Serie Padre nuestro Padre nuestro, que estás en el cielo

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Jesús nos enseñó una oración para dirigirnos al Padre. No olvidemos que lo que decimos es escuchado por el Creador.

Y, ahora, el artículo de hoy.
Serie “Padre Nuestro” - Presentación

Padre Nuestro

La predicación de Jesús iba destinada a revelar a la humanidad el verdadero rostro de Dios, el misericordioso corazón del Padre y el la luz que podían encontrar en mantener una relación personal con el Creador. Por eso el Maestro se retiraba, muchas veces, a orar en solitario.

Seguramente sus apóstoles, aquellos discípulos que había escogido para que fueran sus más especiales enviados, veían que la actitud de recogimiento de Jesús era grande cuando oraba y, podemos decirlo así, quisieron aprender a hacerlo de aquella forma tan profunda. Y le pidieron que les enseñara a orar, según recoge, por ejemplo, San Lucas cuando le dijeron a Jesús “Maestro, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos” (Lc 11, 1).

Jesús, como era humilde y sabía cuál era la voluntad de Dios, les dice (esto lo recoge todo el capítulo 6 del Evangelio de San Mateo, que recomiendo leer completo en cuanto se pueda) qué deben y qué no deben hacer. Dios ve en lo secreto del corazón y, por lo tanto, no le sirve aquellas actuaciones que, a lo mejor, tienen sentido desde un punto de vista humano pero que, con relación al Creador, sobran y están fuera de lugar: aparentar la fe que, en realidad no se tiene; andar demostrando que se hace limosna; orar queriendo hacer ver en tal actitud; hacer que se sepa que se ha ayunado… Todo esto con intención de enriquecer su espíritu y presentarlo ante Dios limpio y no cargado de lo que no debe ir cargado.

Pues bien, entre aquello que les dice se encuentra la justa manera de orar al dirigirse al Padre. No se trata de una oración rimbombante ni muy extensa sino que es una en la que se encierra lo esencial para la vida material, incluso, pero, sobre todo, espiritual, que cada hijo de Dios ha de tener.

El “Padre nuestro” es, según Tertuliano, “el resumen de todo el Evangelio” o, a tenor de lo dicho por Santo Tomás de Aquino, “es la más perfecta de todas las oraciones”.

El punto 581 del Compendio del Catecismo dice, respondiendo a la pregunta acerca de qué lugar ocupa el Padre nuestro en la oración de la Iglesia, responde que se trata de la

Oración por excelencia de la Iglesia, el Padre nuestro es ‘entregado’ en el Bautismo, para manifestar el nacimiento nuevo a la vida divina de los hijos de Dios. La Eucaristía revela el sentido pleno del Padre nuestro, puesto que sus peticiones, fundándose en el misterio de la salvación ya realizado, serán plenamente atendidas con la Segunda venida del Señor. El Padre nuestro es parte integrante de la Liturgia de las Horas.

Por lo tanto, aquella oración que Jesús enseñó a sus apóstoles y que tantas veces repetimos (con gozo) a lo largo de nuestra diaria existencia, “es la más perfecta de las oraciones […] En ella, no sólo pedimos todo lo que podemos desear con rectitud, sino además según el orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que también llena toda nuestra afectividad (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 2-2, q. 83, a. 9)” pues, en realidad, nos une al Padre en lo que queremos y en lo que anhelamos para nosotros y, en general, para todos sus hijos, como San Juan Crisóstomo “In Matthaeum, homilía 19, 4” cuando nos dice que “El Señor nos enseña a orar en común por todos nuestros hermanos. Porque Él no dice “Padre mío” que estás en el cielo, sino “Padre nuestro”, a fin de que nuestra oración sea de una sola alma para todo el Cuerpo de la Iglesia”.

Y, ya, para terminar esta presentación, les pongo aquí una imagen con el Padre nuestro en arameo como, es posible, lo rezara Jesús.

Padre Nuestro arameo

1.-Padre nuestro, que estás en el cielo.

Padre nuestro, que estás en el cielo

Cuando, nada más empezar la oración principal del cristiano, referimos las palabras “Padre” y “cielo” estamos seguros que van dirigidas al Creador y a espacio donde está el Todopoderoso. Nosotros, al proclamar que Dios es Padre, y lo es nuestro, estamos afirmando, pues, que somos y nos consideramos sus hijos y que, ciertamente, no está perdido en ningún sitio inconcreto sino que su aposento espiritual es el mismo Cielo. A él, además, aspiramos y en el pensaron, desde que el ser humano tuvo conciencia de ser descendencia divina, todos aquellos que miraban hacia arriba pero, también, hacia su mismo corazón.

Afirmamos, pues, que el Padre está en el Cielo. Pero, ¿dónde está el cielo? De la respuesta a tal pregunta se deducirá que muchas personas, seguramente, caminan equivocadas al respecto y que sería lo mejor, para ellas mismas, que se correspondiera su pensamiento con la realidad.

Dice el Catecismo de la Iglesia católica (2794), refiriéndose, precisamente, al “cielo” que

“Esta expresión bíblica no significa un lugar (“el espacio”) sino una manera de ser; no el alejamiento de Dios sino su majestad. Dios Padre no está ‘en esta o aquella parte’, sino ‘por encima de todo’ lo que, acerca de la santidad divina, puede el hombre concebir. Como es tres veces Santo, está totalmente cerca del corazón humilde y contrito:

‘Con razón, estas palabras ‘Padre nuestro que estás en el Cielo’ hay que entenderlas en relación al corazón de los justos en el que Dios habita como en su templo. Por eso también el que ora desea ver que reside en él Aquel a quien invoca’ (San Agustín, De sermone Dominici in monte, 2, 5, 18).

‘El ‘cielo’ bien podía ser también aquéllos que llevan la imagen del mundo celestial, y en los que Dios habita y se pasea’ (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses mystagogicae, 5, 11).”

Por eso resulta muy clarificador, y además ridículo, el caso de aquel astronauta de la Rusia soviética que dijo que podía demostrar que Dios no existía porque él, el astronauta, había estado en el cielo y no lo había visto….

Pero, en fin, dejando de lado ciertos comportamientos llevados, seguramente, por la ignorancia (total desconocimiento) de la Verdad y de la fe, lo bien cierto es que decir que Dios está en el cielo nos ayuda, seguramente, a comprender cuál es nuestro destino para el que, por cierto, hemos sido creados: para volver con el Padre a su seno cuando sea el momento oportuno.

Es más, (Catecismo, 2796): “Cuando la Iglesia ora diciendo ‘Padre nuestro que estás en el cielo’, profesa que somos el Pueblo de Dios ‘sentado en el cielo, en Cristo Jesús’ (Ef 2, 6), ‘ocultos con Cristo en Dios’ (Col 3, 3), y, al mismo tiempo, ‘gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celestial’ (2 Co 5, 2; cf Flp 3, 20; Hb 13, 14)”.

Sabemos, pues, qué somos: hijos de Dios; sabemos, por lo tanto, qué queremos: llegar al cielo donde Cristo nos espera y nos hará partícipes de las moradas que está preparando (cf. Jn 14, 2). Por eso nos dirigimos a Dios diciéndole Padre y mentando dónde está. Y lo hacemos con la esperanza de saber que nunca se cerrará a nuestra oración y que es recibida como una lluvia de gracias que parte de nosotros y se dirige a Quien todo lo creó y mantiene.

Dice, a este respecto, el Evangelio de San Mateo, en concreto en el versículo 34 de su capítulo 25, que cuando vuelva el Hijo de Dios, en su Parusía, dirá, cuando corresponda decirlo, “Vengan benditos de mi Padre, a poseer el reino que les tengo preparado desde el principio del mundo” porque entonces se hará posible el Reino de Dios, como es el Cielo, en la Tierra.

En realidad, el Cielo, al que aspiramos desde que somos conscientes de lo que significa (visión beatífica de Dios, por ejemplo) lo define, tal situación, el Apocalipsis (21,3-4) cuando dice que, en el sentido de qué es tal estado, “Dios mismo será con ellos su Dios y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado”. Y ahí es donde Dios tiene su seno al que nos referimos nada más dar comienzo la oración que Jesús enseñó a los discípulos que le pidieron que les enseñara a orar (Lc 11,1) y la que, si con fe la proclamamos, nos acerca un poco más al Creador que, además, nos espera.

Para afirmar todo lo apenas dicho hasta ahora, el Beato Juan Pablo II, en una Catequesis de 1999, en concreto el día 21 de julio, dijo, refiriéndose al cielo como “plenitud de intimidad con Dios” lo siguiente:

“1 .Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana.

Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, ‘esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama ‘el cielo’. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones mas profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha’(n. 1024).

Hoy queremos tratar de comprender el sentido bíblico del «cielo», para poder entender mejor la realidad a la que remite esa expresión.
2. En el lenguaje bíblico el ‘cielo’, cuando va unido a la ‘tierra’, indica una parte del universo. A propósito de la creación, la Escritura dice: ‘En un principio creo Dios el cielo y la tierra’ (Gn 1, 1).En sentido metafórico, el cielo se entiende como morada de Dios, que en eso se distingue de los hombres (cf. Sal, 104, 2 s; 115, 16; Is 66, l). Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga (cf. Sal 113, 4-9) y baja cuando se le invoca (cf. Sal 18, 7. 10; 144, 5). Sin embargo, la metáfora bíblica da a entender que Dios ni se identifica con el cielo ni puede ser encerrado en el cielo (cf. 1R 8, 27); y eso es verdad, a pesar de que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos «el cielo» es simplemente un nombre de Dios (cf. 1M 3, 18. 19. 50. 60; 4, 24. 55).

A la representación del cielo como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias de Enoc (cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2R 2, 11). Así, el cielo resulta figura de la vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de ‘recompensa en los cielos’ (Mt 5, 12) y exhorta a ‘amontonar tesoros en el cielo’ (Mt 6, 20; cf. 19, 21).

3. El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en relación con el misterio de Cristo. Para indicar qué el sacrificio del Redentor asume valor perfecto y definitivo, la carta a los Hebreos afirma que Jesús ‘penetró los cielos’ (Hb 4, 14) y ‘no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo’ (Hb 9, 24). Luego, los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.

Vale la pena escuchar lo que a este respecto nos dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: ‘Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia habéis sido salvados— y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús’ (Ef 2, 4-7). Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre.

4. Así pues, la participación en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: ‘Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolados, pues, mutuamente con estas palabras’ (1Ts 4, 17-18).

En el marco de la Revelación sabemos que el ‘cielo’ o la ‘bienaventuranza’ en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo.

Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios.

El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, ‘por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha abierto ‘el cielo’ La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él’ (n. 1026).

5. Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas. Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar ‘las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios’ (Col 3, 1), para estar con él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 20).”

Y, en efecto, como bien muestra la imagen aquí traída y que expresa muy bien lo que nos ha de suceder, se pasa de la tierra al Cielo a través de la Cruz, pues la misma es nuestro gozo y, además, el hecho mismo de ser, al menos en esto, como el Hijo de Dios. Ni más ni menos.

Eleuterio Fernández Guzmán

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