Serie oraciones - Invocaciones: Santísima Trinidad, de Romano Guardini
No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!
Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.
No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:
“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”
Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.
Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.
Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:
-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.
-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.
-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.
-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.
-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.
-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.
-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.
Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.
Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.
Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.
Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.
Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:
La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.
La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.
Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.
Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.
Serie Oraciones – Santísima Trinidad, de Romano Guardini.
En Cristo se nos ha abierto la hondura de la vida escondida de Dios. Su naturaleza, palabra y obra tan llenas de la realidad de lo sagrado. Pero de ella brotan figuras vivas: el Padre, en su omnipotencia y bondad; el Hijo, en su verdad y amor redentor , y entre ellos, el desprendido, el creador, el Espíritu.
Es un misterio que supera todo sentido; y hay gran peligro de escandalizarse de él. Pero yo no quiero un Dios que se ajuste a las medidas de mi pensamiento y esté formado a mi imagen. Quiero el auténtico, aunque sé que desborda mi intelectual capacidad. Por eso, ¡oh Dios vivo!, creo en tu misterio, y Cristo, que no puede mentir, es su fiador.
Cuando anhelo la intimidad de la compañía, tengo que ir a los demás hombres; y por más honda que sea la ligazón y más hondo que sea el amor, seguimos, sin embargo, separados. Pero tú encuentras tu propio «tú» en ti mismo. En tu misma hondura desarrollas el diálogo eterno. En tu misma riqueza tiene lugar el perpetuo regalo y recepción del amor.
Creo, ¡oh Dios!, en tu vida una y trina. Por ti creo en ella, pues ese misterio cobija tu verdad. En cuanto se abandona, tu imagen se desvanece en el mundo. Pero también, ¡oh Dios!, creo en ella por nosotros, porque la paz de tu eterna vida tiene que llegar a ser nuestra patria. Nosotros somos tus hijos, ¡oh Padre!; tus hermanos y hermanas, Hijo de Dios, Jesucristo, y tú, Espíritu Santo, eres nuestro amigo y maestro.
¡Gran misterio es, para nosotros, la Santísima Trinidad!
No podemos decir, sin decir cosas que no son verdad, que decir tal término y entrarnos una congoja grande no sea una misma realidad. No es, por cierto, por miedo ni nada por el estilo sino por estar más que seguros que aún no entendiendo mucho de lo que tiene que ver con la Santísima Trinidad si es bien verdad que lo que entrevemos nos gusta y gozamos disfrutando (¡Sí, disfrutando!) con ello.
Pedir a la Santísima Trinidad no es cualquiera cosa. En un sentido no poco cierto es una especie de trampilla espiritual porque al ver en la misma al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo es como si de una vez pudiéramos dirigirnos a Quien crea, a Quien es hombre y a Quien es Amor por encima de todo. Una especie de tres-en-uno que da mucho sentido a nuestra vida.
Es muy bueno pedir a Dios sabiendo que nos excede, ¡en tanto!, que no somos medida alguna siquiera importante si nos imaginamos a su espiritual lado. Y, sin embargo, eso no ha de impedir que sepamos que es a través de Jesús en Quien Dios revela su naturaleza amorosa y misericordiosa. Por eso nos vale el Hijo para tratar de recibir, en nosotros, al Padre y llevar en nuestro corazón, su templo, al Espíritu Santo.
No extraña, por tanto, que el misterio de la Santísima Trinidad sirva para afianzar nuestra fe. No es que nos abandonemos a lo que no entendemos de tal forma que seamos como muñecos manejados por las manos del Creador sino que sí comprendemos que en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, todo se encierra, todo se encuentra. Y lo comprendemos de una forma que, a lo mejor, no alcanzamos a entender pero que nos ha sido fijada por el Todopoderoso como sustancia en nuestra creación, como una especie de don clarificador de lo que somos y a lo que tendemos a ser. Es como esa especie de raíz de la Ley de Dios que, como diría San Pablo, tienen hasta los gentiles sin saberlo pero realizan cuando algo hacen…
Y aquí un punto de natural egoísmo gozoso y espiritual: también creemos en la Santísima Trinidad porque en el qué seremos, más allá de este peregrinar por el valle de lágrimas, queremos ser, queremos llegar a alcanzar la paz eterna en la vida eterna. Por eso también porque eso es como cuando en el Acto de Contrición decimos que nos pesa haber ofendido a Dios porque nos puede condenar a las penas del Infierno. La verdad, y más en estos temas espirituales, es conveniente y necesaria.
Al fin y al cabo todo esto como si un tren de alta velocidad lo viéramos pasar desde la ventana de nuestra casa o fuéramos parte del pasaje que en él va. No se puede estar en los dos lados. Y, con franqueza lo decimos, es mejor estar en la creencia que en la no creencia.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Por la libertad de Asia Bibi.
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Por el respeto a la libertad religiosa.
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Panecillos de meditación
Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.
Panecillo de hoy:
Dirigirse a Dios es un privilegio que sólo tienen aquellos que creen en el Todopoderoso. Debemos hacer, por tanto, uso de tal instrumento espiritual siempre que seamos capaces de darnos cuenta de lo que supone.
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