La Iglesia copta (I)

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Introducción

La palabra Copto viene del árabe Qubt, término que proviene del egipcio “kuptios”, que a su vez no es más que la versión local de la palabra griega “aigyptios”. Es decir, que cuando hablamos de coptos estamos diciendo egipcios, y la Iglesia copta no significa otra cosa que “Iglesia de (en) Egipto”. La Iglesia copta es actualmente la más numerosa de Próximo Oriente y de cualquier país de cultura árabe, reuniendo aproximadamente entre 9 y 20 millones de practicantes, incluyendo los nativos y la diáspora.

La fidelidad de los coptos a Cristo ha sufrido un calvario de muchos siglos de persecuciones, tanto de paganos, otros cristianos, como sobre todo de musulmanes, que se prolongan hasta nuestros días, siendo una de las más importantes iglesias mártires. Fue en Egipto donde surgió el movimiento eremítico, y posteriormente el monástico, y su sede, Alejandría, fue una de las dos grandes escuelas teológicas de la Antigüedad. Fue también en Egipto donde se empezó a emplear la cruz como símbolo cristiano (en vez del crismon o el ichthus). Igualmente, la iconografía clásica que todos asociamos con las imágenes religiosas cristianas proviene en gran medida de la pintura greco-egipcia primitiva cristiana. Separada de la comunión, junto a la Iglesia siríaca y la armenia, con el resto de la Cristiandad tras el concilio de Calcedonia de 451, su teología está encuadrada dentro del llamado miafisismo.

Entre los cristianos orientales, los coptos son pieza clave y referente, tanto en África como en Asia; a ellos y a su historia dedicaremos esta serie de artículos.

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San Marcos

La tradición afirma que la Iglesia cristiana en Egipto fue fundada por el Evangelista san Marcos. De él sabemos lo que nos cuentan los Evangelios: su nombre era Juan Marcos, fue discípulo de san Pedro, y en casa de su madre se refugió el apóstol cuando fue liberado milagrosamente de la cárcel en Jerusalén (Hech 12, 12). Primo de Bernabé, le acompañaría posteriormente, junto a san Pablo en su primer viaje evangelizador por Anatolia (Hech 13, 5-13), separándose posteriormente de ellos en Panfilia (lo cual le reprocharía posteriormente el apóstol de los Gentiles) para regresar a Jerusalén. Acompañó a Bernabé en su siguiente viaje a Chipre (Hech 15, 37). San Pablo le cita en varias de sus cartas (2 Timoteo 4, 11; Colosenses 4, 10 y Filemón 1, 4).

Mas tarde acompañaría a san Pedro en su evangelización en Italia (año 50 a 60 d.C), momento en que podemos situar la redacción de su Evangelio, claramente escrito desde una óptica petrina. Según la “Historia eclesiástica” de Eusebio, san Papías de Hierápolis (discípulo de san Juan Evangelista, alrededor del año 100-150 d.C) afirmaba que san Marcos “fue intérprete de Pedro, escribió con exactitud todo lo que recordaba, pero no en orden de lo que el Señor dijo e hizo. Porque él no oyó ni siguió personalmente al Señor, sino, como dije, después a Pedro. Este llevaba a cabo sus enseñanzas de acuerdo con las necesidades, pero no como quien va ordenando las palabras del Señor, sino de modo que Marcos no se equivocó en absoluto cuando escribía ciertas cosas como las tenía en su memoria. Porque todo su empeño lo puso en no olvidar nada de lo que escuchó y en no escribir nada falso”. San Pedro le cita en su primera carta (1 Pe 5, 13). Algunos han querido ver en el joven innominado que seguía a los captores de Jesús de lejos en el Huerto de los Olivos, y que al ser descubierto escapa desnudo (Mc 14, 51-52), al propio autor del Evangelio, dado que la anécdota (que sólo podía conoce un testigo presencial) no tiene trasfondo doctrinal y sólo se cita en este sinóptico.

No hay más testimonios contemporáneos de san Marcos a partir de ahí. Según una tradición italiana, habría viajado al norte de Italia, donde habría consagrado al primer obispo de Aquilea y soñado que su cuerpo reposaría allí, pero parece una creación muy posterior para justificar el fin de sus restos en Venecia.

Más sólida es la tradición copta, que afirma que fue el evangelizador de Egipto, enviado en el año 43 d.C por san Pedro y san Pablo a predicar a los judíos en Alejandría, entre los que creó una comunidad. Procedente de Cirene, se hospedó en la ciudad en casa de un hombre llamado Aniano, que se convirtió con toda su familia al cristianismo. Según esta tradición, fue en el año 62 d.C cuando marchó a Roma a acompañar a san Pedro (y redactar eventualmente su evangelio), nombrando a Aniano como obispo de Alejandría, junto a tres presbíteros y siete diáconos. En el año 64 d.C, tras el martirio de san Pedro, Marcos regresó a Alejandría, predicando también en Libia y Marmárica, siendo finalmente martirizado el lunes de Pascua (25 de abril) del año 68 d.C por el gobernador pagano de la capital egipcia durante los últimos meses del reinado del emperador Nerón. Según el muy posterior apócrifo “Hechos de san Marcos” (alrededor de 350 s.C), fue arrastrado por las calles de Alejandría atado con cuerdas al cuello. Al sobrevivir, fue encerrado en una mazmorra, donde un ángel le confortó enseñándole la Gloria que estaba próximo a alcanzar. Al día siguiente se repitió la tortura, alcanzando así el discípulo la palma del martirio. Su cuerpo fue quemado, pero según algunas tradiciones, sus discípulos pudieron recoger sus huesos como reliquias.

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La primitiva comunidad cristiana

Aniano, aún en vida de san Marcos, había evangelizado eficazmente, logrando muchos conversos entre los judíos alejandrinos. Se afirma que levantó el primer templo cristiano en Bucalis, en la parte oriental del puerto, en el lugar donde el evangelista había sido martirizado. En la capilla se depositaron los huesos de san Marcos, que dio nombre ese primer recinto sacro cristiano en Egipto. Los sucesivos obispos de la ciudad serían enterrados junto a él. San Aniano tomó la dirección de la comunidad cristiana de la ciudad hasta su muerte en el año 82 d.c, consagrando nuevos presbíteros y diáconos, cuando fue elevado en su sustitución un laico llamado sanAbilio, varón casto y ardiente en la fe, que según la tradición había sido consagrado presbítero por el propio san Lucas evangelista. Rigió en paz la iglesia hasta su muerte el año 95 d.C, cuando fue sucedido por san Cedrón, bautizado por el propio san Marcos, que sufrió martirio el 15 de junio de 106 d.C por no querer postrarse ante los falsos dioses por orden del gobernador de Egipto, durante el gobierno del cruel emperador Trajano. A este le siguió Primo, uno de los tres presbíteros ordenados por san Marcos antes de partir a Roma, que rigió la comunidad entre los años 106 a 118 d.C. Se cree que fue durante su tiempo como rector que comenzó a funcionar la Escuela catequética de Alejandría, o Didaskaleion, que tanta fama tendría en lo sucesivo. Fue sucedido por san Justo, bautizado por san Marcos y ordenado sacerdote por san Aniano, hasta su muerte en 129 d.C, en que tras dos años de vacancia, gobernó a la iglesia alejandrina Eumenes, entre 131 y 141 d.C. Este ordenó a varios obispos sufragáneos, enviándolos a predicar en todo Egipto, Nubia y la Pentápolis Cirenaica, territorios dependientes todas del gobernador romano de Alejandría. En sus últimos años la Iglesia en Egipto, que había vivido hasta entonces en general en paz y tolerancia con su culto, comenzó a sufrir persecución bajo el gobierno del emperador Antonino Pío. A Eumenes le sucedió sanMarciano (también llamado Marcos II), un maestro de la escuela catequética alejandrina, que rigió hasta el 152 d.C. Tras su muerte, el clero y los fieles eligieron sucesivamente al sabio Celadio (hasta 166 d.C), el austero Agripino (hasta 178 d.c) y el erudito Juliano (hasta 188 d.C), que publicó varias homilías y sermones sobre santos.

Hay que considerar que, desde que cuatro siglos atrás Alejandro el Magno conquistara Egipto, el país se hallaba sutilmente dividido en dos sociedades diferenciadas, coexistentes pero relativamente impermeables. Una, la de las grandes ciudades y la costa septentrional del Delta, cuyo máximo exponente era la propia capital de Alejandría, helenizada, grecoparlante, culta y comercial, asiento de la dinastía macedonia de los Ptolomeos y de los posteriores prefectos romanos; otra, la de los pueblos y el valle del Nilo, la del elemento nativo predominante, rural, apegado a sus tradiciones que se remontaban varios milenios, y que seguía hablando egipcio y adorando a los antiguos dioses más o menos sincretizados con el panteón olímpico. Ambas mantenían un sordo enfrentamiento secular, con el Egipto helenístico leal a un imperio romano también helenizado y despreciando al Egipto africano y meridional, siempre resistente a toda influencia extranjera y resentido de la explotación económica a la que le sometían los prefectos romanos con la cooperación de los egipcios helenizados. Quizá uno de los más grandes méritos del cristianismo egipcio fue que, partiendo desde Alejandría, logró evangelizar consistentemente a ambos Egiptos, que desarrollaron cada uno de ellos una vivencia de su fe coherente con su espíritu.

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La fundación de la Escuela catequética de Alejandría

Que la sede primada de la Iglesia egipcia estuviese en Alejandría tuvo una influencia inevitable en su cristianismo. La gran capital oriental, con su famosa biblioteca y su museo, era uno de los centros más grandes del saber antiguo en el Mediterráneo. Sus escuelas de filosofía estaban a la altura de Atenas y eran muy superiores a las de la propia capital del imperio, la poderosa Roma. Eruditos de todo el Imperio y de aún fuera de él, acudían a Alejandría a formarse con los grandes científicos que allí enseñaban, como Herón el ingeniero, el geógrafo Claudio Ptolomeo, el médico Galeno… pero entre todos ellos nos interesan los miembros de la Escuela neoplatónica de Alejandría, que en estos años iniciaban también sus primeros pasos, en la estela del platonico Eudoro, seguido posteriormente por Filón el Judío.

Muy pronto salida de su inicial círculo judío, la comunidad cristiana alejandrina se verá obligada a llevar a cabo una reflexión filosófica sobre la fe y enseñanza de Cristo para poder transmitirla a los cultos habitantes paganos de la ciudad, creando así la primera escuela de teología especulativa cristiana.

También paralela a esta y al crecimiento de la propia comunidad cristiana, aparecerá la filosofía gnóstica (del griego gnosis, “conocimiento”), un pensamiento dualista espíritu-materia, emanatista y mistérico/esotérico, que parece beber tanto del platonismo, como del pitagorismo y la filosofía judía alegórica de Filón. Aunque existieron escuelas gnósticas en todo el Oriente helenizado, probablemente Alejandría fuera la sede más importante. Allí los gnósticos fueron influidos por la mistérica y mágica religión tradicional egipcia (del mismo modo que en Siria fueron influidos por el dualismo estricto del mazdeísmo). Los maestros gnósticos, pertenecieran o no a las comunidades cristianas, fueron considerados todos heterodoxos por los principales pensadores y obispos cristianos. Entre ellos destacan varios egipcios: Valentín de Alejandría (100-160 d.C), inicialmente cristiano, que fundó la escuela gnóstica más importante en Roma y en sus últimos años se alejó de la Iglesia. Otro autor gnóstico importante fue Basílides de Alejandría (100-140 d.C), que tuvo su secta en el propio Egipto. También egipcia era la rama de los gnósticos setianos, aparentemente la más judeo-cristiana de todas, y otras como los ofitas y simonitas tuvieron muchos adeptos en Egipto.

Veremos a neoplatónicos, gnósticos y cristianos en constante relación durante los siglos siguientes en la capital egipcia.

Aunque se conocen varios maestros de doctrina cristiana previos, y hay numerosos fragmentos de papiro con textos del Nuevo Testamento u oraciones cristianas desde principios a mediados del siglo II (P. IFAO inv.237b del Apocalipsis 1; P. Oxy 3523 de Juan 18, 36; Gr. P. 457 de Juan 18, 31; P. Oxy 4404 de Mateo 21, entre otros), hay un consenso entre los Padres antiguos y los estudiosos modernos en que fue el filósofo Panteno el verdadero fundador de la Escuela catequética alejandrina.

Panteno era un filósofo griego (quizá originario de Sicilia) que enseñaba doctrina estoica en Alejandría. No se conocen los detalles de su conversión al cristianismo, pero en 180 d.C ya enseñaba teología cristiana a un grupo de discípulos de forma oral. Aunque no hay pruebas de que escribiese ninguna obra, según la Historia Eclesiae de Eusebio de Cesarea, sus alumnos pusieron por escrito algunos de sus sermones, que en todo caso se han perdido. Poco se sabe del corpus doctrinal de sus interpretaciones, pero se supone que estas pasaron a sus discípulos, entre los que descollaron Alejando, obispo de Capadocia, y sobre todo Clemente de Alejandría, el más brillante de todos, que sería su sucesor. De ser así, Panteno habría sido influido sobre todo por Filón de Alejandría, y en cierto modo también por las corrientes gnósticas que, provenientes del platonismo, habían comenzado a desarrollarse en el mismo lugar y la misma época que el cristianismo primitivo, particularmente el egipcio. Estas influencias llevarían a la que la escuela alejandrina tuviese un punto de partida en el idealismo platónico, y procurase armonizar la doctrina cristiana con la filosofía helenística.

Según una tradición posterior, Panteno dejó la dirección de la escuela a Clemente y dedicó sus últimos años a evangelizar en Oriente. Se le atribuye la llegada a la India, donde se supone que habría encontrado el original arameo del Evangelio de san Mateo. Menos probablemente habría evangelizado en el altiplano abisinio y el sur de Arabia. Murió alrededor del año 200 d.C y fue posteriormente canonizado por las Iglesias católica y copta.

Por cierto, que de finales del siglo II d.C es una culta y enigmática apología cristiana llamada carta a Diogneto, cuyo autor es desconocido. Entre las hipótesis de autoría, por el claro estilo y erudición, se postulan a Panteno o Clemente, y el destinatario sería un prefecto romano de Egipto llamado Claudio Diogneto (aunque hay otros posibles candidatos con ese nombre en otros lugares del Oriente durante ese siglo).

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Clemente de Alejandría

Según la tradición, estando gravemente enfermo, el obispo Juliano tuvo una visión divina que le informaba de que conocería a su sucesor porque le traería un racimo de uvas fuera de temporada. Y quien lo hizo fue, al día siguiente, un granjero que se las ofreció como regalo a cambio de su bendición. Así fue anunciado Demetrio como sucesor del obispo, que moriría poco después. Demetrio, que hubo de dejar de cohabitar con su esposa al aceptar la consagración, gobernó la iglesia egipcia durante un periodo muy largo, cuarenta y dos años, y dejó una impronta significativa.

La primera tarea que hubo de afrontar el nuevo obispo fue la controversia sobre el cómputo canónico de la fecha de la Pascua. Fue el primero en aplicar un método de cálculo para determinar esa fecha, y su edicto fue aceptado por todas las Iglesias de Oriente y aprobado posteriormente por el concilio de Nicea en 325 d.C. Asimismo, estableció un calendario litúrgico para fijar las fechas de ayuno. Se supone que fue él quien envió a Panteno en viaje misionero por Arabia y la India, nombrando a su discípulo Clemente como nuevo director de la Escuela catequética.

Tito Flavio Clemente era hijo de unos nobles paganos de Atenas, y fue destinado a una esmerada formación (su griego clásico es considerado sumamente elegante). Tras viajar por Grecia, Roma y Asia Menor en busca de respuestas a su falta de fe en los dioses olímpicos, llegó alrededor del 180 d.C a Alejandría, donde encontró en Panteno al maestro que estaba buscando, logrando (o acelerando) su conversión al cristianismo. Se convirtió en su más destacado discípulo, y fue ordenado presbítero por el obispo Juliano pocos años después

Alrededor del año 200 d.C, Clemente sustituyó a su maestro como director de la escuela catequética, y se puede afirmar que las líneas generales de la misma en los siguientes siglos provienen con seguridad de sus enseñanzas (quizá las mismas que las de Panteno). Él fue el primero que afirmó la validez de las vías de los filósofos grecorromanos para reflexionar sobre Dios, aunque únicamente la Revelación de Cristo, el Logos, traía la plenitud del conocimiento y la salvación. Estuvo influenciado principalmente por Platón (a quien consideraba precursor del cristianismo) y la escuela estoica, aunque se pueden rastrear ecos de gnosticismo y esoterismo judío. Clemente es el primer gran filósofo y teólogo que lleva a cabo una interpretación filosófica de las Sagradas Escrituras, y una trascendente de la filosofía clásica, uniendo así los caminos de la religión abrahámica y la cultura griega en una vía que caracterizará para siempre al Cristianismo

Es autor de tres grandes obras de la patrística cristiana. La primera, el Protéptico (“exhortación”), está enderezada a convencer a los griegos de abandonar el paganismo y abrazar el cristianismo. En ella hace una crítica antropológica a la religión olímpica, por estar basada en el culto a fenómenos naturales, héroes divinizados o sentimientos “humanizados”, y a los cultos mistéricos, como los de los dionisíacos o gnósticos, por su oscurantismo. Condena asimismo la pederastia institucionalizada, y los sacrificios. Decía que los ídolos paganos, o bien eran trozos de piedra y madera, o demonios. Frente a ello, la enseñanza cristiana es la alegría de participar en la Palabra del Dios único creador que ha amado al hombre hasta hacerse con él. Descalifica la iconografía griega, y alaba a Platón y, en menor medida, a los filósofos racionalistas que ya criticaron en el pasado los mitos paganos.

En la segunda, el Paedagogus(”maestro”). Se centra en la ética cristiana, transmitida por el único maestro a imitar, Jesucristo, que enseña a controlar las pasiones y practicar la virtud. Enseña principalmente principios espiritualistas y naturalistas. Hay influencias notables de los filósofos estoicos Musonio Rufo y Epicteto, adaptados a la enseñanza moral evangélica.

La tercera, titulada Stromata (“miscelánea” o “mezcla”), estaba dirigida a los conversos, para que profundizasen en la fe cristiana, resolviendo las controversias o dudas más frecuentes.

Escribió además muchas otras obras menores, algunas de las cuales se han conservado, pero la mayoría conocemos sólo por fragmentos citados por otros autores. Así, la Quis dives salvetur, que aborda una cuestión teológica no baladí, la de algunos adinerados alejandrinos que, con la excusa de que Cristo ya había condenado a los ricos al infierno, llevaban una vida inmoral, a los que replica que es el uso indebido de los bienes lo que condena, no la mera posesión. También compuso refutaciones a las sectas gnósticas de Valentín y los judaizantes, diversos comentarios a las Sagradas Escrituras, monografías sobre el ayuno o el bautismo, etcétera. En toda su obra subyace la convicción de que la fe y la razón son compatibles y complementarias para alcanzar el conocimiento de Dios.

Clemente alcanzó aún mayor fama que su maestro Panteno, y bajo su dirección, la escuela alejandrina se convirtió sin duda en la más prestigiosa entre todos los cristianos. Entre sus muchos alumnos destacaron Alejandro, que fue nombrado posteriormente obispo de Jerusalén, y sobre todo el filósofo Orígenes, que posteriormente le sustituiría como director.

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La persecución de Septimio Severo

Tras siglo y medio de general tolerancia (aunque ya vimos que no faltaron episodios puntuales de martirio), en el año 202 d.C el emperador Lucio Septimio Severo promulgó la primera ley universal que prohibía la difusión del cristianismo y el judaísmo (del que aquel era aún considerado una especie de rama o secta), para contentar a los influyentes sacerdotes paganos, inquietos por el crecimiento de la fe cristiana.

Fue precisamente en Egipto y el Norte de África donde el decreto imperial fue aplicado más estrictamente.

Los alumnos de la Escuela catequética fueron los primeros y más sañudamente atacados. Precisamente un año antes, en 201 d.C, Orígenes, hijo de Leónidas de Alejandría (un cristiano que ejercía de profesor de literatura), un muchacho devoto, había ingresado en la escuela. Su padre fue uno de los primeros detenidos en virtud de la ley. Orígenes quiso entregarse también, pero su madre se lo impidió. Por negarse a maldecir a Cristo y sacrificar a los ídolos, Leónidas fue decapitado y sus bienes confiscados. Orígenes hubo de hacerse cargo del cuidado de sus ocho hermanos menores. Tal vez para ayudarle a sostenerlos, al año siguiente Clemente le nombró catequista de la Escuela de Alejandría, con sólo dieciocho años. Pronto se hizo famoso por su dedicación al estudio de la Biblia y los filósofos, así como por su estilo de vida austero y devoto, practicando regularmente ayunos y oraciones.

Pronto fue martirizado por su fidelidad a Cristo Plutarco, hermano de Heraclas, futuro obispo de Alejandría, ambos compañeros de Orígenes, el cual le visitó en la cárcel y le acompañó al cadalso, donde casi le lincha una multitud hostil al cristianismo. Otro alumno, Sereno, fue quemado vivo. Poco después, el catecúmeno Heráclides y el neófito Herón fueron decapitados públicamente. Otro Sereno fue torturado y decapitado. Tres alumnas de la escuela también sufrieron martirio: la catecúmena Herais, que fue quemada, y Marcela y Potamiena, madre e hija. Esta última, que rechazó amancebarse con un oficial a cambio de salvar la vida, fue introducida en un caldero con pez hirviente, en el que alcanzó la palma del martirio. El guardia que la condujo al suplicio, llamado Basílides, impresionado por su serena y compasiva actitud, se negó días después a jurar por los dioses, siendo encerrado por el prefecto. Afirmó que Potamiena se le había aparecido en sueños, y tras bautizarse en la prisión, fue decapitado. Otros muchos alumnos de la escuela o cristianos de Alejandría anónimos fueron también martirizados en esta encarnizada y satánica persecución, y la iglesia en Egipto hubo de pasar a la clandestinidad.

Clemente se vio forzado a abandonar Alejandría alrededor del año 203 d.C. Se cree que se instaló en Palestina o en Siria, pues su amigo el obispo Alejandro de Jerusalén escribió una carta en 211 d.C recomendándolo a la Iglesia de Antioquía. Ese año murió el malvado Septimio Severo y con él la aplicación de su decreto decayó hasta casi cesar por completo. Clemente pudo regresar a Alejandría, donde poco a poco Orígenes, su alumno más destacado, fue asumiendo sus funciones como director, dada la avanzada edad de su maestro, sucediéndole de forma natural.

Clemente murió alrededor de 215 d.C. Es considerado uno de los Padres de la Iglesia, pero curiosamente, su veneración, muy antigua, no es uniforme. Los coptos lo han considerado uno de sus mayores santos, pero tanto el patriarcado ortodoxo de Constantinopla (en el siglo X) como el papado en el siglo XVI, lo eliminaron de la lista de los canonizados. El cardenal Cesar Baronio persuadió al papa Sixto V de este paso, porque Focio había acusado a Clemente de enseñar que el Hijo era inmutable e incapaz de sufrir, poniendo así en duda la unión entre las personas del Jesús hombre y el Logos o segunda persona de la Trinidad. Ciertamente la relación entre las dos naturalezas de Cristo no fue tratada en profundidad y definida dogmáticamente hasta varios siglos después de Clemente, de modo que tampoco se le puede calificar propiamente de heterodoxo.

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Orígenes y Demetrio

En 212 d.C, Ambrosio, un hombre rico y culto, que profesaba el gnosticismo valentiniano, acudió a la escuela catequética para disputar con Orígenes, con el objeto de ganarlo para su secta. Ambos mantuvieron elevados diálogos teológicos, que atraían a numerosos alumnos y curiosos, en una urbe tan cosmopolita y amante de la sabiduría como era Alejandría. Finalmente, se hicieron grandes amigos, y fue Ambrosio quien pasó a profesar el cristianismo, convirtiéndose en protector y mecenas del propio Orígenes, al que puso a disposición varios secretarios y copistas, así como cuantos libros precisaba, para ayudarle en su trabajo catequético y la composición de sus obras. A partir de 218 d.C, todas las obras de Orígenes estuvieron dedicadas a Ambrosio. Su nueva posición como autor le llevó a delegar la tarea catequética en la Escuela en su discípulo Heraclas, para concentrarse en su formación gramática y retórica, y sus trabajos apologéticos, que inició viajando a Roma ese mismo año, y a Arabia en 213 d.C. Esta independencia de criterio no gustó al obispo Demetrio de Alejandría, y las relaciones entre ellos no fueron buenas en lo sucesivo.

Entre las obras tempranas de Orígenes (uno de los autores más prolíficos de toda la Antigüedad cristiana, al que se le atribuyen más de ochocientas obras) podemos destacar la Hexapla, una transcripción a seis columnas del texto hebreo del Antiguo Testamento, cada una de ellas correspondiente a una versión distinta (incluyendo la versión en griego llamada Septuaginta, la empleada por los autores evangélicos), lo cual facilitaba la comparación entre ellas. Fue iniciada el mismo año de 212 d.C y fue una de las fuentes principales para la posterior Vulgata latina san Jerónimo de Estridon.

En 215 d.C el tiránico emperador Caracalla, hijo de Septimio Severo, desencadenó un cruel saqueo de Alejandría en represalia porque, durante su estancia en la misma, algunos alejandrinos hicieron circular pasquines satíricos acerca del emperador y el homicidio de su hermano y coemperador Geta. Orígenes hubo de huir a Cesarea de Palestina, donde su elocuencia y fama le ganaron el ruego de los obispos locales para que predicara a los fieles. Dado que no era presbítero, no estaba canónicamente autorizado para ello. Apenas llegó a sus oídos, el obispo Demetrio se enojó, y llamó de vuelta a Orígenes a Alejandría. Los obispos Alejandro de Jerusalén y Teoctisto de Cesarea escribieron en su defensa, alegando precedentes de laicos que habían dado sermones al pueblo, pero fue en vano, y Orígenes hubo de regresar a Egipto. Allí solicitó en varias ocasiones a Demetrio que lo ordenase sacerdote, pero este se negó.

En estos años, Orígenes publicó varias de sus obras más importantes, algunas de ellas a pedido de Ambrosio: los cinco primeros libros de su Comentario sobre el Evangelio de san Juan, los primeros ocho de su Comentario sobre el Génesis, sus comentarios sobre los libros veterotestamentarios de las Lamentaciones y los Salmos, y sus obras sobre la resurrección de Jesús. No todas las hipótesis filosóficas y teológicas expuestas fueron del agrado de Demetrio, lo cual empeoró su relación.

Entre las principales obras de Orígenes debemos destacar Peri arkhon (“sobre los principios”), escrita alrededor de 230 d.C, que trata sobre aquellos considerandos (principios) sobre los que ha de desarrollarse toda indagación filosófica y teológica. Propone como tales a la Santísima Trinidad, las criaturas dotadas de razón y la naturaleza. Partiendo de la predicación de Jesús de Nazaret (en los Evangelios) y los apóstoles (en las cartas y la tradición), establece las enseñanzas que deben ser “regla de fe”, a partir de la cual deducir todo el conocimiento empleando la lógica, en su caso principalmente platónica, como es característico en la Escuela de Alejandría. En este texo plantea la teoría de la apocatástasis, deudora del idealismo platónico, por la cual en el fin de los tiempos todas las almas, pecadoras y santas, serán de nuevo uno con Dios (tras un periodo de purificación). Este monismo vagamente panteísta ha sido el principal obstáculo para considerar a Orígenes un maestro completamente ortodoxo, pues en consecuencia lógica, niega la auténtica libertad del hombre para aceptar o rechazar a Dios (asimismo, niega que el infierno sea eterno), ya que al final todas las almas regresarán a la amistad con Dios, que si es el único principio, será también el único fin. También, al igual de Clemente (y nuevamente característico de la escuela alejandrina), propugna la inmutabilidad de Dios y, por consiguiente, del Verbo, la segunda persona de la Trinidad.

Demetrio tenía una fuerte personalidad, y fue con él que el obispado de Alejandría dejó de ser un simple primus inter pares, para comenzar a convertirse en la verdadera autoridad efectiva de toda la Iglesia en Egipto. En 231 d.C envió a Orígenes en una misión apostólica a Atenas. En el camino se detuvo en Cesarea de Palestina, donde fue recibido calurosamente por el obispo local Teoctisto, y Alejandro de Jerusalén, que volvieron a solicitarle que enseñara allí. Orígenes pidió a Teoctisto que le ordenara presbítero, para poder predicar válidamente, y este lo hizo. Al conocer la noticia, Demetrio se indignó, condenando la ordenación por un obispo ajeno, y convocó un sínodo en Alejandría para excomulgar al diácono rebelde. Orígenes decidió entonces establecerse definitivamente en Cesarea, donde fundó una escuela catequética, hija de la de Alejandría. Demetrio emitió una condena tras otra, protestó a los obispos de Palestina, apeló al sínodo de la Iglesia en Roma, acusó por escrito a Orígenes de haberse castrado en secreto (lo cual era motivo canónico para invalidar la ordenación), parece ser que falsamente, y de haber afirmado en su disputa con el gnóstico valentiniano Cándido que Satanás también podría alcanzar la salvación. En su “carta a los amigos de Alejandría”, Orígenes rechazó esta última acusación, considerándola ridícula, y una mala interpretación de su concepto de apocatástasis. Al año siguiente, en 232 d.C, Demetrio murió a la fabulosa edad de ciento cinco años, tras cuarenta y dos años como obispo; sus acusaciones no se sustanciaron en ningún proceso concreto, pero persiguieron a Orígenes toda su vida, e incluso en sus biógrafos de los siglos venideros.

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Orígenes y la Escuela de Cesarea de Palestina

El Didaskalión o escuela catequética de Orígenes en Cesarea, supuso un impulso crucial a la formación y evangelización de aquellas tierras. Firmiliano, obispo de Cesarea de Capadocia, era uno de sus más devotos discípulos, e invitó a Orígenes a predicar en su sede; Gregorio el Taumaturgo, llegado del Ponto a Palestina para estudiar leyes en 233 d.C, se convirtió al cristianismo y se encaminó al presbiteriado después de escuchar un sermón de Orígenes. También acudió a escucharle el neoplatónico Porfirio, que elogió sus extensos conocimientos de filosofía, pero rechazó que hubiese subordinado el razonamiento a la exégesis de las Sagradas Escrituras.

El curso organizado por Orígenes iniciaba la catequesis enseñando el razonamiento socrático y los principios de conocimiento del platonismo-estoicismo de Antíoco de Ascalón y Plutarco. Posteriormente, el alumno aprendía cosmología e historia natural, y cuando dominaba todas estas disciplinas, se formaba en filosofía y teología, que era considerada la más sublime de todas.

En Alejandría, el hostil Demetrio fue sustituido por Heraclas, pupilo y amigo de Orígenes (curiosamente, había sido discípulo anteriormente de un filósofo neoplatónico de origen cristiano, pero apostatado al paganismo, llamado Ammonio Sacas de Alejandría), que fue ordenado presbítero, convirtiendo a muchos paganos, y había ocupado la dirección de la Escuela catequética de Alejandría tras la marcha de este a Cesarea. Los obispos de Palestina y Arabia consideraban a Orígenes la máxima autoridad doctrinal, y su fama en todo el mediterráneo oriental, y aún en Roma, estaba en el cénit.

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Apogeo de la escuela catequética de Orígenes.

Tras la muerte del cruel Caracalla, se habían sucedido en el trono imperial dos primos suyos, Heliogábalo y Alejandro Severo (ambos nacidos en Siria), que habían tolerado a los cristianos, el primero por su inclinación a todos los cultos mistéricos orientales, y el segundo por su amor a la religión en general. Tras el asesinato de este en 235 d.C, fue elevado por los soldados Julio Vero Maximinio, llamado el Tracio, un general semibárbaro. Maximino consideró enemigos a cuantos había favorecido Severo, incluyendo a los dirigentes cristianos, contra los que desató una nueva persecución en todo el imperio, que duró aproximadamente un año, hasta que diversas rebeliones socavaron su autoridad.

Aunque (a diferencia de Roma) no hubo mártires de sangre, en Egipto (probablemente la parte del imperio con más porcentaje de cristianos en aquel momento) muchos sufrieron las nuevas disposiciones imperiales. Orígenes hubo de esconderse en la casa de una feligresa llamada Juliana la Virgen durante muchos meses; su protector Ambrosio fue encarcelado en Nicomedia, así como su amigo Protoctetes, arcipreste de Cesarea, entre otros muchos. En su honor, Orígenes escribió el tratado Exhortación al martirio, el más importante en su época (y en siglos sucesivos) sobre este tema en la apología cristiana.

Según san Jerónimo (que se basó en buena medida en Orígenes para su Vulgata), Orígenes fue autor de numerosos escolios a diversos textos del Antiguo y Nuevo Testamento; homilías de textos sagrados, extensos comentarios a varios libros bíblicos (destacando el concerniente al Evangelio de san Juan, que ocupó treinta y dos volúmenes, y no menos el dedicado al de san Mateo, que se extendía por veinticino), diversas refutaciones a gnósticos o paganos, reflexiones espirituales (sobre la oración, el martirio, la Resurrección), etcétera. También incluyó comentarios a textos paleocristianos como la Epístola de Bernabé, la primera carta del papa Clemente o el Pastor de Hemas, a los que parece (al igual que su predecesor Clemente de Alejandría) que consideraba inspirados, y la Iglesia egipcia lo siguió considerando así durante varios siglos. Todas ellas destacan por la pureza de su prosa y la erudición, tanto escriturística como filosófica, que muestran. La mayoría no se conserva originalmente, aunque sí en fragmentos recogidos por autores posteriores. Principalmente, fueron escritos durante la segunda estancia de Orígenes en Cesarea.

Una vez cesada la persecución con la muerte de Maximinio, Orígenes viajó a Atenas, donde completó su Comentario al Libro de Ezequiel e inició el Comentario al Cantar de los Cantares, siendo uno de los pioneros entre los autores cristianos en considerar inspirado a este libro. Posteriormente siguió su periplo, y entre 238 y 244 d.C visitó a su amigo Ambrosio, establecido ya en Nicomedia, y luego Antioquía, donde se cree que tuvo contacto con el famoso filósofo Plotino, fundador del neoplatonismo. Por esos años disputó y convenció a Berilio, obispo de Bostra que predicaba el adopcionismo, y a Heracleides de Arabia, que enseñaba que el alma moría con el cuerpo.

Alrededor de 248 d.C, Orígenes escribió, a pedido de Ambrosio, Kata Kelsou (“Contra Celso”), en la que refuta las enseñanzas del filósofo pagano Celso, que había satirizado el cristianismo en su tratado “La Palabra Verdadera”, acusándolo de irracional, hechicero y plagiador de Platón, así como de subversivo por su negativa a reconocer la superioridad de la soberanía del emperador sobre Jesucristo. Orígenes responde punto por punto a las críticas de Celso, empleando nuevamente la lógica platónica para demostrar la racionalidad de las creencias cristianas y la superioridad de la Biblia sobre los filósofos clásicos. Esta obra se convirtió en la apologética cristiana más importante de su tiempo en todo el Imperio, sobre todo porque permitía a los ciudadanos cultos acceder a las creencias reales de los cristianos (y no las caricaturas que sus adversarios presentaban) de forma razonada. Por cierto, que en esta obra ya aparece un principio característico de la Escuela alejandrina en los siglos posteriores, la interpretación alegórica de los pasajes ambiguos de la Biblia, particularmente los evangélicos.

Ese año de 248 d.C el obispo Heracleas de Alejandría (el primero en ser llamado “padre” o “papa” según una carta conservada) murió, tras dieciséis años de gobierno en los que había logrado bautizar a muchos paganos. Fue elevado en su sustitución Dionisio, uno de sus alumnos más preclaros y su sustituto como director de la escuela catequética, antiguo pagano que se había convertido tras recibir una revelación divina, y se había ordenado en 231 d.C.

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Teología de Orígenes

Influido por el platonismo, Orígenes defendía que las almas habían sido creadas antes que el mundo material. Creía que el alma de Cristo era la más perfecta de las creadas, y explica de un modo algo ambiguo su unión al Logos, de un modo que algunos interpretaron como que el alma de Jesucristo “mereció” convertirse en el Logos, en vez de unirse a Él. Esto convertía a Orígenes en una especie de subordinacionista, que consideraría que el Logos no habría sido engendrado del Padre, sino en cierto modo creado a partir de la sustancia divina. Este tipo de opiniones (también san Justino Mártir profesó algún tipo de subordinacionismo), poco desarrolladas, aparecen en otros autores cristianos antes del concilio de Nicea. Al igual que san Ireneo de Lyon, creía en el propósito remisorio de los pecados humanos de la muerte en cruz de Jesucristo. Enseñó también la posibilidad de salvación universal, la purificación de las almas de sus pecados (una prefiguración del Purgatorio), el libre albedrío, del que era un ferviente defensor (distinguiendo así la omnisciencia divina como explicación del preconocimiento que las Escrituras muestran de los pecados futuros de los hombres, y no como predestinación de Dios), lo cual le valió naturalmente la repulsa siglos después de Lutero; y el pacifismo radical (aunque aceptaba que un estado no cristiano pudiese librar una guerra justa, condenaba la participación de cristianos cualquier conflicto armado).

Orígenes era un escrupuloso exégeta, y un gran conocedor de las Sagradas Escrituras (afirmaba que en estas había tanto historia como legislación moral), y aunque ponía gran cuidado en apoyar sus especulaciones platónicas en textos bíblicos, con frecuencia los sobrepasaba. Su interpretación era frecuentemente espiritualista, y por ello podemos afirmar que, junto a su maestro Clemente, fue el precursor de la interpretación alegórica escriturista, tan característica de la escuela catequética de Alejandría.

La concepción divina de Orígenes plantea un Dios Padre perfecto, invisible, inmutable e incognoscible. La creación habría provenido de su pura bondad. Para él, el Logos (el Verbo, o el Hijo) es el principio racional emanado de Dios, por medio del cual llega la creación, la esencia suma de todo. Orígenes pone las bases a la idea de la Trinidad, señalando que el Espíritu Santo era parte de Dios. No está claro si consideraba a las tres personas de la misma naturaleza (ousios), y la falta de fragmentos claramente definitorios (y la duda sobre interpolaciones posteriores en otros) dejan esa cuestión abierta. Como se ha dicho, Orígenes era, no obstante, subordinacionista en algún modo, considerando al Hijo inferior al Padre y al Espíritu Santo inferior al Hijo. Probablemente, esta concepción procuraba defender la unidad de Dios frente a los gnósticos. No debemos olvidar que estamos aún en un periodo temprano de la teología, y muchas definiciones trinitarias o cristológicas no habían sido aún elaboradas. Orígenes contribuyó sin duda en gran medida a esa definición.

Pese a que su prestigio en vida y en las décadas siguientes es innegable, y que prácticamente todos los teólogos orientales (y aún occidentales) que le siguieron bebieron de él en algún modo, sus reflexiones fueron tan vastas que tomando unas u otras se podían crear escuelas contrapuestas (un tanto como ocurrió con su maestro Platón), de modo que en los siglos siguientes, ortodoxos y heterodoxos pudieron apelar a sus escritos como fuente de autoridad. Es por ello que su legado es controvertido. Probablemente, lo más práctico (aparte de reconocer la grandeza de su intelecto y su fe sincera) sea no realizar un juicio global de su ortodoxia a partir de un solo argumento.

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La persecución de Decio

Tras la muerte de Maximino, el imperio cayó durante casi cincuenta años en lo que los historiadores han llamado el periodo de la “anarquía militar”, en la que generales diversos se iban sucediendo en el trono, encumbrados por magnicidios, rebeliones, conjuras palaciegas o guerras civiles. Los sucesivos tiranos, de reinados regularmente breves, vivían continuamente atemorizados a ser depuestos (y frecuentemente asesinados) del mismo modo en que ellos habían obrado para alcanzar el trono. Por ello, empleaban cualquier medio para tratar de asegurar su dominio. El más simbólico era la divinización en vida del emperador, que supersticiosamente creían les protegería de un asesinato que hubiese sido sacrílego. Por eso durante esta etapa se dieron algunas de las más crueles persecuciones a los cristianos, que se negaban a adorar las imágenes del emperador como idolatría, una convicción heredada del judaísmo y que extrañaba e irritaba a los romanos.

En 249 d. C se desató en todo el imperio una de las más mortíferas epidemias (posiblemente la viruela), conocida como “peste de Cipriano”, por haberse conservado su memoria por los escritos de este obispo de Cartago. La mortandad fue terrible, y las iras del populacho se dirigieron hacia los gobernantes y hacia los cristianos (en Alejandría, por ejemplo, fueron torturados y asesinados la catequista santa Apolonia y el matrimonio de Metras y Quinta). El soberano de aquel tiempo, Quinto Trajano Decio, publicó en enero de 250 d.C un edicto exigiendo que todos los ciudadanos (excepto los judíos) realizasen un sacrificio público a la estatua del emperador y de los ídolos grecorromanos, como forma de aplacar a los dioses, y obtuviesen de ese modo un certificado oficial (libellus). Como en ocasiones anteriores, quien no tuviese ese certificado sería acusado de enemigo del estado, y por tanto ejecutado.

El edicto se llevó a cabo escrupulosamente, y cientos de miles de cristianos fueron afectados, a nivel de todo el imperio pero, nuevamente, especialmente en Egipto (quizá la provincia con mayor número de cristianos en aquellos tiempos). Muchos sacrificaron efectivamente por miedo a la persecución, siendo conocidos como lapsi (apóstatas forzados); algunos sobornaron (o lo intentaron y fueron castigados) a los magistrados para obtener el libellus sin sacrificar; muchos otros se escondieron (como Cipriano de Cartago) o huyeron, entre ellos Pablo de Tebas, proveniente de una rica familia, que huyó al desierto para evitar la persecución, convirtiéndose en el primer ermitaño, que se alimentaba, como Juan el Bautista, de saltamontes y miel silvestre.

Por fin, hubo muchos cristianos que fueron martirizados por negarse a sacrificar al emperador (por ejemplo el marino alejandrino Isidoro de Quíos). Entre ellos destacan los obispos Fabián de Roma, Babil de Antioquía o Alejandro de Jerusalén. Orígenes no pudo escapar esta vez: fue detenido por orden del prefecto de Cesarea, encerrado en una mazmorra y torturado para obligarle a sacrificar públicamente, pues el gobernador, conociendo su prestigio, quería que su apostasía sirviese de ejemplo para otros cristianos. Orígenes no abjuró en ningún momento, se mantuvo firme en su fe, y cuando año y medio después, en la batalla de Abritta, Decio murió y su edicto decayó (no dejaba de ser una forma de jurarle lealtad pública, y por tanto, ya innecesario), fue liberado. Pero los malos tratos y torturas habían dañado su salud irremisiblemente, y menos de un año después, murió y fue enterrado en Tiro, considerado unánimemente como el mayor de los filósofos y teólogos cristianos de su tiempo.

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Persecución de Valeriano

Durante la persecución de Decio, el papa Dionisio de Alejandría fue encerrado por el prefecto Sabino, pero unos campesinos cristianos asaltaron la prisión y lo pusieron en libertad. Con unos pocos acólitos, escapó al desierto de Libia, donde permaneció hasta la muerte de Decio en 251 d.C, regresando a Alejandría, donde medió entre Cornelio y Novaciano, reconociendo al primero como legítimo papa de Roma.

La paz de los cristianos duró poco. Uno de los sucesores de Decio, Publio Licinio Valeriano, desató una nueva y más terrible persecución. Por primera vez, una persecución oficial y universal estaba dirigida específicamente contra los cristianos, prohibiendo su culto y asambleas, y confiscando sus bienes (según su ministro de finanzas Macriano, la razón principal de la persecución era precisamente subsanar el déficit del tesoro imperial con los bienes de los miembros de la “secta supersticiosa y enemiga del estado”). El edicto de agosto de 257 d.C especificaba que el clero debía sacrificar a los dioses so pena de destierro. En agosto de 258 d.C el senado amplió el edicto, mandando que los clérigos que no lo cumpliesen debían ser “inmediatamente ejecutados”; los nobles, despojados de su dignidad, confiscados sus bienes y, si persistían, ejecutados igualmente; las mujeres privadas de su patrimonio y desterradas, y los libertos, convertidos en esclavos públicos.

En Roma fueron ejecutados los papas Esteban y Sixto II, y los diáconos Agapito y Lorenzo, el niño Tarsicio, la matrona Eugenia, el obispo Cipriano en Cartago, Dionisio en París, Patroclo en Troyes, Fructuoso en Tarragona… entre muchos otros miles que dieron su vida por no renegar de Cristo. En Oriente también fue bárbara la persecución, Dionisio de Alejandría escribe: “hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, doncellas y matronas, soldados y civiles, de toda edad y raza, algunos por la flagelación y el fuego, otros por la espada, han conquistado en la lucha y ganado sus coronas”. El propio Dionisio es desterrado al desierto de Libia por orden del prefecto Emiliano de Egipto.

Dispuso Dios que el malvado Valeriano fuese capturado por los partos en su campaña siria. El shahansha Sapor no pidió rescate por él, sino que le encadenó en su desfile, y posteriormente lo ejecutó haciéndole tragar oro fundido en 260 d.C. Su piel fue expuesta como trofeo en el principal templo de Babilonia. Emiliano de Egipto fue ejecutado como usurpador por orden de Publio Egnacio Galieno, hijo y sucesor de Valeriano, que anuló el edicto de su padre y devolvió sus bienes a las iglesias, cesando así la persecución.

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Florecimiento del cristianismo egipcio

Es en estos años finales de la persecución cuando en Cirenaica de Libia, varios obispos profesaron la fe en el modalismo predicado por Sabelio (esto es, la unidad fundamental de Dios, de la cual Padre, Hijo y Espíritu Santo sólo serían manifestaciones o modos). Dionisio de Alejandría escribió varias cartas condenando el error (de las que mandó copia al papa mártir Sixto II), incluyendo una a los obispos Amonio y Eufranor en la que, para justificar su condena del modalismo, adopta una posición subordinacionista, que presenta al Hijo como algo distinto al Padre. Acusado por algunos obispos egipcios ante el papa Dionisio de Roma, este convocó un sínodo en 262 d.C, donde, junto al sabelianismo, también se condenó la separación de las personas divinas como politeísmo. Posteriormente dirigió una carta personal a Dionisio de Alejandría pidiéndole que respondiera a las acusaciones. Este rápidamente contestó profesando la misma fe que el papa de Roma, terminando ahí la controversia, probablemente provocada por una deficiente formación teológica en el obispo alejandrino. Dionisio murió en 264 d.C, durante la celebración del sínodo de Antioquía que juzgaba al adopcionista (y modalista) Pablo de Samosata, al que no pudo acudir por su enfermedad.

Aunque mucho menos ilustre como director de la Escuela de Alejandría que sus predecesores, Dionisio (llamado a veces “El Grande”) dejó varias obras de cierto interés: Sobre la naturaleza, en la que refuta el materialismo epicúreo; Libros sobre las promesas, donde rechaza el milenarismo apocalíptico de Nepote de Arsínoe; Refutación y Apología, en las que refuta el modalismo; Comentario al Eclesiastés, que no se conserva, y varias cartas dirigidas a obispos de la parte oriental del Imperio y al papa de Roma, en las que trata de la ascesis, la paz entre clérigos, la penitencia, la reconciliación de los lapsi que lo soliciten de corazón, y diversos temas canónicos.

En la Escuela catequética, Dionisio fue sucedido por Teognosto, discípulo también de Orígenes, y del que poco se sabe. Su principal obra fue Hypotyposeis, una monumental recensión de doctrina cristiana (de la que apenas se conservan unos pocos fragmentos), dividida en siete libros (Creación, divinidad de Cristo, Espíritu Santo, Ángeles y demonios, Divinidas de Dios- dos libros. Y Regreso a la creación). En ellos se resume la enseñanza ortodoxa sobre muchas materias, pero, influido por el subordinacianismo de su maestro, Teognosto presenta al Hijo bajo un prisma casi de criatura, lo cual le valió una agria polémica con Luciano de Antioquía, fundador de la Escuela (Didaskaleion) Catequética de Antioquía, que le acusó de heterodoxo. En su defensa de la Encarnación, sin embargo, Teognosto defendió la doctrina ortodoxa.

En la sede papal, a Dionisio le sustituyó en noviembre de 264 d.C el apacible Máximo de Alejandría, hijo de padres cristianos y ordenado diácono por el papa Heraclas. Tuvo un largo y pacífico pontificado de diecisiete años, sin mención a hechos reseñables, más allá de su confirmación a las actas del sínodo de Antioquía que había condenado las enseñanzas de Pablo de Samosata. Murió en 282 d.C, siendo sustituido por Teonas de Alejandría. Alrededor de ese año falleció Teognosto, y su puesto como director de la Escuela catequética fue ocupado por Pierio de Alejandría, un filósofo austero, culto y elocuente, conocido por haber pronunciado muchos sermones que cautivaron a varias generaciones de cristianos, hasta el punto de que en su época se le llamó “el joven Orígenes”. Se conocen fragmentos y citas de varios de ellos, dedicados al libro del profeta Oseas o el Evangelio de san Lucas (donde afirma que el honor o ultraje hecho a una imagen recae sobre aquello que representan, siendo el primer ejemplo conocido de iconodulia cristiana).

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Los primeros eremitas

Alrededor del año 271 d.C, un joven proveniente de un pueblo cercano a Heracleopolis Magna (Delta del Nilo) llamado Antonio, decidió vender todas sus posesiones, entregar el producto a los pobres y retirarse a vivir en una cueva. Posteriormente, decidió alejarse físicamente de la ciudad, viviendo en el desierto en soledad, donde muchos se acercaron a él para instruirse en su camino de santificación de oración y penitencia, convirtiéndose en anacoretas. Así, san Antonio, apodado Abad, es considerado el fundador del movimiento eremítico, que pronto se extendió por todo Egipto, y posteriormente a otros países.

Siguiendo los ejemplos de Elías y san Juan Bautista, los ermitaños vivían en las zonas más apartadas y agrestes, en celdas individuales, a veces no más grandes que un nicho, donde se entregaban a todo tipo de mortificaciones, pasando su tiempo en contemplación y rezos, tratando de fundir su alma con la luz divina por medio de la ascesis, y sosteniéndose con apenas lo necesario. En ocasiones se reunían varios en una montaña, pero mantenían sus habitáculos individuales, y raramente se comunicaban unos con otros, aunque si viajaban para formarse y aprender de eremitas más ancianos y venerables.

Se cuentan numerosas historias de estos ermitaños, asaltados por tentaciones diabólicas del espíritu y la carne para que abandonaran su piadosa forma de vida (siempre infructuosamente). San Antonio Abad fundó varias congregaciones en Arsinoe y Pispir (donde profesó san Pafnucio), no lejos de su Heracleopolis natal, cerca del oasis de Fayum, aunque él mismo se retiró a vivir en solitario al Monte Colzim, cerca del mar Rojo. Había otras en la Tebaida (Alto Egipto), dirigidas por Pablo de Tebas, y posteriormente, como veremos, se fundaron muchas más.

Es importante considerar que los anacoretas gozaron de gran popularidad entre la población rural e interior de Egipto, aquella más alejada del centro del saber y la filosofía helenísticos que era Alejandría. Es decir, que el eremitismo estuvo siempre mucho más impregnado de sentimiento propiamente nacional egipcio que los clérigos de las grandes ciudades, mucho más cosmopolitas.

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La Gran Persecución de Diocleciano

Teonas de Alejandría gobernó la iglesia de Egipto durante diecinueve años de general paz en un imperio que poco a poco iba saliendo a del anarquía militar, gracias principalmente a la tolerancia religiosa de Lucio Domicio Aureliano (que gobernó entre 270 y 275 d.C) que además puso las bases para la recuperación del estado romano. De Teonas se conocen apenas un puñado de hechos: construyó la primera iglesia para el culto de todo Egipto, dedicada a Santa María Theotokos (Madre de Dios), lo cual confirmaría la veneración que desde siempre tuvo ese título entre los coptos, bautizó muchos paganos, escribió varias cartas a los cristianos de la corte imperial con consejos y recomendaciones, y excomulgó como hereje a Sabelio cuando visitó Alejandría.

Quizá la anécdota más relevante del pontificado de Teonas sea el modo en que protegió y encumbró al que sería su sucesor, un muchacho llamado Pedro, al que ordenó lector a los cinco años en 282 d.C, cuando sus padres lo entregaron al servicio de la Iglesia como habían hecho los padres de Samuel en el Antiguo Testamento. A los doce años lo designó diácono, y presbítero a los dieciséis. Cuando Teonas y Pierio murieron en el año 300, Pedro, con apenas veintitres años, fue nombrado tanto papa de Alejandría como director de la Escuela catequética.

En 284 d.C había llegado al trono imperial Diocleciano, otro general empeñado en restaurar la antigua gloria de Roma. Entre otras medidas, regresó a la conocida inclinación por apoyar a la religión tradicional romana y discriminar al resto de religiones, por considerar que las dificultades del imperio provenían de no haber aplacado convenientemente a los dioses romanos. En 290 d.C un filósofo anticristiano, Porfirio de Tiro, con acceso a la corte, había clamado contra el alarmante aumento del número de cristianos, y lo relacionaba directamente con la falta de asistencia a los rituales paganos que había detectado desde hacía años. Diocleciano ordenó la expulsión de todos los cristianos del servicio imperial.

En su plan de reforma, Diocleciano había dividido el imperio en dos partes, regidas por dos augustos y sus dos césares o sucesores designados. De regreso de la guerra contra los persas sasánidas en 299 d.C, Diocleciano y su césar CayoGalerio Valerio, ordenaron un sacrificio en Antioquía, para conocer por medio de los arúspices la ventura de la relación futura con los enemigos, con los que se había alcanzado una precaria tregua. Los augures fallaron en varias ocasiones en interpretar las entrañas de los animales sacrificados, y acabaron culpando de ello al enfado de los dioses porque durante la ceremonia algunos soldados cristianos habían hecho la señal de la cruz. Como buen romano, Diocleciano empleaba la religión como institución de orden social, pero Galerio, hijo de una sacerdotisa de Diana, era un fanático de los ídolos olímpicos, e instó al augusto a purgar el ejército de cristianos.

De esta época es la historia de la llamada legión tebana, formada sobre todo por egipcios cristianos, que se negó a sacrificar al emperador cuando estaba acantonada den Agaunum (en el actual Valais suizo), siendo ejecutados todos los renuentes, incluido su comandante san Mauricio, y otros oficiales y soldados como Antonio de Plasencia y Cándido el tebano. Víctor, otro oficial cristiano que logró escapar, acabó siendo martirizado en Marsella años después por su fidelidad a Cristo. También en estos años se sitúa la historia de san Jorge, miembro de la guardia imperial, torturado y decapitado en Nicomedia por negarse a sacrificar a los ídolos. Fue tan popular en Oriente que se inventaron posteriormente sobre él leyendas como la famosa del dragón y la doncella, que llevó su popularidad a la Cristiandad latina durante la Edad Media, permaneciendo como uno de los santos favoritos en la onomástica cristiana.

La intolerancia fue creciendo, y en marzo de 302, durante una estancia en Alejandría, Diocleciano ordenó quemar vivos a los jefes maniqueos junto a sus escritos sagrados, desterrar a los demás a las minas, y confiscar sus bienes. En este caso, el origen zoroastrista (persa) de la creencia maniquea fue el motivo principal contra esa comunidad, pero en realidad, estaba prefigurando la ofensiva a la más importante de las religiones no oficiales, el cristianismo.

El verano de ese mismo año, Galerio presionó más al augusto Diocleciano para que extremara las medidas contra los cristianos. Mientras aquel prefería mantener la exclusión de cualquier servicio público como única medida, Galerio estaba persuadido de que sólo el exterminio de los cristianos apaciguaría a los dioses. Fue enviado un mensajero a consultar al oráculo de Delfos, y la respuesta críptica (como todas) del mismo fue “los justos en la tierra dificultan la comunicación de Apolo con sus devotos”. Muy significativamente, se entendió que “los justos” eran los cristianos, y al fin Diocleciano accedió a publicar un decreto de persecución general de todos los cristianos del imperio el 23 de febrero de 303 d.C.

El edicto ordenaba la destrucción de todos los escritos cristianos, sus libros litúrgicos y sus lugares de culto, la prohibición de reunión, la pérdida de derechos ante los tribunales, la desposesión de todos sus títulos y cargos, y la esclavitud de todos los libertos cristianos. Aunque Galerio había pedido que todos los renuentes a sacrificar fuesen quemados vivos, Diocleciano decidió finalmente rogar a los jueces que intentasen lograr la aplicación del edicto sin derramar sangre. Unos meses después, un segundo edicto para Oriente ordenó el encarcelamiento de todos los clérigos, incluso los diáconos. Un último edicto en 304 d.C ordenaba que todas las personas se reuniesen en un lugar público e hiciesen un sacrificio a los dioses, y quienes se negasen serían castigados.

La persecución de Diocleciano fue la última y más feroz del paganismo contra los cristianos, regando el suelo imperial con la sangre de miles de cristianos torturados y ejecutados. Como había ocurrido en otras ocasiones, dependía de las autoridades de cada lugar la diligencia y rigor de la aplicación de las medidas. En Occidente, donde solo se publicó el primer edicto, las comunidades cristianas aún tenían poca importancia fuera de Roma o Cartago. Añádase que augusto y cesar occidentales, Maximino y Constancio, eran mucho menos fanáticos (como sabemos, la concubina de Constancio y madre de Constantino, era la cristiana Elena), de modo que, aunque no faltaron persecuciones y martirios en Italia, Hispania y sobre todo África, el edicto no supuso ni de lejos la terrible matanza producida en Oriente, donde las comunidades cristianas eran numerosas y florecientes.

Egipto tuvo la desgracia de ser gobernada directamente por Diocleciano, que supervisó personalmente el cumplimiento estricto y riguroso de su decreto. Es muy probable que fuese la provincia que más sufrió por ello. Entre 303 y 311 d.C hubo miles de cristianos torturados y asesinados de los modos más crueles (destripados, quemados, arrastrados por las calles, aplastados, descuartizados, arrojados a calderas hirvientes, degollados), entre ellos los célebres casos en 303 d.C del obispo Sabino de Hermópolis, en 304 del matrimonio casto de Juliano y Basilisa; en 306 de los santos de la Tebaida, el magistrado Filoromo y el filósofo Fileas; en 307 el soldado converso Varo de Alejandría; en 309 san Menas, antiguo militar y luego eremita; en 310 d.C la doncella y filósofa Santa Catalina de Alejandría, junto a su convertido guardián Porfirio, etcétera. En las actas se repiten con frecuencia los halagos, promesas o amenazas de los jueces para que los mártires apostataran, siempre infructuosamente (aunque en realidad sabemos que sí hubo lapsi en esta persecución, que fueron llamados traditores, traidores, por sus antiguos correligionarios). Con frecuencia las turbas de paganos incitaban la mayor dureza, o se aplicaban de forma tumultuosa a castigar a los cristianos del modo más bárbaro.

En 310 d.C, recibió el gobierno de Egipto como augusto Galerio Valerio Maximino (llamado Daza o Daya, para distinguirlo del otro emperador de igual nombre), un fanático de la religión tradicional romana y su importancia social. Mientras en el resto del imperio la aplicación rigurosa del edicto anticristiano había decaído en intensidad tras la abdicación de Diocleciano (305 d.C), Maximino siguió implementándola en toda su dureza. Cuando el 30 de abril de 311 d.C, los dos augustos sobrevivientes a las luchas civiles, Constantino y Galerio (que murió cinco días después) promulgaron juntos el edicto de tolerancia de Serdica, que reconocía al cristianismo como un culto legal en el imperio (aunque exigía que los cristianos rezasen por el emperador y no les permitía el proselitismo público), Maximino Daza se negó a suscribirlo, y mantuvo la persecución, aunque se limitó a medidas confiscatorias y prohibición de culto, evitando las ejecuciones en adelante. Sin embargo, el ascenso evidente de los augustos Licinio y Constantino, que eran tolerantes y publicaron en 313 el edicto de Milán, concediendo plena libertad a los cristianos y restitución de sus bienes, le forzó poco después a aplicarlo también en Egipto, donde se puso fin así a una década de encarnizada persecución.

Persecución que no había logrado extirpar el amor a Cristo del país del Nilo sino que, parafraseando a Tertuliano, la sangre de los mártires fue la semilla de nuevos cristianos. En efecto, los paganos o escépticos no fanatizados quedaron impresionados por la entereza con que la mayoría de los cristianos aceptaba la persecución y la muerte por su fe sin resentimiento ni rebeldía. Esa fortaleza y elevada moral llevó a muchos, en cuanto cesó la persecución, a acercarse al cristianismo, que conoció un nuevo y definitivo impulso, para convertirse poco después en la fe mayoritaria del pueblo egipcio.

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El cisma meleciano

Naturalmente, Pedro de Alejandría fue uno de los primeros contra los que se procedió. El papa escapó de la ciudad y se escondió. Privados de pastor, los cristianos de Alejandría eligieron a Melecio, obispo de Licópolis (Asyut) como nuevo rector, para que atendiera las necesidades de los cristianos perseguidos. Melecio comenzó a regir la Iglesia local y a ordenar sacerdotes, como si Pedro no fuese a regresar jamás. Cuando Pedro le mandó recado de que debía abandonar la sede, pues el papa regente seguía vivo, aquel le ignoró. Alejandro convocó un sínodo que depuso a Melecio. Pronto se produjo un cisma entre los que reconocían a Pedro como papa (unos 35 obispados egipcios) y los que reconocían a Melecio (unos quince),aunque este nombró sustitutos para algunas de las sedes que no le reconocían, generando más confusión. Además del no reconocimiento mutuo, ambas partes diferían grandemente sobre el tratamiento que había que dar a los traditores que solicitaban ser admitidos de nuevo a comunión.

Según una leyenda posterior, Pedro y Melecio, junto a los principales sacerdotes de Alejandría, fueron encerrados juntos en una gran celda. Allí los dos papas discutieron: mientras Pedro abogaba por la clemencia y la readmisión de los lapsi tras una penitencia, Melecio se mostraba inflexible y, por respeto a los que habían dado su vida por no apostatar, exigía que los traditores pasaran todo el catecumenado y se bautizaran de nuevo. La discusión subió de tono, y en un momento dado, Pedro colgó una cortina para separar la celda en dos partes e invitó a los sacerdotes allí presentes a que eligieran ponerse en su lado de la cortina o en el otro. A los seguidores de Pedro se les llamaba “Iglesia católica” y a los de Melecio “iglesia de los mártires”.

Uno de los partidarios de la postura estricta de Melecio era un estudiante de teología de origen libio, llamado Arrio, hijo de Ammonius, discípulo de Luciano de Antioquía, que se había instalado en Alejandría en fechas recientes. Hombre de vida persona austera, modales corteses y convicciones firmes, Melecio de Licópolis le ordenó diácono, pero Pedro de Alejandría le excomulgó por su apoyo a quien consideraba usurpador.

Según el historiador medieval Severus Ibn Al Muqaffa, estando en prisión, el emperador Maximino Daya ordenó la ejecución del papa Pedro, y una multitud de cristianos se congregó frente a la cárcel dispuestos a morir por su obispo. Los guardias comenzaron a discutir si debían dispersar con las armas a la turba, o desobedecer la orden imperial y arriesgarse a ser castigados. El propio Pedro les habría sugerido que lo sacaran por un agujero en la pared posterior para matarle, evitando así que los fieles sufriesen daño. Así lo hicieron, no sin discutir, porque ninguno quería cargar con la responsabilidad de decapitarlo, y finalmente dieron dinero a uno de ellos para que le cortase la cabeza. Murió el 25 de noviembre de 311 d.C, y es venerado como santo por la Iglesia.

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La controversia arriana

El propio Pedro había sugerido a sus partidarios que eligiesen a su muerte a Aquilas de Alejandría, su sucesor, que fue elevado a principios de 312 d.C. Aceptó la solicitud de Arrio para ser admitido de nuevo a comunión, ordenándolo presbítero de Baucalis en Alejandría (la iglesia más antigua de la ciudad, donde reposaban los cuerpos de todos los papas), donde su fama como predicador aumentó. Aquilas murió poco después, en 313 d.C, y aunque parece que el propio Arrio se postuló como sucesor, el clero eligió a Alejandro de Alejandría (un anciano presbítero que ya había sobrevivido a las persecuciones de Decio y Galieno) como papa.

Su pontificado coincidió con el triunfo de Constantino sobre todos sus rivales. Era el primer emperador de la historia que simpatizaba con los cristianos, probablemente porque su madre Santa Elena era cristiana, y le educó con una visión positiva de esta religión. El nuevo emperador no solo restituyó a la Iglesia en su culto y posesiones, sino que de hecho comenzó a favorecerla desde bien pronto, aunque sin abandonar sus obligaciones hacia los cultos oficiales paganos. Gracias a ello, la Iglesia copta pudo reorganizarse tras el quebranto producido por la gran persecución de Diocleciano.

Alejandro fue un prelado enérgico, decidido a mantener la unidad y pureza de la fe en la Iglesia egipcia. Su pontificado asistió a algunos de los momentos más trascendentales, no sólo del cristianismo copto, sino de toda la Iglesia. Comenzó enderezando un escrito contra la secta de un tal Erescencio, que rechazaba la fecha canónica de la Pascua, un tema siempre controvertido en los primeros siglos de la Iglesia. Tuvo además que afrontar el cisma de Melecio, que seguía resistiéndose a renunciar al título de papa, continuaba nombrando presbíteros y aún obispos, desacreditaba a Alejandro e incluso apeló al emperador Constantino, con escaso éxito.

Sin embargo, su principal problema fue de orden teológico, con el clérigo de moda en la ciudad, Arrio. En un sermón, Alejandro equiparó al Logos o Hijo, con el Padre, considerándolos similares. Arrio, influido por su maestro Luciano de Antioquía y el subordinacionismo de Orígenes, replicó en su púlpito que aquel argumento repetía los errores del sabelianismo (es decir, el modalismo), afirmando que si el Padre engendró al Hijo, entonces hubo un tiempo que el Hijo no existía (este argumento, en cambio, no se halla en Orígenes), y que necesariamente se hizo sustancia desde la nada. En otras palabras, que la generación no dejaba de ser una forma de creación, y por tanto, el Hijo había sido creado, aunque fuese la primera y más perfecta de las criaturas.

Al conocer estas enseñanzas, Alejandro reunió una asamblea local de clérigos alejandrinos, pidiéndole su parecer. La mayoría estuvo de acuerdo con el obispo en que la enseñanza era errónea, y Alejandro pidió infructuosamente a Arrio que se retractara. Sin embargo, su habilidad dialéctica y teológica era inferior a la del libio, y pronto la postura cristológica de este se extendió por todo el Oriente del imperio, considerada una profundización de la teología del admirado Orígenes (aunque en realidad se apartaba de este en más de un punto fundamental). Logró ganar para su postura a muchos presbíteros e incluso obispos, empezando por su amigo el siempre rebelde Melecio de Licópolis.

En vista de la situación, el papa Alejandro convocó un sínodo en Alejandría el año de 320 d.C, al que acudieron treinta y seis presbíteros de la ciudad y de la vecina Mareotis, junto a cuarenta y cuatro diáconos, entre ellos un jovencísimo Atanasio de Alejandría. En las actas, los presentes acordaron rechazar la interpretación de Arrio sobre la relación entre el Padre y el Hijo. Pero los partidarios de Arrio crecían, y obtuvo el apoyo de varios obispos, incluyendo Segundo de Tolemaida, Tomás de Marmárica (en su Libia natal) y sobre todo el influyente Eusebio de Nicomedia (también discípulo de Luciano de Antioquía), el obispo de la entonces capital imperial. El creacionismo del Logos se extendió pronto entre muchos clérigos orientales.

En 321 d.C fue convocado un concilio de la provincia egipcia al que acudieron más de cien clérigos de alto rango entre obispos y presbíteros. Ante esta asamblea, Arrio no solo sostuvo su posición, sino que la endureció, afirmando abiertamente que dado que era un ser creado, el Logos no podía ser de la misma sustancia (ousios) que el Padre. El concilio rechazó esta afirmación como herética, y puso bajo anatema a Arrio, condenándolo al destierro.

Arrio marchó a Palestina, donde recibió el apoyo de muchos obispos, señaladamente Eusebio de Nicomedia, que difundió sus ideas por Anatolia, y convocó un sínodo en Bitinia para examinar la controversia. Dirigido por Eusebio, y con el apoyo de otros obispos como Paulino de Tiro, Patrófilo de Escitópolis o Eusebio de Cesarea, el sínodo provincial no halló heterodoxia en las enseñanzas de Arrio, y lo admitió de nuevo a comunión en la Iglesia.

Puede suponerse el jarro de agua fría que supuso para Alejandro y sus partidarios el resultado de este sínodo, justo en el momento en que los arrianos egipcios, envalentonados, estaban comenzando a emplear la violencia para defender a su cabecilla. Por consejo de Atanasio, Alejandro se enfrascó entonces en una frenética correspondencia, dirigida tanto a los fieles como a los principales obispos del imperio: Macario de Jerusalén, Zenón de Tiro o el papa Silvestre de Roma, que estuvieron de acuerdo con él. En ellas, Alejandro definía mejor su posición cristológica en forma de confesión de fe: el Hijo era consustancial y coeterno con el Padre. Es decir, existía desde todos los tiempos, como el Padre, y de su misma naturaleza, a diferencia de lo que defendía Arrio.

La situación de dos concilios provinciales que se pronunciaban de manera diametralmente opuesta sobre un asunto nuclear de la fe cristiana, con partidarios de uno y otro, fue un auténtico terremoto que sacudió a la Iglesia en toda la parte oriental del imperio, amenazando con un cisma universal. El asunto llegó incluso hasta el emperador Constantino, aún en guerra con el último augusto rival, Licinio, enfrascado en su nueva capital que estaba construyendo sobre la antigua Bizancio (y que acabaría llevando su propio nombre), y que ya tenía en mente emplear al cristianismo como nueva fe que unificara espiritualmente al Imperio ante la decadencia imparable del culto de los viejos dioses. Encomendó al anciano obispo Osio de Córdoba, un superviviente de la persecución de Diocleciano, muy respetado en todo el imperio, sendas cartas para Alejandro y Arrio, en las que el soberano les pedía que pusieran fin a las disputas que amenazaban la paz en la Iglesia (y en el imperio) por lo que a su juicio eran cuestiones abstrusas y de difícil comprensión.

Pero el papa Alejandro se reafirmó en su excomunión de Arrio y la condena de los melecianos, y pidió un nuevo concilio provincial que confirmase la ortodoxia de us profesión de fe, lo que encolerizó a Arrio y sus partidarios, que protestaron formalmente al emperador. Constantino escribió nuevamente a ambos, emplazándoles a defender su postura ante un concilio general de todos los obispos de la Iglesia, una reunión absolutamente inédita en la historia. Había sido imposible hasta ese momento por la prevención, cuando no persecución, con que los emperadores habían mirado a los obispos cristianos. Ahora era un emperador quien convocaba ese concilio, bajo su autoridad y protección.

Ese concilio general tendría lugar en la ciudad bitinia de Nicea, no lejos tanto de la antigua capital Nicomedia, como de la Nueva Roma construyéndose en Bizancio. Se convocó para el 14 de junio de 325, e iba a convertirse en un evento fundamental en la historia de la Iglesia.

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