Serie Hábitos católicos - 2.-Sumergirse en la oración
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La segunda acepción de la palabra “hábito” es, según la Real Academia Española de la Lengua es el “Modo especial de proceder o conducirse adquirido por repetición de actos iguales o semejantes, u originado por tendencias instintivas”. Por lo tanto, si nos referimos a los que son católicos, por hábitos deberíamos entender aquello que hacemos que, en nuestra vida, supone algo especial que marca nuestra forma de ser. Incluso es algo que al obedecer a una razón profunda bien lo podemos calificar de instintivo porque nuestra fe nos lleva, por su propia naturaleza, a tenerlos.
Pues bien, esta serie relativa a los “Hábitos católicos” tiene la intención de dar un pequeño repaso a lo que, en realidad, debería ser ordinario comportar en un católico.
2.- Sumergirse en la oración
“¿De dónde viene la oración del hombre? Cualquiera que sea el lenguaje de la oración (gestos y palabras), el que ora es todo el hombre. Sin embargo, para designar el lugar de donde brota la oración, las Escrituras hablan a veces del alma o del espíritu, y con más frecuencia del corazón (más de mil veces). Es el corazón el que ora. Si éste está alejado de Dios, la expresión de la oración es vana".
Esto lo dice el número 2562 del Catecismo de la Iglesia Católica dándonos a entender que no es posible orar si estamos alejados de Dios porque si orar es rogar o pedir o suplicar a Dios por nuestras necesidades y por las del prójimo no exageramos si decimos que para un hijo que así se considera del Padre pocas realidades espirituales puede haber más importantes.
Muchas veces nos encontramos, sin embargo, con una realidad que entorpece nuestra oración porque es más que probable que frente al rezo (como repetición de oraciones así establecidas por la Iglesia católica) el hecho mismo de orar (dirigirse a Dios de forma personal) puede resultarnos dificultoso y árido. Ante esto, San Josemaría nos dice, en el número 90 de “Camino” “¿Qué no sabes orar? – Ponte en la presencia de Dios, y en cuanto comiences a decir: ‘Señor, ¡que no sé hacer oración!…’, está seguro de que has empezado a hacerla”. Entonces, orar no ha de resultar cosa imposible para un cristiano sino, al contrario, acto de ponerse en relación directa con su Padre que está en su Reino y de llenar el vínculo que une a uno y a Otro con expresiones de sometimiento a la voluntad del Creador.
Dice Santiago, en su carta a las doce tribus de la Dispersión (4,2-3), al respecto de lo dicho arriba que “No tenéis porque no pedís; o si pedís, no recibís, porque pedís mal”. Conviene, por lo tanto, saber cómo se pide porque es bien cierto que en cuanto a lo que se pide será Dios el que determine, en todo caso, si nos conviene o no nos conviene. Pidamos, pues, sabiendo la forma o el modo de hacerlo de forma correcta o, al menos, teniendo en cuenta cómo no hay que orar porque también dejó escrito San Pablo en su Epístola a los Romanos (8, 26) “Nosotros no sabemos pedir como conviene“.
A tal respecto, el P. Iraburu, en su libro “Oraciones de la Iglesia en tiempos de aflicción” deja escrito que “El soberbio está encerrado en su miserable autosuficiencia, y por eso se ve abrumado de males, porque no pide. No pide a no ser como último recurso, para no caer en la desesperación, cuando todo recurso humano es ya imposible o extremadamente difícil”. Al contrario, “El humilde pide, pide siempre y en todo lugar, pide ‘sin cesar’, ‘noche y día’ (Col 1,9; 1Tes 3,10). Pide lo que no tiene, porque está convencido de que el que pide al Señor, recibe; y pide incluso lo que ya tiene, para que Él lo guarde, purifique y acreciente, pues sabe bien que cuanto tiene es don de Dios, y que sin Él ‘no podemos nada’ (Jn 15,5)”.
Por lo tanto, hay que orar no manifestando soberbia sino humildad porque, como hemos dicho arriba, es más que probable que no sepamos ni lo que debemos recibir o lo que debe recibir, como gracia o don de parte de Dios, aquella persona por la que pedimos pues, como se dice en la Primera Epístola a Timoteo (2, 1-2) “Ante todo recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres; por los reyes y por todos los constituidos en autoridad, para que podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad” y es obligación del hermano pedir por sus hermanos e, incluso (seguramente más y mejor) por los que no lo son para que, viendo, se conviertan y, convirtiéndose, crean. Además no podemos olvidar (Mc 11, 1-5) que “cuando os pongáis de pie para orar, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro padre, que está en los cielos, os perdone vuestras ofensas”.
Tenemos, pues, que orar. Y hacerlo de forma abundante y no exigiendo poco de nosotros mismos en tal especial momento en el que buscamos a Dios para que nos escuche y nos ampare siguiendo lo que dice Santa Teresita del Niño Jesús en su “Historia de un alma”: “Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.
Y orar a Dios es hacerlo sabiéndonos acompañados por Cristo, Hijo del Padre. Por eso (según escribe en su libro “Getsemaní” el Prelado del Opus Dei, mons. Javier Echevarría) “Orar con Cristo lleva necesariamente a asumir como propia la Voluntad del Padre, por la acción del Espíritu Santo. De este modo, se comprende mejor la posibilidad de que nuestra vida adquiera ese alcance eterno que encierran los planes divinos. Nos conviene, pues, empeñarnos en orar con Él: nos transmitirá el vigor de la perseverancia, y le dejaremos habitar en la inteligencia y en el corazón, confiriendo a nuestras potencias la hondura del diálogo del Hijo de Dios con su Padre. Orar con Cristo ayudará a superar limitaciones internas y externas, porque se nos concederá la fuerza con que Él perseveró, también en Getsemaní, para alcanzarnos la Vida de Dios en nosotros” pues (Deut. 4,7) “¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahvéh nuestro Dios siempre que le invocamos?” o como diría el naví Isaías: “Antes que me llamen, yo responderé; aún estarán hablando, y yo les escucharé (Is. 65, 24)”.
Por otra parte, Dios siempre escucha al hijo que se dirige a su Padre porque “Dios es el escudo de cuantos a él se acogen”, según se dice en el Salmo 17 (17, 31) y “no niega la ventura a los que caminan en la perfección” (Sal. 84, 12) porque en tal perfección nos quiere Cristo (“sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” dice Jesús en Mt. 5, 48). Así se ora en la seguridad de ser acogidos por el corazón misericordioso de Dios siempre atento a las necesidades convenientes para sus hijos.
Y se ora, como es necesario, con humildad: “El hermano de condición humilde gloríese en su exaltación” según recoge Santiago en 1, 9.
Y se ora, también, con confianza: “Pero que la pida con fe, sin vacilar” según dejó escrito Santiago en 1, 6.
Y se ora, por último, con perseverancia: “Por aquellos días se fue él al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios”, según dice san Lucas en 6, 12.
Vemos, pues, que existen algunas que podríamos llamar condiciones para orar de forma grata a Dios y que las mismas han de concurrir en un sumergirse en la oración en la confianza absoluta en lo dicho por Jesucristo al respecto del hecho mismo de orar cuando aseguró que “todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre glorificado en el Hijo” y que recogió san Juan en 14, 13.
Y oración de petición, de súplica, para dar gracias a Dios… porque, para orar sólo hace falta orar.
Leer Hábito 1: Vida Sacramental.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Para leer Fe y Obras.
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2 comentarios
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EFG
Y, ciertamente, es muy importante para un católico, darse cuenta que en la oración se encuentra con Dios que siempre le espera. A veces, sin embargo, pretextando falta de tiempo o cualquiera otra excusa olvidamos lo importante que es para nosotros hacer oración aunque podamos decir que, en efecto, no sabemos hacerla.
El que Ora, dá su vida por los demás.
El que Ora renueva la Iglesia y la Sociedad.
Por la Oración llegamos al Amor Comprometido.
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