Serie José María Iraburu 13- Oraciones de la Iglesia en tiempos de aflicción

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Clamaste en la aflicción
y yo te libré
” (Sal 80,8)
Oraciones de la Iglesia en tiempos de aflicción (O.-t.a.)
Introducción
José María Iraburu

Oraciones tiempo aflicción

Como sabemos, orar es mantener una relación con Dios basada en una filiación que protege ante los embates y asechanzas del mundo. Si hemos hecho la elección a favor de Cristo y en contra de las mundanidades, a favor de la fe y en contra del olvido de Dios, orar es, ciertamente, una actitud de aquiescencia a favor del Creador.

Pero, como también es más que conocido, los tiempos que le ha tocado vivir a la Iglesia católica son, ciertamente, dificultosos y llenos de desazón. Por eso la misma se tiene que hacer oración con una dedicación especial.

Pues bien, a lo largo de la historia de la humanidad conocida como la que fue elegida por Dios para ser su pueblo, orar ha sido sinónimo de cercanía al Creador. Y, en efecto, hay muchas formas de hacer oración.

Plantear la situación

No hay nada mejor como fijar, desde el principio, la situación de lo que se estudia. Por eso dice el P. Iraburu que “La Iglesia hoy, como siempre, al menos en determinadas regiones, sufre muchas aflicciones de origen interno y grandes persecuciones del mundo. La mayoría de los bautizados se mantiene habitualmente alejada de la Eucaristía y de la oración” (1).

A este respecto, preguntarse acerca de que la situación, en tales ámbitos espirituales, esté como está, ha de suponer realizar un notable esfuerzo de comprensión de lo que pasa. Eso le hace decir a José María Iraburu que “es la soberbia la causa principal de todos estos males de la Iglesia: es ella la que produce rebeldías doctrinales y disciplinares, la que se avergüenza de la Cruz de Cristo, y lleva a gozar del mundo lo más posible, despreciando la Voluntad divina y olvidándose de los pobres…” (2). Y es tal actitud la que “lleva a las Iglesias locales más enfermas a buscar remedio para sus males allí donde en modo alguno van a encontrarlo. Ella, la soberbia, ciega a la Esposa y le impide volverse a su Señor humildemente, solicitando su ayuda desde lo más hondo de su miseria: ‘desde lo más profundo a ti grito, Señor’ (Sal 129,1)” (3).

Y, sin embargo, no nos debe caber duda alguna al respecto de que también para esta solución sale al encuentro Quien tanta vida nos da y nos consiguió: el Señor. Así, “cuando su fe vacila en medio de la tormenta, ha de clamar: ‘¡sálvame, Señor!’ (Mt 14,30), ‘¡sálvanos, Señor, que perecemos!’ (8,25). Y entonces la salvación de Jesús llega, poderosa e infalible” (4). Además, “Hace falta que la Esposa, ‘desde lo más profundo» de su ignorancia y debilidad, desesperada completamente de sus propias fuerzas, ponga toda su esperanza en su único Salvador. Entonces, necesariamente, recibe con abundancia maravillosa la salvación. Es ésta una ley permanente en la historia de la salvación, que no puede fallar: «invócame el día del peligro, yo te libraré, y tú me darás gloria’ (Sal 49,15). Es, pues, urgente que hoy aprendamos a clamar al Señor en la aflicción, enseñados por Israel y por la Iglesia de nuestros padres: ‘¿No hará Dios justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche, aun cuando los haga esperar? Yo os digo que les hará justicia prontamente. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?’ (Lc 18,7-8)” (5)

Antes de nada

Dice el P. Iraburu algo que no podemos dejar de tener en cuenta para la correcta comprensión de lo que va, luego, a desarrollar, en las páginas de “Oraciones de la Iglesia en tiempos de aflicción”. Dice que “Este libro se apoya en la fe católica sobre la eficacia de la oración de petición. Por eso conviene que, ya desde el principio, reafirmemos esta fe” (6). Y, para hacer esto, trae a colación lo que él mismo y José Rivera escribieron en “Síntesis de espiritualidad católica” (7).

Así, indica que “Petición, alabanza y acción de gracias son las formas fundamentales de la oración bíblica” (8), recomienda que pidamos en nombre de Jesús no sin avisar acerca de que “Se hace mal a veces la oración de petición, se hace con exigencias, como queriendo doblegar la voluntad de Dios a la nuestra, con ‘amenazas’ incluso” (9) cuando debemos saber que “Pidiendo a Dios, abrimos en la humildad nuestro corazón a los dones que Él quiere darnos” (10) y que “Dios da sus dones cuando ve que los recibiremos como dones suyos, con humildad, y que no nos enorgulleceremos con ellos, alejándonos así de Él” (11).

El P. Iraburu, que es experto en temas espirituales del jaez de los aquí traídos, sabe que “La oración de petición tiene una eficacia infalible. Es, sin duda, el medio principal para crecer en Cristo y para verse libre de todos los males, pues la petición orante va mucho más allá de nuestros méritos, se apoya inmediatamente en la gratuita bondad de Dios misericordioso” (12) y que “Algunos piensan que la oración de petición es vana, pues nada influye en la Providencia divina, que es infalible e inmutable. Ahora bien, si consideran superflua la oración, puesto que la Providencia es inmutable, ¿para qué procuran ciertos bienes por el trabajo, si lo que ha de suceder vendrá infaliblemente, como ya determinado por la Providencia? Déjenlo todo en manos de Dios, y no oren ni laboren…” (13)

“Pidamos también a otros que rueguen por nosotros, que nos encomienden ante el Señor. De este modo estimulamos en nuestros hermanos la oración de intercesión, que es una de las formas de oración más recomendadas en el Nuevo Testamento, particularmente en las cartas de San Pablo. Y con ello no sólo recibimos la ayuda espiritual de nuestros hermanos, sino que los asociamos también a nuestra vida y a nuestras obras” (14).

Una historia de la oración y de las oraciones

Israel

Desde que el pueblo de Israel fue elegido por Dios para ser, precisamente, el pueblo elegido, hasta nuestros días, la oración ha sido un gozoso instrumento de relación entre la criatura creada por Elohim y el mismo Creador.

Así, “Todos los libros del Antiguo Testamento muestran, por obra del Espíritu Santo, una verdadera genialidad para la oración de súplica” (15).

Así, el P. Iraburu aporta como ejemplo, los casos contemplados en el Éxodo, a Jeremías, a Ezequiel, a Daniel, a Judit, a los hermanos Macabeos, o al contenido (todo) de los salmos como oración perpetua.

Es, por eso mismo, Israel un “modelo perenne en la súplica” (16) porque, sintiéndose angustiada, la nación elegida, se valían de la oración para mostrar tal angustia y el ansia de vida eterna que, aún, tardaría en llegar en la persona de Jesucristo.

De todas formas, dice el P. Iraburu que las siguientes son las “notas de la oración bíblica” (17): “Reconocimiento de la gravedad de los males” (18), “Israel confiesa que todas las calamidades proceden de sus propios pecados, y que, por tanto, son castigos de Dios totalmente justos y merecidos” (consecuencias justas)” (19), “Israel reconoce que los castigos que sufre son saludables, regulados cuidadosamente por la Providencia divina” (remedios medicinales) (20), “Israel se reconoce absolutamente impotente para recuperar por sus propias fuerzas la salud, la libertad, la prosperidad” (sin remedio humano) (21), “Israel cree firmemente que Dios puede salvarle” (Dios puede salvar) (22), “Israel, creyendo en todo eso, clama, pide y suplica la misericordia de Dios” (petición urgente a la Misericordia divina) (23), “Israel clama y pide salvación al Señor alegando el honor de su Nombre” (para alabanza de la gloria de Dios) (24).

Tal forma de comportamiento de cara a Dios de parte del pueblo de Israel no estaba carente de sentido sino, muy al contrario, con pleno conocimiento de lo que el Creador entendía al respecto de la oración porque “por grandes que sean las calamidades que aflijan al pueblo de Dios, siempre habrá, bajo la moción de la gracia, una acción posible y necesaria, grande o quizá mínima –la entrega de cinco panes y dos peces (Mt 14,17)–. Y esta acción, potenciada internamente por la oración, será la que logre una virtualidad salvífica desbordante –sobra alimento en los canastos– (14,20)” (25).

Tres primeros siglos de cristianismo

Es evidente que con la venida del Hijo de Dios la oración tenía que adquirir un nuevo sentido. A este respecto, “Sabe Jesús que envía sus discípulos al mundo ‘como ovejas entre lobos’ (Mt 10,26), y que la misma persecución que Él sufrió la van a sufrir ellos siempre, en una u otra forma (Jn 15,18-21). Sabe también que ellos, por sí mismos, no tienen fuerzas para vencer al mundo, ni siquiera para soportar pacientemente su persecución. Sabe, pues, que los cristianos solamente podrán mantenerse fieles, venciendo a la carne, al demonio y al mundo, si se guardan en oración contínua. Por eso tiene buen cuidado en enseñarles que ‘es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer’ (Lc 18,1). ‘Vigilad, pues, en todo tiempo y orad, para que evitéis todo esto que ha de venir y podáis comparecer ante el Hijo del hombre’ (Lc 21,36)” (26).

Por eso los apóstoles, una vez comprendieron que, tras la resurrección de Cristo, todo lo que les había dicho y transmitido el Maestro, era cierto y verdadero y que debían proceder a ser ellos los que transmitieran la doctrina de la ley de Dios, “’estaban de continuo en el templo bendiciendo a Dios’ (Lc 24,53)” (27). Es más, “Todos los fieles, con los apóstoles, perseveraban ‘en la unión, en la fracción del pan y en la oración’ (Hch 2,42). Pero esta oración de alabanza incesante se hacía un grito unánime apremiante, un clamor, cuando la Iglesia pasaba por alguna angustia especialmente grave. Por ejemplo, sabemos que cuando Pedro es encerrado en la cárcel, ‘la Iglesia oraba instantemente por él’ (Hch 12,5). El Señor escuchó a sus fieles y Pedro fue liberado por un ángel” (28).

Y, entre ellos, el que llegara al colegio de apóstoles siendo el que tanto había negado a Cristo, es decir, san Pablo, la oración por la paz es “es solicitada con especial acento por el apóstol San Pablo, bien consciente de que solo Dios puede dar al pueblo cristiano una vida en paz” (29). Consiste, la misma, tanto en la “paz con Dios” (30) como la “paz en la Iglesia” (31) como la “paz en el mundo presente” (32).

Cita, así, el P. Iraburu, por ejemplo, a San Clemente Romano (33), a San Policarpo (34), a San Justino (35), a Orígenes (36), a San Cipriano (37) o a Pablo, mártir (38), y los pone como ejemplo de lo que se recoge en el Apocalipsis sobre el clamor continuo de la oración (39) de los que lo alzan a Dios: “’Vi debajo del altar las almas de los que habían sido inmolados a causa de la Palabra de Dios y del testimonio que habían dado. Clamaban a grandes voces, diciendo: ’¿hasta cuándo, Señor santo y verdadero, tardarás en hacer justicia y en vengar nuestra sangre en los que habitan la tierra?’ Y a cada uno le fue dada una túnica blanca [color antiguo del martirio], y se les dijo que esperaran todavía un poco más, hasta que se completara el número de sus compañeros de servicio y hermanos, que iban a sufrir la misma muerte’ (Ap 6,9-11)” (40).

Los grandes Padres

Dice el P. Iraburu que, ante la oración incesante de su pueblo, “El Señor escuchó la súplica, llena de humildad y de confianza en la Providencia divina, de los innumerables mártires. Y el año 313 concedió a su Esposa la paz de Constantino. Como dice Angelo de Santi, ‘se había rezado durante tres siglos en apariencia inútilmente. Pero más tarde la oración fue escuchada, y se produjo tal triunfo de la Iglesia que nadie hubiera podido esperar como humanamente posible’ (AdS 1916,3: 37)” (41).

Es bien cierto que hay personas que entienden que la llamada “paz de Constantino” no fue tan positiva para la Iglesia como pudiera pensarse. Es más, el mismo P. Iraburu dice que “muchos cristianos antiguos se relajan y al mismo tiempo entra en la Iglesia un gran número de paganos” (42). Entonces, aquellos momentos, también de aflicción, requieren el “clamor suplicante de la Iglesia” (43), clamor que puede apreciarse tanto en S. Agustín (44) como conocedor de la situación espiritual por la que pasan muchos cristianos o en San León Magno (45), quien entendió que también Roma trajo “bienes inmensos” (46) para la Iglesia “tanto por la universalidad de su Imperio como por las mismas persecuciones primeras” (47). Tampoco olvida José María Iraburu a San Gregorio Magno (48) pues “Según informa Juan el Diácono (Vita Gregorii II, 17), es San Gregorio el que, expresando este espíritu suplicante de la Iglesia en la aflicción, introduce en el canon de la misa la petición por la paz que todavía rezamos” (49).

Así, refiere el P. Iraburu, las “letanías de los santos” (50) o las llamadas “estaciones” (51) que era un, a modo, de pareada militar a las que el pueblo acudía para suplicar. Sin embargo, a pesar de que diga el autor de “Oraciones de la Iglesia en tiempos de aflicción”, que no pretende “prolongar esta exposición en los antiguos libros litúrgicos” (52) hace notar que “que es justamente en ese tiempo cuando cristalizan todas las líneas fundamentales de la liturgia católica latina, tal como ha llegado hasta el día de hoy” (53).

Edad Media

“La liturgia romana, a partir sobre todo de San Gregorio I el Magno (+604), se va extendiendo por todo el Occidente, de tal modo que ya en el siglo XI, bajo el Papa San Gregorio VII (+1085), la liturgia de Roma es prácticamente el rito latino único, con pocas excepciones, como las de Milán o Toledo” (54).

Con estas palabras, el P. Iraburu plantea la situación en la que se encuentra la liturgia, y con ella la oración, en aquellos primeros siglos de la llamada Edad Media. Cita, como expresiones de la fe que ora, el “clamor in tribulatione” (55) como ejemplos de oraciones públicas con ritos especiales, las “preces in postratione” (56) (Papa Nicolás III mediante la bula “Salutaria”) que consistía en rezar, postrados (tanto el celebrante como los fieles) el Salmo 122 (“Vamos a la casa del Señor”) y “después el Kyrie eleison y el Pater noster” (57). Todo esto para “acrecentar en todos esta actitud de ánimo humillado y suplicante” (58).

No podía olvidar el P. Iraburu la oración del Santo Rosario que, siendo una que lo es medieval “ha venido a ser para innumerables cristianos clérigos, religiosos o laicos la principal oración suplicante de la Iglesia en sus pruebas. Este aspecto del Rosario, en el que la intercesión de María es reclamada con filial confianza, queda ya muy especialmente señalado en 1571, con ocasión de la victoria de Lepanto” (59) ni, tampoco, del Ángelus que, procediendo de finales de la Edad Media, se rezaba en varias ocasiones pues “por la tarde se generaliza desde la mitad del siglo XIII y ya es universal en el XIV. El Ángelus de la mañana tiene una difusión más tardía, pero también viene a ser común en el siglo XIV. Y el Ángelus del mediodía es impulsado por Calixto III con una bula de 1456” (60)

Las Cuarenta Horas

Jesucristo pasó cuarenta horas muerto. Pues bien, en recuerdo de tal tiempo, se estableció cuando en 1532 en la catedral de Milán se concentró el pueblo creyente para recordar aquellas horas. En realidad, en aquella ciudad italiana lo que se hizo fue adoptar, de forma definitiva, la práctica citada.

Así, en 1592, el Papa Clemente VIII cimentó de forma definitiva la oración de las Cuarenta Horas. Y lo expresa diciendo lo siguiente:

“’Todos somos pobres y tenemos necesidad de la gracia de Dios. El Autor y el donador de todos los bienes es Dios: sin Él ningún bien podemos obtener, ningún mal podemos evitar. Por eso pedid, pues, y recibiréis; llamad y se os abrirá.

‘Orad por la santa Iglesia católica, para que disipados los errores, se propague en todo el mundo la verdad de la única fe.

‘Orad por los pecadores, para que se conviertan y no sean envueltos en las olas del pecado, sino que se salven con la tabla de la penitencia.

‘Orad por la paz y la unidad de los reyes y de los cristianos.

‘Orad por el angustiado reino de Francia, para que Aquél que domina sobre todos los reinos y a cuya voluntad nada puede resistirse, vuelva aquel reino cristianísimo y tan benemérito a la antigua piedad y a la perdida tranquilidad.

‘Orad para que la diestra de Dios omnipotente venza a los terribles enemigos de la fe, los turcos, que encendidos de furor y de audacia no cesan en su amenaza de esclavizar y arruinar a todos los cristianos.
‘Orad, en fin, por Nos mismo, para que Dios sostenga nuestra debilidad y no sucumbamos bajo tanto peso, sino que nos conceda aprovechar al pueblo Suyo con la palabra y el ejemplo, cumpliendo la obra de nuestro ministerio, de modo que con el pueblo que nos ha sido confiado, sin mérito alguno de nuestra parte, podamos alcanzar la vida eterna, purificados por la Sangre del Cordero inmaculado, que ofrecemos y presentamos a Dios Padre en el altar, seamos guardados en la presencia de su Cristo y perdonados de nuestros pecados, con la intercesión de nuestra abogada la Santísima Virgen Madre de Dios y la de todos los santos que reinan con Cristo» (ib. 519)”
(61).

Así, la oración de las Cuarenta Horas se difunde con el apoyo de los Papas que, a lo largo de la historia han venido ocupando la silla de Pedro. Es más, en el Código de Derecho Canónico de 1917se disponía que “en todas las iglesias parroquiales y demás donde habitualmente se reserva el Santísimo Sacramento, debe tenerse todos los años, con la mayor solemnidad posible, el ejercicio de las Cuarenta Horas en los días señalados, con el consentimiento del Ordinario local. Y si en algún lugar, por circunstancias especiales, no se puede hacer sin grave incomodidad ni con la reverencia debida a tan augusto Sacramento, procure dicho Ordinario que al menos en ciertos días, por espacio de algunas horas seguidas, se exponga el Santísimo Sacramento en la forma más solemne’ (c. 1275)” (62).

La Adoración Nocturna

En 1810, en otro momento de aflicción de la Iglesia católica (el Papa Pío VII está prisionero en Francia desde julio de 1809) “el sacerdote Giacomo Sinibaldi, canónigo coadjutor de Santa María in Via Lata, tuvo la santa inspiración de invitar a sus colegas a la vigilia nocturna de su propia iglesia, durante la exposición de las Cuarenta Horas” (63).

Se inicia, así, una gozosa práctica oratorio que llega hasta nuestros días. Es más, “La historia eclesial que hemos recordado nos ha mostrado cómo la Adoración Nocturna nace de las Cuarenta Horas. Y esa misma historia, por la que nos habla Dios, parece decirnos hoy claramente que es la Adoración Nocturna –aunque no ella sola, por supuesto– la Obra más directamente llamada a fomentar de nuevo las Cuarenta Horas en las iglesias católicas. Todos los fieles cristianos, sin duda, están invitados a participar de este clamor magnus de oración eucarística.

Pero, las Obras católicas eucarísticas, y sobre todo la Adoración Nocturna, parecen estar especialmente llamadas por Dios para una restauración que, más que solo conveniente, habría que calificar de urgente”
(64).

Por eso en 1918 el P. Angelo de Santi consideraba lo siguiente a tal respecto: “Sería cosa sumamente provechosa que… los miembros de la Adoración Nocturna… pusieran todo su empeño en restaurar las Cuarenta Horas en su forma primitiva, si no siempre y en todas partes, al menos cuando y donde esto sea posible.

‘Es cierto que la Iglesia ha extendido también el tesoro de sus gracias a esta nueva forma más fácil de oración [mensual nocturna], pero le falta a ésta algo que es esencial, la continuidad en la memoria de las cuarenta horas que Jesús permaneció en el sepulcro…

‘Es cierto que requerirá un cierto aumento sensible de sacrificio. Pero no ha de olvidarse que la oración de las Cuarenta Horas es una oración expiatoria por naturaleza propia, y que cuanto mayor sea la penalidad al celebrarla como conviene, tanto mayor será su eficacia para conseguir la misericordia de Dios y la terminación de los males que tanto nos afligen hoy» (AdS 1918,2: 31-32)”
(65).

La devoción al Sagrado Corazón de Jesús

Es bien cierto que si bien el pueblo fiel a Dios tenía y mantenía una devoción muy especial hacia el Corazón, Sagrado, de Jesús, desde hacía muchos siglos, la misma “halla su forma plena con ocasión de las revelaciones privadas recibidas por Santa Margarita María de Alacoque (1647-1690), religiosa de la Visitación. Esta espiritualidad ha sido bendecida con frecuencia por los Papas con el mayor aprecio, como síntesis perfecta de toda la espiritualidad cristiana” (66). A través de la misma se sostiene que “Cristo debe reinar universalmente” (67).

Seguramente porque comprendía a la perfección la importancia que tenía considerar y tener como bueno el reinado de Cristo, el Papa Pío XI, en la encíclica Quas Primas, afirmó “todo el bien de los hombres viene de la obediencia a Cristo Rey, único Salvador del mundo” (68) y, además, “a las prácticas tradicionales de la devoción al Corazón de Cristo –la consagración de personas, familias y naciones, el ejercicio de los Primeros Viernes, el rezo de las Letanías del Corazón de Jesús, el Apostolado de la Oración, etc.–, añade una solemne oración anual de reparación:

A ese fin dispone que ‘cada año en la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, en todos los templos del mundo, se rece solemnemente el acto de reparación al Sacratísimo Corazón de Jesús, cuya oración se transcribe al final de esta carta» (Miserentissimus 14). La recuerdo en extracto:

‘Dulcísimo Jesús, cuya caridad derramada sobre los hombres se paga tan ingratamente con el olvido, el desdén y el desprecio… imploramos ante todo tu misericordia para nosotros, dispuestos a reparar con voluntaria expiación no solo los pecados que cometimos nosotros mismos, sino también los de aquellos que, perdidos y alejados del camino de la salud, rehúsan seguirte como pastor y guía…

‘Como reparación del honor divino conculcado, te presentamos, acompañándola con las expiaciones de tu Madre la Virgen, de todos los santos y de los fieles piadosos, aquella satisfacción que tú mismo ofreciste un día en la cruz al Padre, y que renuevas todos los días en los altares. Te prometemos con todo el corazón compensar en cuanto esté de nuestra parte, y con el auxilio de tu gracia, los pecados cometidos por nosotros y por los demás’”

(69).

No podía dejar de mencionar, en un libro dedicado a la oración cristiana, el “Rosario de la Misericordia divina” (70) difundido a raíz de las apariciones (1931-1938) de Nuestro Señor Jesucristo a la religiosa polaca Santa Faustiana Kowalska y del encargo que le hizo el Hijo de Dios de que difundiera la devoción a la Misericordia divina.

También de la adoración al Corazón Inmaculado de María hace mención el P. Iraburu. Así “En 1917, pocos años antes de las revelaciones recibidas por Santa Faustina, se aparece en Fátima la santísima Virgen María a Lucía y a los hoy beatos Jacinta y Francisco, tres niños portugueses analfabetos, y a través de ellos entrega a la Iglesia un mensaje tan sencillo como grave. El pecado en el mundo ha crecido de un modo intolerable. Es necesario y es posible combatirlo por medio de la oración y la penitencia. Concretamente, hay que rezar el Rosario todos los días, y es al mismo tiempo necesario consagrar al Corazón Inmaculado de María todas las naciones” (71).

Por eso, el Papa Pío XII, en 1942, “consagra el género humano a su Corazón Inmaculado”, atendido la voluntad de la Virgen de Fátima. Lo hizo diciendo que “’En tu Corazón Inmaculado confiamos en esta hora trágica de la historia humana. Te entregamos y consagramos no solo la santa Iglesia, Cuerpo místico de tu Jesús, que pena y sangra en tantas partes, de tantos modos atribulada, sino también a todo el mundo, dilacerado por discordias profundas, abrasado en incendios de odio, víctima de sus propias iniquidades… Como la Iglesia y todo el género humano fueron consagrados al Corazón de tu Jesús [en 1899], así desde hoy te sean perpetuamente consagrados también a ti y a tu Corazón Inmaculado, Madre nuestra y Reina del mundo, para que tu amor y ayuda apresuren el triunfo del Reino de Dios’” (72).

Para finalizar orando

Recoge el P. Iraburu la siguiente cita bíblica: “No tenéis porque no pedís; o si pedís, no recibís, porque pedís mal (Sant 4,2-3)” (73). En realidad plantea la posibilidad, a lo mejor cierta, de que nuestras oraciones no las hagamos de la forma más adecuada ni con el sentido más correcto.

Así, “El soberbio está encerrado en su miserable autosuficiencia, y por eso se ve abrumado de males, porque no pide” (74) mientras que “El humilde pide, pide siempre y en todo lugar, pide ‘sin cesar’, ‘noche y día’ (Col 1,9; 1Tes 3,10). Pide lo que no tiene, porque está convencido de que el que pide al Señor, recibe; y pide incluso lo que ya tiene, para que Él lo guarde, purifique y acreciente, pues sabe bien que cuanto tiene es don de Dios, y que sin Él ‘no podemos nada (Jn 15,5)” (75).

Pero es que, como bien dice la cita arriba recogida, es posible que pidamos mal. Apuntaba el P. Iraburu lo que denomina “siete notas” que son esenciales en la oración (notas, a su vez, 18 al 24 de este artículo). Pues bien, “Si alguna de ellas falta, no se alza al Señor la oración de petición o ésta se desvirtúa y se hace inútil” (76). Por eso mismo, tenemos que cuidar el sentido específico y concreto de las citadas notas en nuestra oración.

Por otra parte, “Cuando en la Iglesia primera de Jerusalén ocurre la gran desgracia de que toman preso su obispo, el apóstol Pedro, ‘toda la Iglesia oraba incesantemente a Dios por él’ (Hch 12,5)” (77). De aquí que, a las siete notas conocidas y citadas aquí añade el P. Iraburu dos más que son, a saber, el que toda la Iglesia ore “pidiendo al Señor que le libre de un gran mal” (78) y que se ore “con insistencia, incisamente, con perseverancia” (79).

Por eso, dice el P. Iraburu, en una definición perfecta de lo que ha sido su libro sobre las “Oraciones de la Iglesia en tiempos de aflicción” lo siguiente: “’Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y obtener la gracia en el auxilio oportuno’ (Heb 4,16). Elevemos en nuestro tiempo, prolongando la oración eclesial de siempre, un clamor magnus a Jesús, ‘verdadero Salvador del mundo’ (Jn 4,42), ‘al Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo’ (2Cor 1,2), al Espíritu Santo, nuestro Abogado, Consolador y Defensor (Jn 16,4). Y acudamos todos bajo el dulce amparo de la gloriosa Madre de Dios.

Acerquémonos, sí, al trono de la gracia por las misas votivas, la oración de los fieles, las rogativas, las letanías de los santos, la adoración eucarística, las consagraciones al Corazón de Jesús y al de María, las Cuarenta Horas, el Rosario, las novenas a los santos, las peregrinaciones y procesiones penitenciales, los primeros Viernes de mes, el Rosario de la Misericordia y tantos otros ejercicios litúrgicos o devocionales consagrados por la tradición cristiana, según Dios le mueva a cada uno”
(80).

En tal caso, repitamos lo que dice el Salmo 27 (6-9):

Bendito el Señor, que escuchó mi voz suplicante; el Señor es mi fuerza y mi escudo: en él confió mi corazón; me socorrió, y mi corazón se alegra y le canta agradecido”.

NOTAS

(1) Oraciones de la Iglesia en tiempos de aflicción (O.-t.a.). Introducción, p. 3.
(2) Ídem anterior.
(3) Ídem nota 1.
(4) Ídem nota 1.
(5) Ídem nota 1.
(6) O.-t.a. 1, p.4.
(7) Publicado, también, por la Fundación Gratis Date.
(8) Ídem nota 6.
(9) Ídem nota 6.
(10) Ídem nota 6.
(11) O.-t.a. 1, p.5.
(12) Ídem nota anterior.
(13) Ídem nota 11.
(14) Ídem nota 11.
(15) O.-t.a. 2, p.6.
(16) O.-t.a. 2, p.11.
(17) Ídem nota anterior.
(18) Ídem nota 16.
(19) O.-t.a. 2, p.12.
(20) O.-t.a. 2, p.13.
(21) Ídem nota anterior.
(22) Ídem nota 20.
(23) Ídem nota 20.
(24) Ídem nota 20.
(25) O.-t.a. 3, p.14.
(26) O.-t.a. 3, p.14-15.
(27) O.-t.a. 3, p.15.
(28) Ídem nota anterior.
(29) Ídem nota 27.
(30) Ídem nota 27.
(31) Ídem nota 27.
(32) Ídem nota 27.
(33) O.-t.a. 3, p.16.
(34) O.-t.a. 3, p.17.
(35) Ídem nota anterior.
(36) Ídem nota 34.
(37) O.-t.a. 3, p.18.
(38) Ídem nota anterior.
(39) O.-t.a. 3, p.16.
(40) Ídem nota anterior.
(41) O.-t.a. 4, p.19.
(42) O.-t.a. 4, p. 20.
(43) Ídem nota anterior.
(44) O.-t.a. 4, p. 21.
(45) Ídem nota anterior.
(46) Ídem nota 44.
(47) Ídem nota 44.
(48) O.-t.a. 4, p. 22.
(49) Ídem nota anterior.
(50) O.-t.a. 4, p. 24.
(51) O.-t.a. 4, p. 25.
(52) O.-t.a. 4, p. 27.
(53) Ídem nota anterior.
(54) O.-t.a. 5, p. 30.
(55) Ídem nota anterior.
(56) O.-t.a. 5, p. 32.
(57) Ídem nota anterior.
(58) Ídem nota 57.
(59) O.-t.a. 5, p. 34.
(60) O.-t.a. 5, p. 35.
(61) O.-t.a. 6, p. 45-46.
(62) O.-t.a. 6, p. 51.
(63) O.-t.a. 8, p. 53.
(64) O.-t.a. 8, p. 56.
(65) Ídem nota anterior.
(66) O.-t.a. 9, p. 56.
(67) O.-t.a. 9, p. 57.
(68) Ídem nota anterior.
(69) O.-t.a. 9, p. 57-58.
(70) O.-t.a. 9, p. 58.
(71) O.-t.a. 9, p. 59.
(72) O.-t.a. 9, p. 59-60.
(73) O.-t.a. Final, p.60.
(74) Ídem nota anterior.
(75) Ídem nota 73.
(76) O.-t.a. Final, p.61.
(77) O.-t.a. Final, p.63.
(78) O.-t.a. Final, p.64
(79) Ídem nota anterior.
(80) Ídem nota 78.

Eleuterio Fernández Guzmán

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Para el Evangelio de cada día.
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1 comentario

  
María
Todos necesitamos Abrir nuestro Corazón, confiar en aguien que nos entienda y nos Ame.
¿Y quien puede ser ese alguien que todos necesitamos , mejor que DIOS ?
ÉL nos ha dicho:
" Venid a Mí todos los que andais fatigados,...que YO os aliviaré "

No pidamos a DIOS facilidades en la vida, pidamos fortaleza, dignidad ,altezas de miras y hombros robustos para llevar nuestra Cruz......y DIOS nos dará eso y ..todo lo demás.
25/06/11 4:58 PM

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