Entre la luz y la tiniebla - Eternidad, la eternidad... la nuestra
El espacio espiritual que existe entre lo que se ve y lo que no se ve, entre la luz que ilumina nuestro paso y aquello que es oscuro y no nos deja ver el fin del camino, existe un espacio que ora nos conduce a la luz ora a la tiniebla. Según, entonces, manifestemos nuestra querencia a la fe o al mundo, tal espacio se ensanchará hacia uno u otro lado de nuestro ordinario devenir. Por eso en tal espacio, entre la luz y la tiniebla, podemos ser de Dios o del mundo.
Eternidad, la eternidad… la nuestra
Si hay algo que el Creador, en su infinita Misericordia, quiso y quiera para su Creación, es que habite las praderas de su definitivo Reino y que pueda gozar de las mismas con entera satisfacción de su espíritu.
Ante la turbación del corazón de sus discípulos se refirió Jesús a lo que es tan buscado y tan anhelado. Lo recoge el discípulo amado en su evangelio (Jn 12-2-4) cuando el Maestro dice que “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy sabéis el camino”
Y es que no nos basta, al parecer, con que se nos diga que la eternidad nos ha sido ganada por quien, con su Pasión, nos salvó sino que es necesario que el Mesías insista en que no pasemos tribulación por lo escatológico, por lo porvenir, sino que se encarga de decirnos que es Él mismo quien nos lo está preparando.
Por eso Dios ha de querer que, habiendo hecho un Universo que no es eterno (“Él existe con anterioridad a todo”, dice san Pablo en Col 1, 16 y, por lo tanto, el Cosmos ha de tener su final pues no fue creado en la eternidad misma que es Dios sino por Él) que, ante las dudas que podamos tener acerca, precisamente, de la eternidad y de lo que nos espera, surja la alegría de quien busca a Dios y el sumo hacer de quien lo encuentra o, como escribió en una dedicatoria de un libro, un 29 de mayo de 1933, san Josemaría “Que busques a Cristo. Que encuentres a Cristo. Que ames a Cristo”. Ahí está la respuesta de nuestras íntimas disquisiciones entorno a tal tema.
Nos queda, además, una huella de Dios en nuestra existencia: somos creación suya (semejanza, Gén 1, 26) y, por eso mismo, nuestro destino también está escrito en el corazón del Padre. Y, como tal, no podemos olvidar lo que hay de trascendente en nuestra vida, lo que, por eso mismo, está más allá de nuestro ser materia que al polvo ha de volver (Gén 3, 19).
Y para conocer y ser conscientes de nuestra propia trascendencia (y de lo que supone al respecto de la eternidad misma), partiendo de aquel “conócete a ti mismo” de Sócrates (no sin olvidar que, seguramente, el filósofo la tomó del frontispicio del Templo de Apolo en Delfos sin, por eso, sea suya en origen) tenemos una grave obligación como creyentes en Dios: hablar con Él, consultarle, escucharle… en fin, reconocer que nuestra vida tiene un valor que va más allá de la que vivimos ahora y que la eternidad que nos ganó Cristo es nuestra, de cada uno de nosotros, los que nos consideramos hijos de Dios y lo somos.
Tenemos, además, el Espíritu y somos, por eso mismo, su templo porque, a tenor de lo escrito a los Colosenses (1 Col 6, 19) “¿No sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?”, tal realidad espiritual, enriquece lo de que barro tenemos.
Por eso, nuestra no pertenencia a nosotros mismos lo es en el sentido de ser de Dios, de su eternidad misma y, por tanto, de la que nos tiene reservada. Somos, a este respecto, párvulos de una vida que comienza, con nuestra concepción, y terminará sin saber cuando como refiere san Marcos al escribir (Mc 13, 35-37) “Velad, por tanto, ya que no sabéis cuándo viene el dueño de la casa, si al atardecer, o a media noche, o al cantar del gallo, o de madrugada. No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos. Lo que a vosotros digo, a todos lo digo: ¡Velad!” y recomendarnos, pues, un estado de alerta espiritual que no ceje en orar, en pedir, en ser menos que nadie, en servir… en definitiva, en amar.
Es, por eso mismo, la eternidad, la nuestra, la que tanto anhelamos, la que nos ofrece Dios a cambio de aceptar una filiación que no es regalada y donada por el Creador y a cambio, también, de no olvidar lo que somos y cuál es nuestro destino.
Quiso Dios que moverse fuera para encontrarnos,
que existir fuera para conocer y comprender su Ser,
que la ignorancia de su Yo quedara ausente de nuestra voluntad,
que el límite de nuestro ansia fuera su rostro.
Y ahí estamos, siendo hijos con tal Padre.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Para el Evangelio de cada día.
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