Jesucristo, nuestros pecados.
Pero ahora todo es luz.
Si a veces podemos estar renuentes a orar o, incluso, a rezar, cumplir con la penitencia impuesta por el sacerdote nos parece, en estas circunstancias, de un gozo difícilmente explicable. Es, por así decirlo, como un dulce sabor espiritual que degustamos con delectación. Es más, seguramente, cumplir la penitencia supone un alimento espiritual que refuerza mucho nuestra alma y que nos da fuerza tan grande como para seguir adelante.
¿Por qué nos pasa eso?
Ciertamente es posible que lo hayamos pasado mal en la confesión: ser humildes, decir cosas que nadie (salvo Dios) conoce y que, muchas veces, son muy íntimas y corresponden a lo más profundo de nuestro ser sabemos que nos llena de vergüenza, no es nada fácil. Por eso retardamos tanto (cuando eso sucede, claro está) la confesión y nos cuesta un esfuerzo tan grande reconocer que pecamos. Y no es porque creamos que no pecamos sino, precisamente, por todo lo contrario: sabemos que pecamos y que lo hacemos demasiadas veces. Y eso nos pesa y deja caer una gran losa sobre nuestra voluntad de arrepentimiento.
Ante nosotros, por tanto, se abren las puertas de un nuevo mundo. Y es nuevo porque hemos limpiado el alma y porque, por eso mismo, lo que nos acoge ha de ser, por la fuerza espiritual mostrada, mejor. La novedad, pues, del mundo que tenemos ante nosotros es que ofrece la posibilidad de no caer más en las tentaciones del Maligno y, así, caminar hacia el definitivo Reino de Dios (hacia el Cielo) con una seguridad que crece, a partir de ahora, sobre un espíritu también nuevo, limpio.
Pero si nos encontramos con un nuevo mundo, no podemos negar que también haya un mundo nuevo o, lo que es lo mismo, que la realidad nos ofrezca algo que antes, por nuestras especiales circunstancias pecaminosas, no podía ofrecernos. Y es que, como nos hemos confesado, lo que antes podía tentarnos ya no nos va a tentar.
Es bien cierto, sin embargo, que tenemos una naturaleza pecadora (lo es desde nuestro concepción que se ve afectada por el pecado original) y que es probable que volvamos a caer y tener, de nuevo, que levantarnos. Sin embargo, lo que ahora, tras la confesión, tenemos ante nosotros, es algo nuevo de lo que podemos obtener gran provecho espiritual.
El caso es que esto nos pasa porque tras la confesión nos hemos reconciliado con Dios y, no lo olvidemos, con la Iglesia (a la que también perjudicamos cuando pecamos). Pero también hemos recuperado la gracia santificante. Por eso podemos caminar hacia la perfección y sabemos que nuestro espíritu ha recibido un gran consuelo con el perdón de aquello que lo agobiaba.
En realidad, la confesión se convierte, es, un instrumento verdaderamente eficaz para colaborar con nosotros en el camino de la perfección (recordemos aquello que dijo Jesús acerca de que debíamos ser perfectos como su Padre lo es) que debemos recorrer si es que sabemos lo que es más conveniente para nosotros. Y esto es así porque el arrodillarnos en el confesionario nos ha procurado, como ya hemos dicho, la puesta en práctica de la virtud de la humildad; también la de la fe en Cristo Salvador y en sus méritos universales e infinitos. Pero es que, además, la esperanza en el perdón de nuestros pecados y la consiguiente mejora en nuestro anhelo de vida eterna nos ha procurado un estado espiritual eminentemente positivo con el que nos sentimos, ¡ahora sí!, preparados para afrontar nuestra vida con una perspectiva gozosa.
No es esto, sin embargo, todo.
La confesión nos hace afirmar el Amor incondicional que Dios tiene por nosotros. Y es que sabemos que, por muy pecadores que seamos, ha tenido a bien tener misericordia de nuestras miserias y, a través del sacerdote, nos ha perdonado. Eso, precisamente eso, puede hacer nacer en nosotros algo similar a un ansia de reconciliación con quien nos haya ofendido porque no podemos ser nosotros, más (aquí, menos) que nuestro Maestro que tanto perdonó.
También hemos mejorado en franqueza hacia nuestro Padre y Señor porque hemos querido decir lo que no hemos hecho bien y, aunque Él ya lo sabía, no por eso íbamos a dejar dejación de un deber tan necesario como el de confesar los pecados. Además, en el mismo instante de ser perdonados hemos puesto una clara distancia entre el llamado misterio de iniquidad que es el pecado y nosotros y hemos progresados espiritualmente.
No podemos negar, por tanto, que el peso que nos hemos quitado de encima es más que grande.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Por la libertad de Asia Bibi.
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Por el respeto a la libertad religiosa.
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Panecillos de meditación
Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.
Panecillo de hoy:
Decir que somos pecadores no es tan mal. Es más, nos es muy conveniente.
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Para leer Fe y Obras.
Para leer Apostolado de la Cruz y la Vida Eterna.
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