Serie Hábitos católicos - 3.- Construir la virtud, desenraizar el vicio
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La segunda acepción de la palabra “hábito” es, según la Real Academia Española de la Lengua es el “Modo especial de proceder o conducirse adquirido por repetición de actos iguales o semejantes, u originado por tendencias instintivas”. Por lo tanto, si nos referimos a los que son católicos, por hábitos deberíamos entender aquello que hacemos que, en nuestra vida, supone algo especial que marca nuestra forma de ser. Incluso es algo que al obedecer a una razón profunda bien lo podemos calificar de instintivo porque nuestra fe nos lleva, por su propia naturaleza, a tenerlos.
Pues bien, esta serie relativa a los “Hábitos católicos” tiene la intención de dar un pequeño repaso a lo que, en realidad, debería ser ordinario comportar en un católico.
3.- Construir la virtud, desenraizar el vicio
El número 1803 del Catecismo de la Iglesia católica dice que “Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta” recordando lo que escribió, en su Epístola a los Filipenses (4,8) San Pablo (Flp 4, 8). Añade, para comprensión de tal realidad, que “La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas” y establece lo que, exactamente, cabe acerca de la virtud y que es que “El objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios”, trayendo a colación lo dicho, al respecto, por San Gregorio de Nisa.
Hay que tener en cuenta, pues, las virtudes y, acto seguido, reconocer aquellos vicios que nos hacen flojear en nuestra fe y nos llevan por un camino equivocado y que no desembocará en el definitivo Reino de Dios.
Es posible que lo que se considere una virtud (siéndolo natural) acabe siendo, si es que no lo es, un vicio de mundanidad. Eso muy bien lo supo describir San Pablo cuando en su Primera Epístola a los de Corinto (13, 1-3) dejara escrito lo que es tan conocido: “Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha” porque todo debe estar apuntalado, y construido sobre la roca firme de la caridad, ley suprema del Reino de Dios y virtud definida como teologal entendiendo que no se refiere a la manifestación de un amor compasivo sino, siempre, a su sentido plenamente sobrenatural.
Además de las virtudes naturales son cruciales para la vida del católico tanto las llamadas teologales como las morales pues la falta de la consideración en la vida de un creyente tanto de unas como de otras manifiesta una escasez de músculo espiritual que lo convierte en fácilmente manipulable por el mundo.
Pues bien, al respecto de lo hasta aquí dicho, en su libro “Por obra del Espíritu Santo” dice el P. Iraburu que “Las virtudes teologales -fe, esperanza y caridad- son potencias operativas por las que el hombre se ordena inmediatamente a Dios, como a su fin último sobrenatural. Dios es en ellas objeto, causa, motivo, fin. Y mientras la fe radica en el entendimiento, la esperanza y la caridad tienen su base natural en la voluntad (STh II-II,4,2; 18,1; 24,1). Las virtudes teologales son el fundamento constante y el vigor de la vida cristiana sobrenatural” y, como reconoce el número 1918 del CIC “se refieren directamente a Dios” y “Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad”.
Al respecto de las denominadas morales (o cardinales) apunta, José María Iraburu (obra citada arriba) lo siguiente: “Las virtudes morales sobrenaturales son hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del hombre, para que todos los actos cuyo objeto no es Dios mismo, se vean iluminados por la fe y movidos por la caridad, de modo que se ordenen siempre a Dios. Estas virtudes morales, por tanto, no tienen por objeto inmediato al mismo Dios (fin), sino al bien honesto (medio), que conduce a Dios y de él procede, pero que es distinto de Dios”. Y se entienden como tales la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
No es poco el programa que tiene un católico a la hora de contemplar y llevar a su vida de hijo de Dios tanto las virtudes teologales como las cardinales. Por eso se pregunta el libro de la Sabiduría (8, 6-7), al respecto de las últimas, “¿Amas la justicia?” para, acto seguido, responderse que “Las virtudes son el fruto de sus esfuerzos, pues ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza: lo más provechoso para el hombre en la vida” siendo, además, como un remedio contra los vicios que producen las heridas producidas por el pecado original. Así, por ejemplo, la prudencia lo sería contra la ignorancia del entendimiento, la justicia lo sería contra la malicia de la voluntad, la fortaleza contra la debilidad del apetito irascible y la templanza contra el desorden de la concupiscencia. Y es que los vicios, propios del comportamiento del creyente que no es fuerte en su fe, tienen su correspondiente virtud para hacerles frente.
Y es que, en cuanto a vicios en los que podemos incurrir los católicos y que deberíamos corregir para llevar una vida espiritual digna de ser así llamada se encuentra, por ejemplo, la soberbia o la vanidad, la precipitación, la prisa, la impulsividad.
No podemos olvidar, tampoco, aquellos que se oponen al don del entendimiento como, por ejemplo, la ceguera espiritual o el embotamiento del sentido espiritual ni aquellos que, como la lujuria y la gula embrutecen y embotan la vida del católico.
Y, en el ámbito de los vicios no debemos preterir aquellos que recaen en el no cumplimiento de los Mandamientos de la Ley de Dios como, por ejemplo, la adivinación y la hechicería, el espiritismo o el abusar de la misericordia de Dios en lo referente al mandamiento (1º) de “Amarás a Dios sobre todas las cosas”; el juramento o la blasfemia en lo referencia al mandamiento (2º) “No tomarás el nombre de Dios en vano”; emitir palabras injuriosas contra la buena fama del prójimo u odiar en lo referente al mandamiento (5º) “No matarás” pues hay muchas formas de matar a alguien; el adulterio o la prostitución en lo referente al mandamiento (6º) de “No cometerás actos impuros”; la usura o no devolver el dinero prestado en lo referente al mandamiento (7º) de “No hurtarás” o, por terminar, la calumnia o el juicio temerario en lo referente al mandamiento (8º) de “No dirás falto testimonio ni mentirás”.
Vemos, pues, que el campo del vicio es amplio y son muchas las posibilidades en las que podemos incurrir. Con ellas mostramos, además, que nuestra fe es débil o, seguramente, mal formada y todas ellas son algo, sin duda alguna, manifestación de una pérdida espiritual que sólo con la ayuda de Dios puede ser recupera.
Leer Hábito 1: Vida Sacramental.
Leer Hábito 2: Sumergirse en la oración.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Para leer Fe y Obras.
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1 comentario
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EFG
Es cierto que actuar de una forma, digamos, bondadosa, produce en nosotros la necesidad de hacerlo siempre de tal manera. Sin embargo sabemos que nuestra virtud lo es en cuanto tiene un origen sobrenatural que nos impele a actuar de tal forma. Es decir, que lo que es natural tiene, o ha de tener, un arraigo, sobrenatural.
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