Un inmenso Monte Taigeto
El día 8 de este mes, Infocatólica se hacía eco de la noticia de LifeNews que presenta dos casos de errores de diagnóstico de enfermedades prenatales que decidieron a los padres a autorizar el asesinato de sus hijos en etapa fetal, y que manifestaron posteriormente el dolor que les produjo haberlo hecho al saber que en realidad no padecían ninguna enfermedad grave ni incapacitante.
La noticia también pone de relieve un hecho desgarrador, y es la presión que se ejerce sobre las madres para que aborten si las pruebas médicas (ya vemos que falibles) indican la posibilidad de una enfermedad malformativa del embrión o el feto.
Esa presión es muy real, y puede ir desde la más “suave” de enumerar fríamente a los vulnerables padres (que deben afrontar una perspectiva angustiosa sin una guía verdaderamente empática) todas las secuelas, limitaciones o minusvalías que su hijo puede padecer, de confirmarse los estudios, sin explicar con idéntica minuciosidad las terapias o apoyos que la sanidad puede ofrecerles, que suele ser la más frecuente; hasta directamente, como en el caso que relata la noticia, coaccionar o forzar a los padres a que aborten para “evitar sufrimientos a su hijo” o “por responsabilidad social”, es decir, traspasándoles de modo absolutamente inhumano la culpabilidad por la situación que eventualmente pueda sufrir su hijo o las consecuencias para los demás de la misma.
No es casual que las presiones proabortistas más crudas se den en lugares con sistemas sanitarios basados en los seguros privados, para los cuales todo enfermo grave, y sobre todo crónico (principalmente los minusválidos) es un coste deficitario. Es decir, donde los beneficios de los accionistas se han impuesto, socialmente, a la función originaria de los seguros de salud, que era garantizar una adecuada promoción y cuidado de la salud para todos, con cargas repartidas proporcionalmente entre sanos y enfermos, porque todos podían enfermar en algún momento. Tampoco olvidemos cómo han colaborado la legislaciones proabortistas, imponiendo a los errores médicos en el diagnóstico prenatal pesadas indemnizaciones, que los seguros de responsabilidad profesional perfectamente pueden negarse a asumir (por considerarse negligencia). Incluso el ginecólogo más compasivo se cuidará mucho de leer a los padres la lista de todas las afecciones de salud más graves que su hijo puede sufrir de padecer la enfermedad congénita que se ha identificado (o creído identificar) en los análisis prenatales para evitar una condena por desinformación al paciente, la causa más común de sentencias adversas en los pleitos sobre error médico.
Hago estas consideraciones preliminares para que quede claro que comprendo perfectamente la angustia de unos padres atrapados en esta diabólica combinación, y soy consciente de que las circunstancias pueden atenuar una opción por el mal (del mismo modo que pueden agravarla, ojo). Pero, y entro ya en materia, es evidente que el mal es mal, y el bien es bien, por muchos atenuantes o agravantes que existan en cada elección moral.
Cualquier acción legítima o argumento veraz empleado por un movimiento provida para salvar la vida de un inocente es algo bueno. Eso es absolutamente indiscutible. Y nunca olvidemos que lo mejor es enemigo de lo bueno. Sin embargo, dicho esto, en este tipo de argumentarios subyace un grave defecto.
Resaltar los errores médicos en el diagnóstico prenatal, que naturalmente los hay, oculta el hecho de que la gran mayoría son correctos, y sin desearlo, justifica tales pruebas, ya que, lo que se afirma indirectamente es que, de haber sido el diagnóstico correcto, los padres no sentirían ningún remordimiento por haber ordenado el asesinato de su hijo enfermo.
Porque precisamente en ese estatus de enfermedad de su hijo descansa la clave moral de todo este asunto.
Debemos aceptar que en el siglo XXI el aborto provocado ha sido asumido por la gran mayoría de la población como un hecho legalmente válido (y como consecuencia, éticamente justificable).
En los albores de la despenalización y posteriormente legalización del aborto provocado, los filósofos del derecho hablaban de la “colisión de derechos entre la madre y su hijo”. Uno se estremece pensando que una madre pueda “pleitear” con su propio hijo no nato, un ser inocente que apenas asoma al mundo, pero la terminología jurídica lo expresa así. Los derechos que contenderían son el del hijo a la vida, y el de la madre a “regular su maternidad”. Mientras el derecho a la vida se entiende perfectamente (el que a un ser humano indefenso no se le arrebate injustamente su vida), la regulación de la maternidad no es más que un eufemismo para la anticoncepción.
No hace falta decir que la multiplicidad de métodos que existen para evitar un embarazo natural hoy en día (la mayoría de ellos moralmente ilícitos, pues el único lícito es la abstención del acto carnal) garantiza sobradamente ese “derecho a la anticoncepción”. Pero aunque no existieran, no cabe en pensamiento mínimamente humano que la vida de un inocente valga menos que la planificación familiar de su madre.
Y sin embargo el derecho hodierno no solo pone en pie de igualdad ambos derechos, sino que finalmente hace prevalecer el de la madre (la más fuerte de los dos litigantes) prácticamente de forma irrestricta en los códigos civiles de occidente y buena parte del mundo. En el español, de hecho, hasta la semana catorce del embarazo el aborto es libre, y en las posteriores con una serie de motivaciones fácilmente accesibles (el célebre “riesgo de daño psicológico para la madre”).
Los cristianos vivimos en la verdad. Así pues, admitamos francamente el fracaso en la sociedad actual de nuestra filosofía sobre la sacralidad de la vida y la familia basada en el matrimonio por amor canónico e indisoluble. La gran mayoría de la población acepta ese derecho de la madre a matar a su hijo. Aunque no creo que existan estadísticas recientes al respecto, mi impresión es que una parte más o menos importante (¿tal vez la mitad?) tiene todavía el suficiente pudor como para tener reparos acerca del concepto abstracto de aborto anticonceptivo (siempre sin poner en duda ese “derecho a matar a su propio hijo” del resto de la población). Sin embargo, el aborto eugenésico, ese que elimina la vida del hijo con enfermedades o malformaciones que se detectan en el embarazo, la eliminación del “hijo con defectos” está ampliamente aceptada entre la población, incluyendo por desgracia muchos cristianos sinceros, pero mal informados (y verdaderamente “mal formados”).
El argumento (excusa) principal para la justificación del aborto eugenésico es la voluntad de “evitar sufrimientos” al ser humano enfermo que se va a asesinar, y secundariamente a los allegados que sufrirían al verle sufrir. Como se ve, el argumento es calcado al del “homicidio por compasión” que es la eutanasia. Que casi siempre los enfermos a ser eliminados en uno u otro caso estén generando o vayan a generar extraordinarios gastos en cuidados médicos no es ninguna casualidad.
La solución del sufrimiento a base de matar a quien sufre y no puede defenderse es un argumento verdaderamente diabólico. Vestirlo de misericordia por “empatía” (“si yo estuviera en esa situación preferiría morir”) degrada el alma, alentando en ella el miedo a la adversidad y el padecimiento, como si los hombres no naciésemos todos con la capacidad de gozar y sufrir, y como si ambas no fuesen inherentes a nuestra condición mortal. Cometer un grave pecado creyendo hacer un bien es, exactamente el tipo de tentación preferida del Demonio, como podemos ver en las sufridas por Nuestro Señor Jesucristo en el desierto (Lucas 4, 1-13 y Mateo 4, 1-11). Ahora, ese terrible asesinato ya no es cometido por algunas almas confundidas, asustadas o degeneradas, sino por sociedades enteras, cuyas leyes se basan en el puro y llano pecado.
No es sorprendente que este asunto del feticidio, y particularmente la aceptación del aborto eugenésico, sea una de las pruebas más palpables de la profunda corrupción moral que sufre la sociedad actual; sobre todo la occidental, pero no sólo ella, pues por desgracia en muchos otros países también alejados de Dios también impera esa norma, la de “desechar” a los seres humanos enfermos.
El asesinato para evitar el sufrimiento de los asesinados y asesinos, no resiste el más mínimo análisis lógico. Pues, si de evitar el sufrimiento de un recién nacido se trata ¿qué diremos de aquellos que sufren parálisis cerebral infantil, una afección normalmente mucho más incapacitante y devastadora que, por poner el ejemplo más paradigmático, el síndrome de Down (la principal causa de aborto eugenésico) pero que al ser indetectable en el feto o producirse durante el parto no permite ejecutar al “sufriente” en el vientre de su madre? ¿Tardaremos mucho en ver legisladores “compasivos” que legalicen el asesinato de bebés enfermos de parálisis cerebral? ¿Y cuando se permita en la parálisis cerebral, porqué no en otras afectaciones “graves” o “incapacitantes”, incluso aunque tengan tratamiento o una buena expectativa o calidad de vida aceptables con las terapéuticas actuales?
Si alguno de mis lectores quiere repasar la serie de artículos que dediqué a la ley española de eutanasia en su momento, verá cómo el término “sufrimiento”, en el que reposa todo el núcleo de la legislación, es totalmente subjetivo y acientífico (al menos en la acepción moderna de ciencia, que precisa de una observación objetiva). En aquella, es el enfermo (o su representante, e incluso su médico, si no puede expresar su voluntad) quien decide. Aquí, sus padres. O por ser más precisos, su madre, que hace mucho es considerada propietaria legal a todos los efectos del fruto de su vientre. Nadie parece verdaderamente interesado en saber la opinión de esos fetos con malformaciones graves o enfermedades congénitas cuando consiguen nacer y crecer en una familia que les ama y protege estén sanos o enfermos, sobre si su sufrimiento es insoportable.
Cuando hemos desplazado el centro de gravedad ético desde la dignidad intrínseca de todo ser humano hacia la “libre voluntad” de la parte más fuerte, cualquier depravación es posible. Para mayor escarnio, en lugar de acompañamiento, solidaridad y ayuda de todo tipo (las actitudes que cualquier persona con entrañas ofrecería a quien está en esa situación), se presiona de forma directa e indirecta a los padres del enfermo, aquellos llamados por naturaleza a protegerle y procurar su bien, para que sean los jueces de esa pena de muerte injustísima, destrozando sus conciencias y dañando sus almas para siempre, como los testimonios del artículo al que aludo demuestran (entre otros miles que cualquier asociación que trabaje con madres que han abortado puede corroborar). Satanás no puede estar mejor servido.
Resulta aún más penoso por cuanto no ha existido en la historia sociedad con más medios materiales y conocimientos científicos para prevenir y tratar enfermedades, y paliar sus secuelas, que la actual. La medicina y la tecnología permite prevenir, tratar y auxiliar a los enfermos crónicos como jamás lo ha hecho antes. Eso convierte el aborto eugenésico en más vil todavía.
No perdamos de vista que este cambio de la moral social no hubiese sido posible sin la preparación previa que ha supuesto destrozar por completo la sacralidad de la reproducción natural en el seno de una familia natural, en la que, parafraseando (ironías de la vida) la más reciente campaña del tiránico partido comunista chino, “se educa en el amor” a todos sus miembros.
Ahora la concepción de seres humanos por medio de la cópula se evita de una docena de modos, se fabrica mediante otro puñado (sin necesidad de varón responsable, de modo no diferente a la preñez de las vacas en las granjas), se clona (sí, se clona, aunque sea ilegal) para obtener células, se almacenan en cámaras frigoríficas o se emplean sus restos para investigación o industria. De la paternidad responsable dentro de un matrimonio para que cada persona tenga padre y madre ni hablemos. Ya hemos tirado la toalla en intentar fomentar familias sanas, abnegadas y amorosas.
De aquellos polvos vienen estos lodos: si los seres humanos somos un producto, es esperable que quienes nos fabrican nos hagan pasar un control de calidad. Y nos desechen si no lo cumplimos, pues ya no somos fines en nosotros mismos, sino medios para la satisfacción de anhelos y expectativas ajenos (no precisamente santos, sino egoístas en grado sumo). Y eso hace que el valor de cada vida dependa de su “optimización” según los parámetros de quien la encarga. Un hijo ya no es un regalo, sino una especie de adquisición.
Verdaderamente la sociedad más avanzada en lo tecnológico se revela como la más podrida en lo ético.
Todo pecado es un dolor que se le infringe a Dios Nuestro Señor, que nos hizo para amarLe y amarnos. Pecados pequeños causan dolores pequeños; pecados graves, graves dolores.
Según Plutarco, los espartanos, un pueblo cruel, belicoso y esclavista, empleaba las alturas del Monte Taigeto para arrojar a los recién nacidos con taras físicas o naturaleza enfermiza, pues los espartanos, guerreros por naturaleza, no podían tener una constitución débil. Esa práctica horrorizaba al resto de griegos, que se tenían por civilizados. También entre ellos, como entre los romanos, existía el abandono de recién nacidos enfermos, pero lo ocultaban como práctica vergonzante y no alardeaban de ello.
Nuestra sociedad, en cambio, llama al homicidio de enfermos un derecho. Y con eso está dicho todo.
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