Serie Huellas de Dios .-17.- Un corazón tan frío…
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Presentación de la serie
Las personas que no creen en Dios e, incluso, las que creen pero tienen del Creador una visión alejada y muy distante de sus vidas, no tienen la impresión de que Quién los mira, ama y perdona, puede manifestarse de alguna forma en sus vidas.
Así, cuando el Amor de Dios lo entendemos como el actuar efectivo de quien no vemos puede llegar a parecernos que, en definitiva, poco importa lo que pueda hacer o decir Aquel que no vemos, tocamos o, simplemente, podemos sentir.
Actuar de tal manera de permanecer ciego ante lo que nos pasa y no posibilitar que Dios pueda ser, en efecto, alguien que, en diversos momentos de nuestra vida, pueda hacer acto de presencia de muchas maneras posibles.
En diversas ocasiones, por tanto, se producen inspiraciones del Espíritu Santo en nuestro corazón que muestran la presencia de Dios de forma firme y efectiva. Las mismas son, precisamente, “Huellas de Dios” en nuestras vidas porque, en realidad, nosotros somos su semejanza y, como tal, deberíamos encontrar a nuestro Creador, sencillamente, en todas partes.
No es algo dado a personas muy cualificadas en lo espiritual sino posibilidad abierta a cada uno de nosotros. Por eso no podemos hacer como si Dios estuviera en su reino mirando a su descendencia sin hacer nada porque cada día, a nuestro alrededor y, más cerca aún, en nosotros mismos, se manifiesta y hace efectiva su paternidad.
Las huellas de Dios son, por eso mismo, formas y maneras de hacer cumplir, en nosotros, la voluntad de Creador que, así, nos conforma para que seamos semejanza suya y, en efecto, lo seamos porque, como ya dejó escrito San Juan, en su primera Epístola (3, 1) es bien cierto que, a pesar de los intentos de evadirse de la filiación divina, no podemos preterirla y, como mucho, miramos para otro lado porque no es de nuestro egoísta gusto cumplir lo que Dios quiere que cumplamos.
Sin embargo, el Creador no ceja en su voluntad de llamarnos y sus huellas brillan en nuestro corazón siendo, en él, la siembra que más fruto produce.
17.- Un corazón tan frío..
Sabemos que, a veces, la meteorología es, francamente, adversa para las personas que no estamos acostumbras a temperaturas muy bajas.
Pero, en otras ocasiones, sencillamente, tenemos helado el corazón que es, si bien lo miramos, algo bastante peor que lo primero.
También deberíamos tener en cuenta que Dios ha de preferir el corazón de carne y no el corazón de piedra, esencialmente frío.
Así quedó dicho: “Les cambiaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” como recoge el profeta Ezequiel.
Pero, a veces, no queremos o no nos conviene tener un corazón que no sea de piedra porque nuestra vida la queremos sostenida sobre duras formas.
Así, por ejemplo, tenemos el corazón de piedra cuando:
-No perdonamos los errores ajenos (a veces preferimos apuntar en piedra los errores del prójimo porque, de tal forma, no los olvidamos cuando, sin embargo, es mejor, apuntarlas en agua)
-Permanecemos inalterados cuando el mal acucia a nuestros hermanos en la fe e, incluso (y esto es, aún, peor) cuando los acuciados son los que, en principio no lo son.
-No sabemos hacer el bien que se necesita porque, por ceguera voluntaria, resulta mejor, para nuestros egoístas intereses, actuar de forma contraria a lo que deberíamos hacer por ser hijos de Dios.
-No hacemos lo que, a lo mejor, podríamos hacer en el caso del aborto.
Pero, seguramente, muchas otras causas son constitutivas de frialdad de corazón, para nuestro mal espiritual, porque nos acecha el mundo que, con su mundanidad, nos resulta, a veces, poco llevadero.
Pero, sin embargo, también tenemos (como siempre nos pasa) salida a tal frío del corazón: unas formas y unos a quién recurrir en situaciones de tal dureza:
-Saber perdonar (obligación absoluta del cristiano)
-Saber intervenir en cuanto conozcamos una necesidad ajena (obligación específica de la caridad cristiana)
-Saber ser… verdaderamente hermanos.
Y, para hacer posible tal estado de perfección espiritual, nos salen al encuentro, por razones obvias:
-Dios
-Jesucristo
-El Espíritu Santo
-María, Madre de Dios y Madre nuestra
-Aquellas personas virtuosas que, a lo largo de los siglos, han acudido a la Casa del Padre y han sido considerados santos o beatos.
-Los mártires por la causa de Dios que, con su ejemplo, nos hacen fácil cambiar el corazón.
Y es que, al fin y al cabo, otros, antes que nosotros, suscitaron, en sus vidas, un cambio de corazón.
Eleuterio Fernández Guzmán
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