Serie P. José Rivera - Jesucristo
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Panecillos de meditación
Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.
Panecillo de hoy:
Jesucristo vino al mundo para que pudiera salvarse y se cumpliese, así, la voluntad de Dios. Vino y se quedó para siempre. No deberíamos olvidarlo.
Y, ahora, el artículo de hoy.
Serie P. José Rivera
Presentación
“Sacerdote diocesano, formador de sacerdotes, como director espiritual en los Seminarios de El Salvador e Hispanoamericano (OCSHA) de Salamanca (1957-1963), de Toledo (1965-1970), de Palencia (1970-1975) y de nuevo en Toledo (1975-1991, muerte). Profesor de Gracia-Virtudes y Teología Espiritual en Palencia y en Toledo.”
Lo aquí traído es, digamos, el inicio de la biografía del P. José Rivera, Siervo de Dios, en cuanto formador, a cuya memoria y recuerdo se empieza a escribir esta serie sobre sus escritos.
Nace don José Rivera en Toledo un 17 de diciembre de 1925. Fue el menor de cuatro hermanos uno de los cuales, Antonio, fue conocido como el “Ángel del Alcázar” al morir con fama de santidad el 20 de noviembre de 1936 en plena Guerra Civil española en aquel enclave acosado por el ejército rojo.
El P. José Rivera Ramírez subió a la Casa del Padre un 25 de marzo de 1991 y sus restos permanecen en la Iglesia de San Bartolomé de Toledo donde recibe a muchos devotos que lo visitan para pedir gracias y favores a través de su intercesión.
El arzobispo de Toledo, Francisco Álvarez Martínez, inició el proceso de canonización el 21 de noviembre de 1998. Terminó la fase diocesana el 21 de octubre de 2000, habiéndose entregado en la Congregación para la Causas de los Santos la Positio sobre su vida, virtudes y fama de santidad.
Pero, mucho antes, a José Rivera le tenía reservada Dios una labor muy importante a realizar en su viña. Tras su ingreso en el Seminario de Comillas (Santander), fue ordenado sacerdote en su ciudad natal un 4 de abril de 1953 y, desde ese momento bien podemos decir que no cejó en cumplir la misión citada arriba y que consistió, por ejemplo, en ser sacerdote formador de sacerdotes (como arriba se ha traído de su Biografía), como maestro de vida espiritual dedicándose a la dirección espiritual de muchas personas sin poner traba por causa de clase, condición o estado. Así, dirigió muchas tandas de ejercicios espirituales y, por ejemplo, junto al P. Iraburu escribió el libro, publicado por la Fundación Gratis Date, titulado “Síntesis de espiritualidad católica”, verdadera obra en la que podemos adentrarnos en todo aquello que un católico ha de conocer y tener en cuenta para su vida de hijo de Dios.
Pero, seguramente, lo que más acredita la fama de santidad del P. José Rivera es ser considerado como “Padre de los pobres” por su especial dedicación a los más desfavorecidos de la sociedad. Así, por ejemplo, el 18 de junio de 1987 escribía acerca de la necesidad de “acelerar el proceso de amor a los pobres” que entendía se derivaba de la lectura de la Encíclica Redemptoris Mater, del beato Juan Pablo II (25.03.1987).
En el camino de su vida por este mundo han quedado, para siempre, escritos referidos, por ejemplo, al “Espíritu Santo”, a la “Caridad”, a la “Semana Santa”, a la “Vida Seglar”, a “Jesucristo”, meditaciones acerca de profetas del Antiguo Testamento como Ezequiel o Jeremías o sobre el Evangelio de San Marcos o los Hechos de los Apóstoles o, por finalizar de una forma aún más gozosa, sus poesías, de las cuales o, por finalizar de una forma aún más gozosa, sus poesías.
A ellos dedicamos las páginas que Dios nos dé a bien escribir haciendo uso de las publicaciones que la Fundación “José Rivera” ha hecho de las obras del que fuera sacerdote toledano.
Serie P. José Rivera
Jesucristo
No es de extrañar que un sacerdote dedique mucho de su tiempo a pensar y a meditar sobre la persona de Jesucristo, sobre lo que hizo en su vida pública y sobre lo que supuso su entrega por la humanidad. Si, además, se trata de una persona muy unida al Hijo de Dios, el resultado de tal pensamiento y tal meditación ha de ser, forzosamente, fructífero.
Ya en el Prólogo de este libro del P. José Rivera se nos dice que “Según esto, D. José se nos revela -pues él mismo se presenta-, sobre todo en las páginas de su Diario, como especialmente afinado para vivir de la ternura y del amor de Cristo, en su humanidad y en su sicología. Y sucede que fue enamorado por Cristo desde muy temprano. A partir de ese enamoramiento, toda su vida será una transformación continua al amor de Cristo, a la ternura del amor de Cristo, que se le muestra como absoluta, como infinita, como desmesurada… Así sucede en la conversión de los 17 años o en la experiencia arrebatadora de los 21, cuando decide definitivamente caminar hacia el sacerdocio, dejándolo todo por El. Y este todo para él era mucho o, al menos, así lo soñaba su juventud.” (1)
Es más, abundando en lo que supone Jesucristo para el sacerdote toledano, en su Diario, año 1972, escribió esto otro (2):
“Mi vida se me ofrece como una obra de belleza maravillosa. (Dios mío, nada hay más hermoso que el Amor! Dios, que es Amor, es Belleza). Y los 46 años ya pretéritos están apretadamente llenos de manifestaciones, de realizaciones del amor de Cristo…
Si fuera pintor, (¡qué cuadro!; si tuviera tiempo, (¡qué poema! San Juan de la Cruz pudo cantar -lo que daba su experiencia- el amor de Cristo a una esposa fiel); yo compondría el cántico del amor de Cristo al hombre que no le fue fiel jamás. Y ese matiz es todavía más bello”
Vemos, pues, que Jesucristo fue sostén de la vida del P. José Rivera y que, con su apoyo, caminó hacia el definitivo Reino de Dios, sabiendo de Quién se fiaba.
Decir, para empezar, que Jesús era hombre y que, por lo tanto, tenía cuerpo y tenía alma, nos debe parecer de lo más ordinario, por común, pero no por eso debemos reconocerlo. Así, dice el P. José Rivera que (3)
“El Nuevo Testamento insiste enormemente en la importancia de este punto cristológico, para que conste con toda certeza que Cristo es verdaderamente hombre. Por esto en los Evangelios se impone por todas partes la realidad de la naturaleza humana de Cristo.
Podríamos distribuir los textos en tres apartados:
1.- En cuanto a su origen, Cristo aparece como descendiente de David y los patriarcas “según la carne” (Rom 1,3; 9,5; Genealogías: Mt 1,1-17; Lc 3,23-28). Nació de una mujer (Gal 4,4). San Juan recalcará esta verdad con una frase y un término más expresivos: “El Verbo se hizo carne” (Jn 1,14); esta expresión `carne´ designa al hombre en su condición débil y mortal (Cf. Jn 3,6; 17,12).
Al lado de estos textos, están las narraciones del “Evangelio de la infancia” (Lc 1-2), en las que aparecen con todo lujo de detalles aspectos muy concretos del nacimiento y desarrollo del hombre Dios Jesucristo.
2.- Durante su vida, Cristo manifiesta la plena sujeción a las limitaciones humanas; hombre como nosotros en todo, menos en el pecado: Tiene hambre (Mt 4,2); se fatiga (Jn 4,6); experimenta la sed (Jn 4,7), el sueño (Mt 4,38) y el sufrimiento…
3.- Podríamos resaltar aparte los relatos de la Pasión de los cuatro Evangelios, en los que la humanidad de Cristo aparece recalcada y afirmada. También Hbr 10,5: “No quieres sacrificio, ni holocausto; pero me has dado un cuerpo. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad".
Cristo, por lo tanto, fue hombre y tuvo, por eso mismo, alma pues las facultados y funciones de la misma se expresa en toda radicalidad y perfección en el Hijo de Dios. Así, tanto desde el punto de vista del entendimiento humano como del de la voluntad humana (donde la rectitud, la intensidad y la sensibilidad de Jesucristo se expresan de una forma divina) se muestra que Jesucristo es hombre dotado de alma repleta de un ansia clarificadora: cumplir la voluntad de su Padre.
Y, para creer que todo esto fue y es cierto hay que partir de una premisa sin la cual nada de lo demás puede tener valor para nosotros: Jesús es Hijo de Dios; es el Hijo de Dios.
El P. José Rivera entiende que “La fe en que Jesucristo es el Hijo de Dios es el punto decisivo. Todo lo demás es principio (Misterio de la Trinidad) o consecuencia. Esta era la confesión cristiana primitiva y sigue siéndolo: ‘La vida eterna es ésta: Que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo’” (Jn 17,3). Es decir, quien cree en Jesucristo Hijo de Dios se salva; quien no cree, se condena.” (4)
Dicho así, con tal crudeza, pudiera parecer que es exageración y que la cosa no será para tanto. Sin embargo, aquí no caben palabras vanas ni políticamente correctas porque está dicho y escrito con toda claridad: creer o condenarse y no hay otra solución posible.
Sabemos, por lo tanto, que hay que creer en Jesucristo. Y también creer que “existe, pues, una Persona divina que es el Hijo frente al Padre” (5); que “por tanto es Persona, es decir, que conoce, quiere y actúa, como las tres manifestaciones más importantes de un ser personal” (6) pero que “es Persona divina, porque todo su ser personal lo es de manera infinita” (7).
Dios, por su parte, tiene, al respecto de Jesucristo, una Paternidad divina que es “total”, “eterna”, “inmutable” y “plenamente consciente y libre” (8) pues Cristo es “Palabra del Padre” (9). Por eso existe una “Comunidad perfecta entre el Padre y el Hijo. No semejanza o concordia, sino identidad total y perfecta de vida: Pensamiento, voluntad, actividad, cualidades… La única diferencia es que el Padre lo tiene todo (lo es todo) como origen y el Hijo lo tiene todo (lo es todo) como recibido” (10) y Cristo “recibiendo todo, recibe también la capacidad de vivificar” (11).
Cristo es Amor
Tenemos por verdad que el Hijo de Dios es expresión de la caridad y que el Amor, con mayúsculas, determinó su modo de vida y la forma cómo entregó la misma para bien de la humanidad toda. Dios es Amor y Cristo, como Hijo, también lo es.
Dice, a este respecto, el P. José Rivera, que “Jesús me ama con todas sus capacidades. No puedo imaginar potencia, ni acto, ni palabra, ni latido del corazón de Jesús, que se mueva fuera de este amor; y esto siempre. Hace 20 siglos, hace diez y siete millones, trescientas veinte mil horas, que un hombre me está amando sin remisión, en cuanto a la intensidad, sin interrupción en cuanto al tiempo, sin dejación en cuanto a las facultades; sin riesgos de cansancio, sin ser influido por mi respuesta” (12).
Jesucristo, pues, nos ama a cada uno de nosotros, hermanos suyos en la fe y, más allá, por haber sido creados por Dios (Él engendrado) y estar bajo el manto de Amor del Todopoderoso. Y “Todo esto, en la práctica, indica que Cristo quiere que sea mucho más fiel a la contemplación de su amor. Los desórdenes afectivos propios pueden y deben ser vistos como manifestaciones deformadas, pero reales, de este amor suyo a mí y a esas mismas personas. Como esos espejos cóncavos, que deforman la imagen, pero que anuncian la presencia del reflejado. Cualquier tentación hacia una actuación egoísta de mi entendimiento o de mi afectividad o de lo que sea, me está proclamando el deseo secular de Cristo de que le conozca y le ame a El, de que me una -de que me deje unir a El- mucho más totalmente aún de lo que yo deseo unirme, con esa verdad o con esa persona” (13).
En realidad, el amor de Cristo hacia nosotros ha de tener una respuesta de nuestra parte y ha de ser, por lo tanto, recíproco. Y esto porque “Una característica de su amor es ser estrictamente fontal: en cuanto que no hay belleza que no proceda de El, y por tanto, lo que no procede de El no es bello, aunque nuestro pervertido gusto lo estime como tal; de que no puede por menos de producir belleza en toda actuación. Y por eso no puedo proponer yo nada, sino esperarlo todo de El. Que el Espíritu me impulse al amor y me retenga de todo egoísmo. Y que me infunda de continuo, contrición por mis posibles infidelidades. Contrición: acto que rompe la postura pecaminosa, establecida por el acto pecaminoso, y que al romperla, deja de nuevo actuar al Espíritu, que es el Amor personal que Cristo Dios espira” (14).
Fuente, pues, de toda belleza, el amor de Jesucristo, ha de infundir en nosotros una seguridad total en la vida eterna que nos ha ganado con su muerte, y muerte de cruz. Pero, sobre todo, ha de ser fundamento de una existencia basada en una belleza tal que no ha habido otra igual a la suya.
Según lo hasta ahora dicho, Jesucristo resulta insustituible, crucial, elemental y esencial para la fe en Dios-Creador-Todopoderoso. Es más, sin el Hijo de Dios nuestra fe, pues no se habría producido su resurrección, sería, en efecto, vana. Sin embargo, Jesucristo murió y también resucitó y ahí, exactamente ahí, se centra el quid de la cuestión de lo planteado por el P. José Rivera. Por eso mismo, “La vida cristiana es esencialmente gozosa, pues aparece centrada en la Resurrección de Jesucristo, cuenta con multitud de personas que están gozando ya de la dicha de contemplar a Dios en el cielo, y porque se fundamenta en nuestra propia resurrección, ya que precisamente ha resucitado Jesucristo para hacernos resucitar con El” (15).
Vemos, por lo tanto, que la resurrección de Cristo supone el gozo supremo y que, desde ella, somos lo que somos y no otra cosa distinta a lo que somos porque “Es la Resurrección de Cristo lo único que puede darnos el sentido auténtico de las cosas, de la realidad de cada existencia y situación” (16) pues “Jesucristo vive realmente hoy resucitado y esto podemos admitirlo gracias a la fe. Algunos consideren esta virtud como sugestión intentada por los cristianos para autoconvencerse de algo. Aún admitiendo que fuera una sugestión el pensar que en este lugar donde pretendo sentarme hay una silla, cuando me siento y realmente me quedo sentado sin caerme contra el suelo, habrá que pensar que ese pensamiento, que me creo absolutamente, no es tal sugestión sino que corresponde a una realidad, a que en verdad aquí hay una silla” (17).
Por eso no es propio, ni se puede entender como posible, que un hijo de Dios que se considere tal, pueda dudar sobre la Resurrección de Jesucristo pues supone querer ser discípulo de Cristo creyendo que no subió a la Casa de su Padre y se quedó, ya, para siempre con nosotros porque, además, “Nosotros participamos de la muerte y resurrección de Cristo por el bautismo en el cual se nos comunica el Espíritu Santo como agua derramada sobre nosotros” (18).
Por eso, por lo dicho hasta ahora acerca de la resurrección de Jesucristo y la nuestra (cuando vuelva el Hijo de Dios en su Parusía) el discípulo de Jesús ha de ser, siempre, una persona alegre. No debe faltar, pues, la alegría, en quien sabe que ha sido salvado y que, eso sí, depende de él mismo querer o no querer la salvación eterna ganada por el Hijo del Hombre.
Hay, sin embargo, algo que es muy importante para un discípulo de Cristo. Algo que debe influenciar en su existencia como descendencia de Dios: conocer a Cristo e identificarlo.
Deja escrito el P. José Rivera, por ejemplo en materia propia del conocimiento de Cristo, que “La visión de Cristo por la fe es una función misteriosa, es un proceso espiritual que se realiza en el alma por la gracia de Dios, semejante a la divina procesión por la cual el Padre engendra al Hijo de su sustancia. Conocer a Cristo para la vida eterna, para nuestra santificación no proviene de la simple lectura del Evangelio y de la audición de la palabra evangélica. Estos son medios instrumentales que preparan el alma para el encuentro con la gracia de la fe o la perfeccionan” (19).
Y, en cuanto a la identificación con Cristo, resulta del todo descorazonador darse cuenta de que en muchas ocasiones pueda creerse que basta con pensar como pensaba el Hijo de Dios. Hay que ir mucho más allá porque, con ser importante tener el mismo pensamiento que Quien nos salvó para siempre, no es poco cierto que, como dice el P. José Rivera, “la identificación con Cristo por la fe es el ‘trasplante’ del Yo de Cristo a nuestras almas por la gracia de creer en Él. La vida de Cristo en nosotros o nuestra vida de Cristo es, ante todo, un ser o una cualidad de filiación divina de la que por la caridad surge luego la vida moral, ética del cristiano que es en el mundo ‘otro Cristo’” (20).
Y, todo esto, ¿para qué?
Pues para esto:
El apostolado de la Iglesia, como su sacerdocio, es un poder constitutivo de su místico ser Cristo.
Todo poder de la Iglesia se basa en la gracia; luego debemos deducir que hay una gracia de apostolado. La gracia de la unión hipostática constituyó a Cristo sacerdote y la misma gracia lo constituyó apóstol. La gracia de la unión mística del Verbo encarnado con la Iglesia constituye a ésta sacerdote y apóstol con Cristo.
En la Iglesia todo hombre es alter Christus y es, por los mismo, sacerdote y apóstol. Esta verdad se reafirma en el caso del miembro de la Iglesia llamado al apostolado.
La vida de la Cabeza desciende a los miembros por el movimiento de la caridad y por esta misma fuerza de unos miembros se comunica a otros. Si una llamada especial constituye a ciertos cristianos en un estado más activo de apostolado, una gracia especial debe comunicarles fuerzas propias para su ejercicio.
Esta gracia se mueve en dos direcciones: Hacia el centro de la vida y hacia la periferia de vitalización. Por la primera dirección, nos hundimos en el misterio de la vida en Cristo; por la segunda nos volcamos sobre el misterio del pecado para redimirlo.
Si el apostolado fuera la visión pasiva del mal, significaría que la vivencia del misterio de Cristo es un engaño. el apostolado es la caridad del Padre, que rompe el misterio de su vida, para comunicárnosla en la Encarnación. El apostolado es el misterio de la Iglesia que, a través de su liturgia, nos va comunicando la verdad y la vida. La Iglesia, que vive de la caridad de Cristo, siente los dolores y las alegrías de la maternidad dándonos a Cristo.
Si no pensamos, sentimos y obramos con y como la Iglesia, es que estamos inconscientemente en el misterio de su vida. Vamos al altar donde todo es vida en el misterio de su liturgia para recibir, pero no para ser urgidos por una acción concepción que imponen el dolor y la alegría de dar la vida en y por el apostolado, como María para darnos a Cristo y como Cristo para darnos al Padre.
Jesucristo, pues, resucita no para que no tengamos en cuenta lo que pasó tras su resurrección. Muy al contrario es la verdad porque si San Pablo dijo aquello, que tenemos por verdad, de la vanidad de una fe que no admite o no cree en la resurrección del Hijo de Dios (1 Cor 15, 14), era porque sabía que la predicación y el apostado; en suma, la evangelización, era tarea a cumplimentar por los discípulos de Aquel que vino para quedarse.
NOTAS
(1) Jesucristo (J), Prólogo, p. 3.
(2) Ídem nota anterior.
(3) J, Jesucristo: su realidad humana, p. 9.
(4) J, La personalidad divina de Jesucristo, p. 19.
(5) J, La personalidad divina de Jesucristo, p. 23.
(6) Ídem nota anterior.
(7) Ídem nota 5.
(8) Ídem nota 5 por los últimos cuatro entrecomillados.
(9) Ídem nota 5.
(10) J, La personalidad divina de Jesucristo, p. 24.
(11) J, La personalidad divina de Jesucristo, p. 25.
(12) J, El amor de Cristo, pp 26-27.
(13) J. El amor de Cristo, p. 27.
(14) J, El amor de Cristo, p. 28.
(15) J, La resurrección de Cristo, p. 29.
(16) J, La resurrección de Cristo, p. 31.
(17) J, La resurrección de Cristo, p. 33.
(18) J, La resurrección de Cristo, p. 36.
(19) J. Conocimiento e identificación con Cristo, p. 40.
(20) J, Conocimiento e identificación con Cristo, p. 41.
Eleuterio Fernández Guzmán
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