Entre la luz y la tiniebla - Buscar a Dios para que se revele
El espacio espiritual que existe entre lo que se ve y lo que no se ve, entre la luz que ilumina nuestro paso y aquello que es oscuro y no nos deja ver el fin del camino, existe un espacio que ora nos conduce a la luz ora a la tiniebla. Según, entonces, manifestemos nuestra querencia a la fe o al mundo, tal espacio se ensanchará hacia uno u otro lado de nuestro ordinario devenir. Por eso en tal espacio, entre la luz y la tiniebla, podemos ser de Dios o del mundo.
Buscar a Dios para que se revele
Dice Santa Teresa de Ávila que la “sed me parece a mí quiere decir deseo de una cosa que nos hace tan gran falta que, si nos falta, nos mata” (Camino de perfección, c. 19). Por eso encontrar a Dios, en nuestras vidas, reconocerlo en nosotros, es, seguro, la tarea más importante y más beneficiosa que podemos llevar a cabo.
¿Cómo se hace esto?
En primer lugar, se ha de creer que esto es posible (“Convertíos y creed en el Evangelio” dice san Marcos, en 1, 15), y, a la vez sabedores de la dificultad que tiene esto, y, por eso mismo, entender que podemos llegar a encontrarnos con Dios, que siempre nos sale al encuentro. Como diría San Josemaría, en el título que da nombre a uno de sus libros, “Es Cristo que pasa”.
Empecemos, pues, por preguntarnos a nosotros mismos: ¿queremos encontrar a Dios? De la respuesta a tal pregunta podremos partir en ese viaje tan necesario como es el conocimiento de nuestro más profundo ser. Si la respuesta es “no”, aquí se acaba este proceso. Esto no quiere decir que no podamos volver, cuando lo sintamos así, a volver a plantearnos la posibilidad de encontrar al Padre, pues Dios siempre espera de nosotros eso y además, como diría san Pablo, podemos mostrar la ley de Dios “escrita” en nuestros corazones (Rom 2, 15) y tener la confianza de que el Creador ve en lo “secreto” (Mt 6, 1-6) para no quedar totalmente alejados del Padre.
Si, por otra parte, la respuesta es “sí”, el trabajo, quizá arduo, nos llevará, sin duda, a una meta soñada: Dios se nos revelará (no pensemos que nuestra sabiduría es tal que podemos descubrirlo solos pues fuimos elegidos “de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo” según Ef 1, 5), seremos, por eso, hijos de la luz, de esa luz que nos marca un camino seguro hacia el definitivo Reino de Dios, estaremos, así, con el salmista, cuando dice (27,1) “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿A quién temeré?” y apartaremos “la luz de la oscuridad” (Gen 1, 4) que fue lo que hizo el Creador cuando dijo “Haya luz” (Gen 1, 3) mostrando el camino hacia sí mismo para toda creatura suya.
Este es un camino interior, de dentro hacia fuera, desde nosotros hacia el mundo y tiene un efecto expansivo de la luz, hacia los otros, hacia nuestros hermanos en la fe e, incluso, hacia los gentiles, que pueden ver y comprender, el gozo al que se ha llegado.
Sin duda, este camino, esta posibilidad, presenta una dificultad añadida: estar atentos a las mociones del Espíritu Santo no siempre es fácil, pues el mundo en que vivimos distrae nuestro entendimiento de tal forma que, muchas veces, prestar atención al hecho de que Dios se manifiesta puede resultar bastante difícil. Esto, sin embargo, digo el hecho de observar cómo Dios se revela, y por eso se nos revela es, por encima de todo, una labor dulce, pues de observar su presencia en el mundo, obtendremos un fruto sabroso: Dios, en su existencia, que creó todo, quiere que apreciemos su presencia y nos da, por eso, múltiples ocasiones de captar su ser.
Para esto se requiere, sin duda, dos cosas: capacidad de aislamiento de lo que estorba del mundo, sabiendo separar la paja del grano y lo que es la presencia de Dios de la mundanidad. Al fin y al cabo sabemos (Jn 17, 16) que no somos del mundo al igual que Cristo tampoco es del mundo.
En segundo lugar, debemos prestar atención a lo que nos rodea.
Estas dos cualidades no se excluyen entre sí, sino que han de ser utilizadas al unísono y caer en la trampa de escoger entre una y otra. Así, para prestar atención hay que ser capaz de tener capacidad de aislamiento y esto, seguro, no es fácil. Ver las huellas de Dios en el mundo es, para esto, esencial.
Seguir tales huellas es un camino exterior, de fuera a dentro, del mundo a nosotros y tiene el efecto de concentrar, en nuestro corazón, esa luz divina que Dios ofrece al que quiera captarla.
Es importante conocer que estas dos formas de hacernos conducir por la luz divina, se alimentan mutuamente. Así, de encontrar a Dios en nuestro interior, obtendremos la capacidad de poder encontrarlo fuera de nosotros y del hecho de encontrarlo fuera nos confirmará el hecho de que ha de estar dentro de nuestro corazón, pues sin ese sutil hilo que nos une al mundo, llevados por la mano de Dios, no sería posible comprender nuestra misma realidad. Al fin y al cabo “De la misma manera que la tierra árida está muerta, hasta que la riega la lluvia, y a causa de sus grietas parece una boca sedienta y seca, así el fiel anhela a Dios para ser saciado por él y para poder estar en comunión con él” (Catequesis del beato Juan Pablo II sobre el Salmo 62)
Por eso, buscar a Dios para que se revele (“Te adoro con amor, oculto Dios” diría Sto. Tomás de Aquino), para que se nos revele, ha de constar entre las obligaciones graves de quien se siente hijo suyo. Hacer otra cosa es darle la espalda a Quien supo que, con nuestra creación, había hecho algo “muy bueno” (Gen 1, 31).
Eleuterio Fernández Guzmán
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Para el Evangelio de cada día.
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1 comentario
Igual que en la parábola del Hijo Pródigo, el Padre corre hacia nosotros cuando nos ve aparecer.
"Y, levantándose, partió hacia su padre. «Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente."
¿Puede haber algo más impresionante que este encuentro para todo ser humano?
Que Dios le bendiga D. Eleuterio :)
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EFG
Quien, además, se ha alejado del Padre y no vuelve a Él ha de llevar, por fuerza espiritual, una vida triste que es lo que le pasaba al hijo que se fue de la casa del padre para dilapidar su fortuna humana y perdió su riqueza espiritual.
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