Miguel Servet
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Orígenes y primeros años
Según Menendez y Pelayo, en su monumental “Historia de los heterodoxos españoles”, “Entre todos los heresiarcas españoles ninguno vence a Miguel Servet en audacia y originalidad de ideas, en lo ordenado y consecuente del sistema, en el vigor lógico y en la trascendencia ulterior de sus errores. Como carácter, ninguno, si se exceptúa quizá el de Juan de Valdés, atrae tanto la curiosidad, ya que no la simpatía; ninguno es tan rico, variado y espléndido como el del unitario aragonés”.
Miguel Servet fue el más destacado e influyente heresiarca español desde Prisciliano.
La familia de Miguel Servet y Conesa era originaria de Villanueva de Sigena, en Los Monegros de Aragón. Su padre Antón Serveto, era un infanzón que ejercía de notario en el monasterio de Sigena, y la familia paterna, cristianos viejos, descendía de un juriconsulto de Bolonia llamado Andrés Serveto de Aviñón. Su madre, Catalina Conesa (familia apodada “Revés”), descendía del financiero y comerciante judeoconverso Gabriel Zaporta. Miguel nació un 29 de septiembre, aunque el año preciso no se ha podido establecer, pues por sus propias declaraciones posteriores acerca de su edad, este puede ser 1509 o 1511.
Según declaró posteriormente en un proceso, pudiera ser que naciese circunstancialmente en Tudela, Navarra, aunque se crió y se sintió siempre aragonés (compartiendo esa curiosa circunstancia con otro médico aragonés universal, Santiago Ramón y Cajal), y de hecho, por cariño a la patria familiar, firmaba como Michael Villanovanus en latín o Michel de Villeneufve en francés. Tuvo al menos dos hermanos menores: Pedro, que continuó la notaría de su padre, y Juan, que se ordenó de presbítero y ejerció la rectoría de Poleñino. Posteriormente se le han adjudicado también otros hermanos, llamados Francisco, Antón, Catalina y Jerónima.
De su primera juventud poco se sabe, aunque sí que aprendió latín, griego y hebreo antes de salir de España, lo cual era plausible en el hijo de un notario, al que sin duda se destinó a la formación académica. Fue alumno de fray Juan de Quintana, que llegaría a ser confesor del rey Carlos I. Obtuvo el título de bachiller en Artes por el Estudio General de Zaragoza en mayo de 1523, incorporándose al año siguiente como maestro del mismo Estudio de Artes. En este mismo Estudio enseñaba su tío el matemático Gaspar Lax, con el que se peleó públicamente en 1527, sin conocerse bien el motivo (se especula que pudo ser por opiniones teológicas, o por la autoría de un tratado sobre filosofía natural publicado por Lax, en el que su sobrino habría participado sin obtener reconocimiento alguno). Sea cual fuere el motivo, Miguel hubo de abandonar el Estudio General zaragozano, y su padre le envió a Toulouse de Languedoc en 1528 para que ampliara sus formación en leyes, probablemente con idea de que continuase la carrera paterna.
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Primeros contactos con la “reforma” protestante
En Toulouse, Servet tuvo su primer conocimiento de las obras de los “reformadores” alemanes, que se habían puesto de moda entre los alumnos, particularmente losLoci communes de Melanchton. Miguel adhirió cordialmente los principios de la Reforma, pero como espíritu agudo e independiente que era, se dio, no solo a defender la libre interpretación de las Escrituras, sino a ponerla en práctica según su propio criterio. Durante esos primeros años de reformador en ciernes, no obstante, le vemos acompañar a su mentor fray Juan de Quintana en su viaje por Italia y Alemania, como parte del séquito imperial, presenciando la coronación del rey español como emperador Carlos V en Bolonia en noviembre de 1529, y a la dieta de Augsburgo en junio de 1530. Como ya vimos en las biografías de Alfonso y Juan de Valdés, en estos primeros años las ideas protestantes circulaban con relativa fluidez y, consideradas aún propuestas teológicas y pastorales desligadas de la política, se debatían libremente, no sólo en universidades y cátedras, sino incluso en la propia corte del emperador.
En esta dieta, conoció personalmente a Melanchton, y posiblemente a Lutero. Poco después, disconforme con su ortodoxia religiosa, y ganado por las ideas protestantes, abandonó el servicio del confesor imperial, y se estableció en la tolerante ciudad imperial de Basilea, donde hallaban refugio todos los dogmatizadores más radicales, ya temerosos las interdicciones imperiales. Allí fue el primer lugar donde comenzó a predicar sus dudas sobre el misterio de la Trinidad, y su convencimiento de que contradecía la unidad divina que la religión cristiana debía conservar, cayendo con ello en el ya conocido error del modalismo unitarista.
El propio Juan Hausschein (Ecolampadio), cabeza de la iglesia de la ciudad, avisó prestamente a Ulrico Zuinglio a finales de 1530, de las prédicas “arrianas” de Servet, al cual acusaba de negar la naturaleza divina de Cristo. “Ten cuidado- le contestó el de Wildhaus- porque la falsa y perniciosa doctrina de ese español es capaz de minar los fundamentos de nuestra cristiana religión […] Procura traerle con buenos argumentos a la verdad”. “Ya lo he hecho- replicó Ecolampadio- pero es tan altanero, orgulloso y disputador, que nada se puede conseguir de él”. “No se ha de sufrir tal peste en la Iglesia de Dios, contestó Zuinglio. Indigno es de respirar quien así blasfema”. Y tan temprana es la primera amenaza de este notorio protestante a la libre interpretación de las Escrituras, cuando no coincide con las suya.
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Publicación de “De los errores acerca de la Trinidad”
En 1531, con apenas veinte o veintidós años de edad, Miguel Servet entregó al impresor Juan Secerius de Hagenau (Alsacia) su primera obra, De Trinitatis Erroribus. Tanto Ecolampadio como otros capitostes protestantes locales habían intentado disuadirle de publicarlo, y aunque Servet, terco como buen aragonés, no atendió a ese consejo, sí parece que modificó algunos pasajes con arreglo a los consejos recibidos. Su temeridad llegó al punto de estampar su nombre, apellidos y patria en el frontis del volumen, que rezaba así De Trinitatis Erroribus, Libri Septem. Per Michaelem Serveto, alias Reves, Ab Aragonia, Hispanum1531, mientras el impresor se cuidaba de no dejar ni señal de su nombre.
El estilo de esta primera obra de juventud es sencillo, alejado del estilismo latino propio de su época, y de defectuosa síntesis, con un desorden evidente en el discurso narrativo. El objeto de Servet es atacar claramente la naturaleza divina de Cristo, centrándose en el “Cristo histórico” (convirtiéndose así en un precedente del estudio racionalista de la Biblia). El aragonés, como buen reformador, acepta únicamente la Biblia como fuente de conocimiento de Dios, despreciando como ficción y mentira toda la Tradición católica.
Con tal regla de creencia, que conculcaba todo magisterio de interpretación escriturística, nada le impedía saltarse igualmente la autoridad al respecto de Lutero o Ecolampadio.
Y así lo hizo.
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Jesucristo en la teología de Servet
Para Servet, el fundamento de la salvación por la Iglesia no es la fe en la justificación por el sacrificio de Cristo, sino la fe en que Jesucristo es “Hijo de Dios y Salvador nuestro”. Qué significado da a esto es el objeto de los siete libros que componen el De Trinitatis erroribus. La base de su teología reposa en la imposibilidad de elevarse a la contemplación del verbo sin especular primeramente sobre su naturaleza humana. Comienza exponiendo con erudición y prolijidad el significado hebraico de los nombres Jesús y Cristo. Recapitula todos los lugares en las Escrituras en que se llama a Jesús Hijo de Dios, considerándolo hijo propio y no adoptivo, y rechazando así el adopcionismo y el nestorianismo de los primeros siglos. Sin embargo, Servet no parece comprender el concepto de la doble naturaleza de Cristo.
La definición de Servet de la divinidad de Cristo es esta:
«Cristo, según la carne, es hombre, y por el espíritu es Dios, porque lo que nace del espíritu es espíritu, y el espíritu es Dios… Dios estaba en Cristo de un modo singular… Él no era Dios por naturaleza, sino por gracia…, porque Dios puede levantar a un hombre sobre toda sublimidad y colocarle a su diestra… Se le aplica el nombre de Elohim porque el Padre le ha concedido el reino y toda potestad, y es nuestro juez y nuestro monarca… El nombre de Jehová conviene sólo al Padre. Los demás nombres de ladivinidad pueden, por excelencia, aplicarse a Cristo, porque Dios puede comunicar a un hombre la plenitud de su divinidad».
Según él, sólo en un sentido místico y espiritual llama la Escritura a Cristo Dios. Y la diferencia bíblica entre personas, la resuelve adjudicando el nombre deJehova a Dios Padre que comunica, y el de Elohim a Jesucristo (interpretación lingüística hoy en día totalmente superada), cuya economía nos salva.
Severt se muestra acérrimo opositor a la communicatio idiomatum (comunicación de las propiedades) entre la naturaleza divina del Verbo y el hombre Jesucristo, hipostáticamente unidas, por la cual las propiedades divinas pueden ser atribuidas a la naturaleza humana de Jesús. Desde los Padres san Juan Damasceno y san Basilio, hasta el propio Santo Tomás de Aquino, la Iglesia ha incorporado a su magisterio esta cualidad de la única persona y doble naturaleza de Cristo.
Pero para Servet esa comunicación es imposible, producto de la especulación de autores impregnados de filosofía pagana, y la naturaleza humana de Cristo nada puede comunicar a Dios. Jesucristo, hijo propio de Dios, es para él engendrado por Dios en la Encarnación (y no desde todos los tiempos).
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Las relaciones entre las personas de la Trinidad en la teología de Servet
Por otra parte, el Espíritu Santo es para Servet “agitación, energía o inspiración de la virtud de Dios”, “soplo de vida que se aspira y respira en la materia, el enérgico y vivífico aliento que lo anima todo intra et extra”. Lo mismo afirma para el fuego de Pentecostés, el Viento veterotestamentario o los ángeles de las Escrituras. Es decir, el Espíritu Santo no es una persona diferente del Padre y del Hijo. Por tanto, Miguel Servet es clara y decididamente unitario, el más destacado y evidente de su tiempo, adelantándose (y de hecho, sobrepujando) a los socinianos polacos.
Sin embargo, en cuanto a la relación del Padre con el Hijo, admite que existe una “virtud, deidad y potestad y una naturaleza”, confusa expresión que desmiente el resto de la obra, que claramente niega la hipóstasis y defiende la “facies, multiformes Deitatis aspectus”, las múltiples formas o “caras” del único Dios, afirmando que “el Padre es la sola sustancia y el solo Dios, del cual todos estos grados y personas descienden”. El joven Servet confunde en algunas ocasiones el significado del término “naturaleza”.
Ecolampadio le recomendó consultar el primer capítulo del Evangelio de san Juan, pero Servet interpretó el término Logos en sentido literal, como “voz u oráculo” de Dios, pareciéndole “temerario convertir la palabra en Hijo”, muestra evidente de que, si conocía sobradamente el idioma hebreo, no estaba versado en el evidente sentido metafórico de la literatura semita, espíritu que sí captaron plenamente los Padres de la Iglesia.
Servet concluye que la creencia trinitaria es un “perro Cerbero de tres cabezas, visión papista y quimera mitológica” o una unión de “tres fantasmas”, pues Dios sólo puede ser uno.
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Panteísmo en la teología de Servet
Dado que todo son manifestaciones de un único Dios, consecuentemente Servet inicia su especulación con que «hay en nuestro espíritu una eficaz y latente energía, un celeste y divino sentido», y la concluye en que «el mismo Dios es nuestro espíritu»y que «ninguna cosa se llama por su naturaleza espíritu, sino en cuanto es moción espiritual». En otro pasaje su panteísmo se hace raso y claro: “Del pecho del Padre salen los vientos, de su cabeza los múltiples rayos de la divinidad, y todo es de la esencia de Dios, y no hay en el mundo más que lo que Dios con su carácter hace subsistir, y Dios es la esencia de todas las cosas.”. Excepto porque rechaza en este momento el término “emanación”, por considerarlo filosófico y paganizante, nada falta en este texto que no nos remita al neoplatonismo que, más tarde, acabará adoptando.
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Recepción del De Trinitatis erroribus
Servet envió una copia de su libro al arzobispo de Zaragoza, que lo remitió de inmediato al Tribunal de la Inquisición para su estudio. Su antiguo protector, el padre Quintana, calificó el ejemplar que cayó en sus manos de pestilentissimum illum librum.
Pero si la reacción fue negativa en el campo católico, en el protestante fue airada. Bucero proclamó desde su púlpito de Estrasburgo (no lejos de donde había sido impresa la obra) que «Servet merecía que le arrancasen las entrañas» y escribió una refutación que sin embargo no llegó a publicar. Melanchton se enfrascó en estudiar pormenorizadamente el De Trinitatis, y en sus obras posteriores trataría diversos puntos del mismo. Los magistrados de Basilea, donde había residido, prohibieron la circulación del libro, y aún quisieron perseguir a su autor, a lo que se opuso Ecolampadio.
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Diálogos sobre la Trinidad y De la Justicia.
El terremoto y la oposición formada a su tratado no impresionó en nada a nuestro aragonés, que al año siguiente (1532), so capa de que su obra primera le parecía “imperfecta, y obra de un niño escrita para otros niños” publicó también en Hagenau dos “Diálogos sobre la Trinidad”, seguidos de un apéndice en cuatro capítulos llamado De Iustitia regni Christi et charitate.
En la primera, estructurada, al estilo de la época en dos diálogos de dos personajes arquetípicos (y con nombre poco imaginativo, todo sea dicho), Miguel, que representa al propio autor, y Petrucho (caricatura de católico), se deja ver que Servet había acusado las refutaciones de Bucero a su primera obra, y trata de contestarlas. Cabe advertir que este su segundo libro, contra lo que afirma el título, trata poco de la Trinidad y versa principalmente sobre cristología.
Primeramente, clarifica la definición de Cristo de su anterior obra, admitiendo que es divino, no sólo por la gracia de Dios, sino también por su naturaleza, pero únicamente en tanto participa de la sustancia divina del Padre. Servet insiste en que no puede haber filiación de los cristianos con Dios sin una participación de naturaleza con Cristo, que es Elohim y Logos. Es decir, participación o imagen sublime de Dios. En sus propias palabras:
«Yo no podría llamarme hijo de Dios si no tuviera participación natural con el que es su verdadero hijo, de cuya filiación depende la nuestra, como de la cabeza losmiembros. Si llamé al Verbo sombra de Cristo fue por no encontrar otra palabra con que expresareste misterio; pero no quise decir por eso que el Verbo sea una sombra que pasa y no permanece; antes creo que es ahora sustancia del cuerpo de Cristo, la misma que fue antes sustancia del Verbo, en la cual la luz de Dios alumbró y prefiguró al Verbo.»
Con sencillez, claridad y pasión, Servet relaciona a continuación los pasajes bíblicos de la Creación con el primer capítulo de san Juan: del mismo modo que la luz o la creación son desarrollo de la esencia divina, manifestación de su gloria, ese es el Elohim de Moisés y el Logos de san Juan. Así, Cristo es luz y palabra, porque es manifestación sublime de Dios, que es el origen de la luz y la Palabra, hasta el punto de que sólo a través de Él podemos ver la luz y palabra de Dios. Y antes de Cristo, Dios era adorado en sombra, en “templos de madera y tabernáculos de mármol”, pero ahora el templo de Dios es Cristo mismo, a quién vemos con ojos interiores, y hemos de adorar como reflejo sumo que es del propio Dios.
Pero tras tan elevadas especulaciones, Servet concluye que en el cuerpo de Cristo se concilian Dios y el hombre, y que por ello, también el hombre es divino y su cuerpo elevado. Una confusión o totum revolutum, que se enmaraña más en el segundo diálogo, dedicado a la Encarnación, donde confunde o cambia a capricho el sentido de términos como naturaleza o esencia (a veces entendida como apariencia o manifestación, y otras como sustancia), siendo a veces únicamente la divina, y otras la de la sola criatura Cristo, y aún en otras participante en la del resto de criaturas. Todo orienta en este diálogo al panteísmo integral de Servet. Su estilo, que puede ser claro y sencillo, y en el capítulo siguiente oscuro y alambicado, desordenado siempre, no ayuda a comprender con claridad sus proposiciones.
En los cuatro libritos finales que conforman el “De la Justicia” (De la justificación, Del reino de Cristo, De la comparación entre la ley y el Evangelio y De la caridad) comenta los lugares a propósito de estos temas en las cartas de san Pablo, particularmente en la epístola a los Romanos. Lo más destacable de ellas es que Servet defiende el libre albedrío y la eficacia de las obras, apartándose en esto claramente de las enseñanzas de Lutero, con la frase lapidaria «La fe es la puerta; la caridad, la perfección. Ni la fe sin la caridad ni la caridad sin la fe.», que en nada desmerecería a un autor católico. Para él, las condenas de san Pablo están dirigidas a los resabios de judaísmo (como se echa de ver en las mismas cartas paulinas si el lector no está inficionado de prejuicios contra la doctrina católica de las buenas obras). Aunque critica los decretos del Papa, las ceremonias y los votos monásticos, también lamenta la falta de libertad dentro del protestantismo, hasta exclamar: Perdat Dominus omnes Ecclesiae tyrannos.
Es al final de esta obra donde se encuentra una frase suya a propósito de católicos y protestantes que han reivindicado muchos defensores de la “libertad de conciencia”:
Nec cum istis, nec cum illis in omnibus consentio aut dissentio: omnes mihi videntur habere partem veritatis et partem erroris (“ni con estos ni con aquellos estoy en pleno acuerdo o desacuerdo; me parece que todos tienen una parte de verdad y una parte de error”). Y añade: “cada uno ve el error del otro, más nadie el suyo” (erigiéndose, por cierto, en juez de errores ajenos). “Fácil sería dilucidar todas las cuestiones si todos tuviesen permitido hablar pacíficamente en la Iglesia contendiendo en deseo de profetizar”. Fuera de la ausencia de paz, eso fue lo que ocurrió en la mal llamada “reforma”, que concluyó en una multiplicidad de comunidades e iglesias, con frecuencia enemistadas entre sí.
La libertad de conciencia es intrínseca a cada ser humano, pero la Verdad solo es una, como sólo hay un único Dios y un único señor Jesucristo. Es por ello que la Iglesia católica, que jamás juzga conciencias ajenas, sí limita el alcance y extensión de lo que cada uno interpreta de las Sagradas Escrituras, pues lo que glosa el magisterio está asentado por la Tradición de los Padres y las reflexiones de teólogos y obispos iluminados por el Espíritu Santo a través de los siglos. Ante ello, las especulaciones de un sólo hombre, por agudo y capaz que sea, no pueden mostrar un mejor camino. Porque el hombre es débil y falible, y no puede recoger por sí solo todo el conocimiento de Dios.
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Vida oculta en Lyon; Servet corrector de impresión y aprendiz de médico
Empujado por el rechazo a sus tesis de los luteranos, con escaso conocimiento del idioma alemán y sin medios para sostenerse, Servet resolvió salir de Hagenau e instalarse en Francia. Visitó brevemente París en 1534, donde había concertado una entrevista con Juan Calvino, para debatir sobre teología, y ganarse cada uno al otro a su causa. El encuentro no llegó a producirse, pues Servet no asistió, sin que sepamos la razón. Finalmente se asentó en Lyon, tomando el sobrenombre de Michel de Villeneufe(cuando firmaba en latín Michael Villanovanus), originario de Tudela. El joven deseaba aparentemente alejarse de la polémica de sus elucubraciones teológicas, e iniciar una nueva vida.
En la ciudad del Ródano comenzó trabajando como corrector de pruebas en la imprenta de los hermanos Trechsel, mientas dedicaba su ingenio a adquirir conocimientos de geografía y matemáticas. En 1535, los impresores, satisfechos con su trabajo, le encargaron la publicación y anotación de la Geografía de Claudio Ptolomeo. Su edición es considerada la mejor hasta ese momento, con gran erudición, estilo y abundantes escolios interpretativos, donde corregía numerosos errores de localización o traducción de la versión anterior de Bilibaldo Pirckeimer. Añadió además la correspondencia de los nombres de los accidentes geográficos antiguos en francés, alemán, italiano y castellano. Está adornado con grabados en madera y cincuenta magníficos mapas.
Por cierto que en uno de los comentarios de esta obra hace una desfavorable descripción de sus propios compatriotas, afirmando que los españoles “son de buena disposición para las ciencias, pero estudian poco y mal, y cuando son semidoctos se creen ya doctísimos, por lo cual es mucho más fácil encontrar un español sabio fuera de su tierra que en España. Formangrandes proyectos, pero no los realizan, y en la conversación se deleitan en sutilezas y sofisterías. Tienen poco gusto por las letras, imprimen pocos libros y suelen valerse de los que les vienen de Francia. El pueblo tiene muchas costumbres bárbaras, heredadas de los moros. Las mujeres se pintan la cara con albayalde y minio, y no beben vino. Es gente muy templada y sobria la española, pero la más supersticiosa de la tierra. Son muy valientes en el campo, sufridores de trabajos, y por sus viajes y descubrimientos han extendido su nombre por toda la superficie de la tierra”. De donde se ve que la mala imagen que tenemos los españoles de nosotros mismos es bien antigua.
A pesar de su elevado coste, la nueva versión de la Geografia se vendió muy bien entre los estudiosos, labrando a su traductor un nombre en el campo de las ciencias en la ciudad. Gracias a ello pudo hacer amistad con un médico lionés llamado Sinforiano Champier (Campeggius), galenista convencido, y autor de numerosos tratados, no sólo de medicina, sino también de botánica, teología, astrología y hasta una rudimentaria arqueología, de quien se hizo discípulo. Ayudó a su maestro en la confección y publicación de sus obras Pentapharmacum Gallicum, Hortus Gallicus yCribatio medicamentorum o Medulla Philosophiae, y le defendió de las invectivas de Leonardo Fuchs, profesor de medicina en Heidelberg, que en su Prognosticon perpetuum astrologorum, medicorum et prophetarum le cita entre los físicos que mezclaban (a su juicio, equivocadamente) sus manías astrológicas con la aplicación de la ciencia médica. Para responderla, publicó en 1536 su Brevissima Apologia pro Symphoriano Campeggio. De Champier aprendió los rudimentos de la teoría de los tres espíritus (“vital, animal y natural”), y fue él quien le animó ese mismo año a marchar a París para aprender medicina.
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Miguel Villanovense estudiante en París
Ingresó Servet primeramente en el Colegio de Calvim, y posteriormente en el de los Lombardos. En París fue alumno de Jacobo Silvio Du Bois, Juan Fernel o Winterius de Andermach, nombres célebres todos ellos en la medicina de la época. Fue además condiscípulo y amigo del famoso Andrés Vesalio. Ambos fueron ayudantes de Winterius, y prepararon muchas disecciones para las lecciones del maestro, como refiere este en sus Instituciones anatómicas: “tuve por auxiliares en esto a Andrés Vesalio, joven muy diligente en la anatomía, y después a Miguel Vilanovano, varón en todo género de letras eminente y a ninguno inferior en la doctrina de Galeno. Con la ayuda de éstos examiné en muchos cuerpos humanos las partes interiores y exteriores, los músculos, venas, arterias y nervios y se los mostré a los estudiosos”.
Con tal entusiasmo y constancia, Servet no tardó en tomar los grados de maestro en artes y doctor en medicina, comenzando de inmediato a ejercer su profesión con notable éxito. Publicó además en 1537 Syruporum universa ratio ad Galeni censuram diligenter exposita: cui post de Concoctione disceptationem, praescripta est vera purgandi methodus, que alcanzó cinco ediciones en once años; un tratado galenista moderado que criticó acerbamente la medicina de los árabes, particularmente el Colliget, de Averroes. En esta obra sostiene que la digestión (concoctio) es única y no múltiple, que las enfermedades son perversión de las funciones naturales y no introducción de elementos nuevos en el cuerpo, y que el líquido llamado por Hipócrates quilo (postriormente conocido como linfa), se engendra en las venas del mesenterio, observaciones todas ellas agudísimas, y que suponían de hecho un avance en la medicina de la época.
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Michael Villanovensis, juzgado en el Parlamento de París por astrólogo
Pero al poco, influido probablemente por su primer maestro, Champier, dióse a dictar cursos de astrología y la influencia de las estrellas en los eventos futuros (la llamada “astrología judiciaria”) en el colegio de los Lombardos. Logró gran concurrencia, particularmente entre eclesiásticos (entre los que pronto destacaría Pierre Paulmier), nobles y cortesanos. Tales inclinaciones no estaban bien vistas en la comunidad universitaria, y cuando Servet adobó sus clases con afirmaciones como la de que “el médico que no estudiaba astrología era bien ignorante”, los profesores de París acusaron al aragonés de propagar “mala doctrina”, reflejada en su obra de aquel año Apologetica disceptatio pro astrologia, en la que anunciaba un próximo eclipse de marte con la luna, que traería grandes catástrofes, epidemias, guerras y persecuciones contra la Iglesia (sin especificar cuál).
Durante 1538 se vio por primera vez, pero desde luego no la última, en un juicio, ante el parlamento de París por esta denuncia. Alegó que su obra trataba principalmente de las causas naturales de los movimientos de los astros (lo que posteriormente sería separado como “astronomía”) subordinadas siempre a la voluntad de Dios, como lo indicaba la frase quod Deus avertat.
El 18 de marzo, el Parlamento le sentenció a entregar todos los ejemplares del Apologetica disceptatio, y permitiéndole seguir enseñando sobre los aspectos naturales del movimiento de los astros, pero sin hablar sobre la presunta influencia de estos, y amonestándole a que “guarde reverencia y sea obediente a sus maestros y preceptores, como debe un buen discípulo”, así como instando a los miembros de la Facultad de medicina que tratasen amigablemente al antiguo alumno.
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Servet, médico y editor en el Delfinado
A pesar de la benignidad de la sentencia, Servet resolvió salir de París (probablemente anticipando, con acierto, la perenne hostilidad de los profesores de la Universidad), residiendo de nuevo en Lyon, de donde marchó pronto (pues su maestro y amigo Champier murió en 1539) para instalarse en Aviñón y luego en Charlieu, donde ejerció por tres años la medicina. Al cabo regresó a Lyon en 1541, donde publicó una segunda edición, aún más mejorada, de su célebre Geografia de Claudio Ptolomeo, que dedicó a Pierre Paulmier, su antiguo alumno de astrología en París, nombrado arzobispo de Vienne del Delfinado.
En 1542, cobró quinientos sueldos por la edición de la Biblia latina de Santes Pagnino; según Servet sobre un texto con notas manuscritas del propio autor, pero en realidad, basado casi enteramente en el ejemplar publicado en Colonia el año anterior por Melchior Novesianus. Peor aún, las pocas notas originales de Miguel tienden a dar un sentido materialista e historicista a las profecías mesiánicas, de donde se sigue que por esta época le volvieron las manías teológicas que tantos disgustos le habían causado diez años atrás. Como era inevitable, la Inquisición censuró el libro, permitiendo la publicación, pero expurgada de las glosas de Servet en los Salmos y los Profetas.
Posteriormente trabajó para el librero lionés Jean Frellón, para quien editó en castellano una Summa Theologica de Santo Tomás de Aquino (curioso trabajo para un heterodoxo como él)., un tratado místico llamaso Thesaurus animae christianae o Desiderius Peregrinus, y un compendio de gramática.
Monseñor Paulmier, que le apreciaba mucho, le contrató ese mismo año como su médico personal en la corte del arzobispado de Vienne, donde Miguel Servet pasó los siguientes doce años, como un perfecto burgués, respetado y estimado por toda la ciudad pues, como dice Menéndez y Pelayo, “siempre le trataron mejor los católicos que los protestantes”. Pero la manía de la libre interpretación de las Escrituras seguía en su alma, y fue la causa de su perdición al cabo de esta feliz y tranquila etapa de su vida.
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El debate epistolar con Calvino
Efectivamente, durante ese tiempo se dedicó en secreto a la confección pausada y progresiva de la que esperaba fuese su obra más ambiciosa y definitiva, un monumental tratado teológico al que tituló nada menos queChristianismi Restitutio, “la restitución del Cristianismo”.
Ya en 1545, se decidió a escribir a Juan Calvino, el protestante más célebre en aquellos momentos, para continuar la disputa que no llegó a producirse trece años atrás, y aprovechó para remitirle los fragmentos ya terminados de su obra. Su amigo el editor Frellón fue el vehículo para hacerle llegar las cartas a Ginebra. Servet, espíritu obstinado pero generoso, quería animar la discusión franca para convencer a sus opositores, y no podía pensar en ese momento que aquellas cartas que enviaba serían las piedras empleadas para hundirle definitivamente.
Calvino le respondió (bajo el seudónimo de Charles Despeville), iniciando así un diálogo epistolar que duraría hasta bien entrado el año siguiente.
Las principales cuestiones que planteó Servet al de Noyon en su larguísima correspondencia (más de treinta cartas) giraban en torno a la filiación divina del Jesús crucificado, el modo y momento de la regeneración del hombre por Cristo o la recepción del bautismo en la edad del razonamiento, como ocurría con la eucaristía. Mientras el aragonés planteaba cuestiones con ánimo de debate e intención de convencer, Calvino contestaba dogmáticamente, como maestro a alumno. Maestro algo fastidiado de perder su tiempo con un discípulo duro de mollera al que no vale la pena intentar instruir. Le remitió a su propio tratado Institutio religionis Christianae (Institución de la Religión cristiana), publicado en 1536, para resolver sus dudas. Servet lo leyó… y se le devolvió lleno de anotaciones críticas y despectivas en los márgenes. Esta fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de Calvino, que relataba “No hubo página que no manchara con su vómito”.
Las cartas de Servet, impacientes porque su célebre interlocutor no entra al fondo del debate, están llenas de invectivas, palabras gruesas e incluso insultos (que, como hemos visto en otros artículos, en los autores del Renacimiento no eran raros cuando el debate subía de tono), llamándole ímprobo, blasfemo, ladrón, sacrílego, entre otros, sin ahorrarse descalificaciones blasfemas contra el misterio trinitario (“can cerbero de tres cabezas”, “pesadilla tricefálica”), con un tono arrogante que hirió profundamente al no menos soberbio Calvino, acostumbrado a que cuantos se le acercaran buscaran su aprobación y no pusieran en duda sus enseñanzas.
Servet hizo aún algo más: atacar directamente el núcleo del protestantismo “oficial”, el de la justificación por la sola fe luterana y la predestinación calvinista con estas palabras “Tenéis un Evangelio sin verdadera fe, sin buenas obras…, las cuales son para vosotros vanas pinturas. Vuestra decantada fe en Cristo es humo (merus fumus) sin valor ni eficacia; habéis hecho del hombre un tronco inerte y habéis anulado a Dios con la quimera del servo arbitrio. Hacéis caer a los hombres en la desesperación y les cerráis la puerta del reino de los cielos… La justificación que predicáis es una fascinación, una locura satánica… No sabéis lo que es la fe, ni las buenas obras, ni la regeneración… Hablas de actos libres como si en tu sistema pudiera haber alguno; como si fuera posible elegir libremente, cuando Dios lo hace todo en nosotros. Ciertamente que obra en nosotros Dios, pero de manera que no coarta nuestra libertad. Obra en nosotros para que podamos pensar, querer, escoger, determinar y ejecutar… ¿Qué absurdo es ese que llamas necesidad libre?” Una vez más, lo que hace Servet no es sino llevar a sus últimas consecuencias el principio de la libre interpretación de las Escrituras.
En sus últimas cartas, el hispano remitió a Calvino un gran volumen llamado Longum volumen suorum deliriorum, que no era sino el primer borrador de la mentada Christianismi Restitutio, con la coda “Ahí aprenderás cosas estupendas e inauditas; si quieres, iré yo mismo a Ginebra a explicártelas”. El colmo de la arrogancia de Servet hizo a Calvino (que ni respondió ni devolvió el manuscrito) escribirle a su corresponsal el editor Frellón en febrero de 1546 a propósito de estos sucesos, terminando con estas tenebrosas palabras “Dice que va a venir si le recibo, pero no me atrevo a comprometer mi palabra; porque si viene, le juro que no ha de salir vivo de mis manos o poco ha de valer mi autoridad”.
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Publicación de Christianismi Restitutio
Poco después, Servet logró concluir la composición de su obra magna, y de inmediato se lanzó a buscar impresor, tarea que resultó hercúlea, dado el contenido de la obra. Su amigo Frellón naturalmente se negó a poner su nombre en un tratado antitrinitario y anabaptista. Envió entonces el manuscrito a un célebre editor de Basilea llamado Marrinus, que se lo devolvió el 9 de abril de 1552, excusándose por descontado de publicarlo. Pero el terco aragonés, viendo todas las puertas cerradas, se decidió a publicarlo a su propia costa, y logró finalmente que el impresor Baltasar Arnoullet, en la propia Vienne, estableciese una prensa clandestina a cargo de su ayudante Guillermo Guéroult. Servet juramentó a los operarios a no revelar el trabajo (naturalmente para esquivar al tribunal de la Santa Inquisición), y en menos de cuatro meses se imprimieron mil ejemplares. Tras la corrección de las pruebas por el autor (avezado a esta tarea), el 3 de enero de 1553 vieron al fin la luz sus esfuerzos. Al fin de la última página se leen las iniciales M. S. V (Miguel Servet Villanovense).
El título del libro, traducido al castellano, sería Restitución del cristianismo, o sea revocación de la Iglesia católica a sus antiguos quiciales, mediante el conocimiento de Dios, de la fe de Cristo, de nuestra justificación, de la regeneración del bautismo y de la manducación de la cena del Señor. Restitución, finalmente, del reino celeste, después de romper la cautividad de la impía Babilonia, y destrucción total del Anticristo con todos sus secuaces. Al igual que el De Trinitate, está dividido en partes y capítulos.
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Las diversas partes del Christianismi Restitutio
La primera parte, con el aparatoso título de De Trinitate divina, quod in ea non sit invisibilium trium rerum illusio, sed vera substantia Dei, manifestatio in Verbo et communicatio in Spiritu (más o menos “Sobre la Trinidad divina, en la que no hay ilusión de tres cosas invisibles, sino la verdadera sustancia de Dios, manifestada en la Palabra y en comunión en el Espíritu”) está dividida en siete capítulos. La tesis principal es que Cristo es la “idea” de la virtud o potencia de Dios. Idea que se expresa como Logos (Palabra) a lo largo de todo el Antiguo Testamento, donde todo es hecho por ella (y de ahí que se le llame “Primogénito del Padre”) como un prototipo divino, y finalmente al encarnarse, como persona, en Cristo, en el Nuevo Testamento, donde, al contemplarle a Él (la “idea de Dios”), vemos al propio Dios.
A partir de este punto, Servet comienza un razonamiento emanatista fuertemente neoplatónico, que no se hallaba en el De Trinitate, salvo quizá como vaga intuición. Afirma que en el mundo todo es materia rasa excepto la luz de Dios manifestada en el Logos (Cristo) y el Espíritu (Santo), que son “Idea” de Dios. Esa luz divina penetra en la materia y llena todas las criaturas, comunicándoles lo divino: “Dios es la mente omniforme y de la sustancia del espíritu divino emanaron los ángeles y las almas; es el piélago infinito de la sustancia, que lo esencia todo, y que da el ser a todo, y sostiene las esencias de todas las cosas”, Servet repite varias veces que “Dios es todo lo que ves y todo lo que no ves”, manifestando así un plano pantesímo teológico, en cuyo apoyo trae textos de Plotino, Maimónides o Filón, por los cuales su neoplatonismo queda demostrado, por si no bastara su frase “en este mundo no hay verdad alguna, sino simulacros vanos y sombras que pasan. La verdad es el Logos eterno de Dios con los ejemplares eternos y las razones de todas las cosas”.
Esta idea de la luz divina, relativamente original en Servet (al menos en su interpretación) es la que le hace ver que todo es uno, porque todo recibe la luz inmutable de Dios. Así, reduce a todas las formas como accidentes de la única forma. La luz es una cosa con el espíritu, con la Idea y con Dios, y por tanto, todo es hipóstasis divina y finalmente todo lo creado no es sino apariencia o modo de Dios. Así es como desde el emanatismo llega Servet al panteísmo llano.
El libro quinto trata sobre el Espíritu Santo, sin añadir nada sustancial a sus tesis anteriores: para él, el Espíritu es la “comunicación” de la Idea o Espíritu de Dios, que es el Logos. Es decir, otro modo de la misma sustancia. En este libro es donde expone, a modo de ejemplo de la vinculación entre Espíritu y Logos la doble circulación de la sangre, que trataremos en el siguiente apartado. Los libros sexto y séptimo, nuevamente a modo de diálogos entre Miguel y Petrucho, inciden en las ideas neoplatónicas anteriores sin novedades relevantes. Introduce un concepto particular de materia, a la que define como lo que “es penetrable o divisible”; como la luz de Dios todo lo penetra, para él son materia el alma o la naturaleza angélica (parece confusión entre los conceptos de materia y creación), reforzando su idea de que todos los espíritus son un sólo espíritu, es decir, el panteísmo divino .
Los siguientes tres libros tratan sobre la fe y la justicia, el Reino de Cristo y la caridad, y en ellos pondera la excelencia del Evangelio sobre la ley antigua y el valor de las obras para la salvación (con lo cual añade a los luteranos a la larga lista de sus adversarios). En los últimos libros desbarra no poco con sus diatribas anabaptistas (se muestra contrario al bautismo hasta los veinte años) y con las más groseras y alocadas invectivas contra el Papado y la Iglesia de Roma, a la que llama “Bestia de las Bestias”, “imprudente meretriz”, “Gran Dragón”, “antigua serpiente” y otros títulos dados a satanás en el libro del Apocalipsis. Para coronar el delirio, afirma que se han cumplido los años profetizados del dominio de la Bestia, y que los ángeles del cielo vendrán para cortar las siete cabezas del Anticristo (las siete colinas de Roma) y a la segunda bestia de dos cuernos, que identifica con la universidad de la Sorbona, de la que evidentemente no guarda buen recuerdo.
Como últimos detalles, niega todos los sacramentos salvo bautismo y eucaristía (que debe hacerse a la forma de los antiguos ágapes, con pan y vino traídos por los asistentes, y sin ornamentos ni apenas liturgia, con lo cual poco se diferencia de cualquier merendola grupal cotidiana), detesta por pagano todo culto externo (incluyendo la celebración del domingo porque “todos los días son días del Señor”, despreciando ahora las costumbres de las primeras comunidades cristianas que poco antes invocaba como “puras”), clama por la destrucción de imágenes y aún templos, lanza gruesas invectivas contra la vida monástica y la jerarquía eclesiástica, y la civil, porque “todo cristiano es rey sacerdote”, cayendo con ello en el anarquismo más disolvente. Completa el Restitutio el catálogo de las treinta cartas intercambiadas con Calvino, donde quizá lo más reseñable es la crítica feroz que un protestante hace a los propios maestros del protestantismo en su Apologia contra Melanchton, “Hablas de la antigua disciplina de la Iglesia, y hablan de ella Lutero y Calvino, que hacen siervo el albedrío y tienen por inútiles las buenas obras, como si hubiera habido alguno de los antiguos que no condenase esa doctrina, fuera de Simón Mago y los maniqueos… ¿Por qué nos amenazas con la autoridad de la iglesia después de haber dicho que el Papa es el Anticristo, y Roma Babilonia, y que la religión está corrompida? ¿Por qué sigues a los que llevan el signo de la bestia? ¿Por que has suprimido los votos monásticos y las ceremonias? ¿Por qué no conservas la oración por los muertos? ¿Por qué no adoras las imágenes como las adoraba Atenágoras?”. Es sin duda muy sintomático que un protestante defensor de la libre interpretación, en su libertad, critique las conclusiones de los propios dogmatizadores de la “reforma” protestante. Como dice Menéndez y Pelayo “una antinomia que surge de su propio seno para devorarla”.
Tal es la obra magna de Miguel Servet, una especie de alucinación panteísta, desordenada, farragosa, brillante a veces, feroz en muchas, prolija hasta el aburrimiento en no pocas, monomaníaca con frecuencia, confusa en sus términos más teológicos, obstinada como su autor y, en suma, una gran especulación filosófica, claramente influida por el neoplatonismo, en quien en sus inicios literarios con veinte años, abominaba de los filósofos paganos.
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El descubrimiento de la circulación menor o pulmonar
Con total seguridad, a Miguel Servet hubiese decepcionado profundamente que su principal obra, destinada nada menos que a reconstruir toda la Iglesia cristiana, haya pasado a la historia, no por sus interpretaciones espirituales, místicas y teológicas, sino por un párrafo, casi de pasada, en el que, tratando sobre el Espíritu Santo, pretende demostrar la existencia de dos espíritus vitales, con el ejemplo de la doble circulación cardíaca: la mayor, ya conocida de antiguo, que lleva la sangre a todo el cuerpo a través de la arteria aorta, y la menor, jamás descrita anteriormente, y que relata con estas palabras:
«Los espíritus no son tres, sino dos. El espíritu vital es el que por anastomosis se comunica de las arterias a las venas, en las cuales se llama espíritu natural… El segundo es el espíritu animal, verdadero rayo de luz cuyo asiento es en el cerebro y en los nervios… El espíritu vital, o llamémosle sangre arterial, tiene su origen en el ventrículo izquierdo del corazón ayudando mucho los pulmones para su generación. Es un espíritu tenue, elaborado por la fuerza del calor, de color rojo claro, de potencia ígnea, a modo de un vapor lúcido formado de lo más puro de la sangre y que contiene en sí la sustancia del agua, aire y fuego. Se engendra de la mezcla, hecha en los pulmones, del aire inspirado con la sangre sutil elaborada, que el ventrículo derecho del corazón comunica al izquierdo. Y la comunicación no se hace por la pared media del corazón, como se cree vulgarmente, sino con grande artificio, por el ventrículo derecho del corazón, cuando la sangre sutil es agitada en largo circuito por los pulmones. Ellos le preparan, en ellos toma su color, y de la vena arteriosa pasa a la arteria venosa, en la cual se mezcla con el aire inspirado, y por la espiración se purga de toda impureza… Que así se verifica este fenómeno lo prueba la varia conjunción y la comunicación de la vena arteriosa con la arteria venosa en los pulmones».
Y aún añade algo más adelante «Así, pues, la mezcla se hace en los pulmones, y ellos, y no el corazón, dan a la sangre su color. En el ventrículo izquierdo del corazón no hay lugar capaz para tanta y tan copiosa elaboración. Y en cuanto a la pared media del corazón, como carece de vasos, no es apta para esa comunicación y elaboración, aunque algo puede resudar. De la misma suerte que en el hígado se hace la transfusión de la vena porta a la vena cava, en cuanto a la sangre, se hace en el pulmón la transfusión de la vena arteriosa a la arteria venosa en cuanto al espíritu, o sangre arterial, que desde el izquierdo ventrículo del corazón se derrama a las arterias de todo el cuerpo».
No existe testimonio previo de este conocimiento, por lo cual Miguel Servet es su descubridor en buena lid. Más aún, como no consta que realizase disecciones en su trabajo como médico en Vienne (y entonces tales prácticas estaban muy vigiladas y restringidas a la docencia), es posible que advirtiera la existencia de la circulación menor primeramente cuando aún era ayudante del profesor de Anatomía Winterius en Paris, quince años atrás. Ni siquiera el gran Vesalio, su condiscípulo, logró tal hallazgo.
Durante un tiempo se desconoció esta primacía, y Realdo Colombo, profesor de anatomía de Padua y discípulo de Vesalio, se atribuyó el descubrimiento. E incluso durante muchos siglos, los historiadores de la medicina así lo creyeron, o concedieron al menos un codescubrimiento. En realidad, los textos de Colombo están copiados casi literalmente de la obra de Servet, por lo que descartan su precedencia.
La razón de esta suplantación, aparte del natural ego de ser señalado como el primero en un gran descubrimiento, provienen de un hecho muy simple: el libro del que tomó el hallazgo estaba condenado tanto por católicos como por protestantes. A pocos años después de la muerte de Servet, haber reivindicado su nombre o su obra, hubiese supuesto sin lugar a dudas un proceso (con probable mal final) para quien se atreviese.
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Calvino denuncia a Servet ante la Inquisición francesa
Servet empaquetó los ejemplares impresos en cajas de a cien cada una, y envió cinco al linotipista Pierre Merrin, de Lyon, y otra a su amigo Jean Frellón, para que los vendiera en la feria de Francfort. El resto lo dejó a la custodia de un amigo de Chatillón llamado Bertet.
Un ejemplar cayó en manos de Calvino, que montó en cólera. No sólo por ver repetidas y aún aumentadas las especulaciones antitrinitarias y panteístas del aragonés, sino también por la reproducción pública en el volumen de todas las cartas privadas enviadas al influyente heresiarca francés, llenas de las invectivas y aún insultos que le había dirigido.
Decidido a acabar con Servet, el de Noyon empleó como herramienta la correspondencia teológica que mantenía uno de sus feligreses, llamado Guillermo Trie, natural de Lyon, con un pariente suyo católico que había quedado en aquella ciudad, llamado Antonio Arneys, que con frecuencia le escribía para reprocharle su herejía y exhortarle a que regresara al seno de la Iglesia. Como Calvino, a petición de Trie, se encargaba de contestar en su nombre a las objeciones doctrinales de Arneys a la “reforma”, aprovechó la siguiente misiva (fechada el 23 de febrero de 1553) para, pasando por el propio Trie, decirle a su corresponsal
“Aquí no se permite, como entre vosotros, que el nombre de Dios sea blasfemado y que se siembren impunemente doctrinas y opiniones execrables. Y puedo alegarte un ejemplo, que bastará a cubriros de confusión. Dejáis vivir tranquilamente a un hereje que merece ser quemado tanto por los papistas como por nosotros…, un hombre que llama a la Trinidad cerbero y monstruo del infierno…, que destruye todos los fundamentos de la fe, que recopila todos los sueños de los herejes antiguos y condena como invención diabólica el bautismo de los párvulos… Ese hombre ha sido condenado por todas las iglesias; pero vosotros le habéis tolerado hasta el punto de dejarle imprimir sus libros, llenos de blasfemias. Es un español llamado verdaderamente Miguel Servet, pero, que se firma ahora Villanueva y hace oficio de médico. Ha vivido algún tiempo en Lyón y ahora reside en Viena, donde su libro ha sido impreso.”
Adjuntaba a la carta los primeros pliegos del libro. Naturalmente, apenas Arneys recibió aquellos fragmentos, los puso en poder del inquisidor general de Francia, Mateo Ory, que inmediatamente movilizó a los miembros del tribunal de la Santa Inquisición en el Delfinado. El día 16 de marzo, los oficiales registraron la casa de Servet, sin hallar nada reprensible. Se interrogó al médico y al impresor citados en la carta, negando estos todo lo relacionado. Y así hubiese quedado la cosa, de no ser porque Ory empleó el mismo conducto por el que había recibido la información, y pidió a Arneys que solicitase a su corresponsal ginebrino que le enviase una copia del Christianismi Restitutio. Respondiéndole el propio Calvino, pasando por Trie, en semejantes términos
“Cuando os escribía mi carta pasada, nunca creí que las cosas habían de llegar tan lejos… Pero ya que habéis declarado lo que os escribí privadamente, quiera Dios que esto sirva para purgar a la Cristiandad de tales inmundicias y pestes. Si tienen esos señores tan buena voluntad como dicen, la cosa no me parece difícil; pues aunque por ahora no os puedo remitir lo que pedís, es decir, el libro impreso, os enviare una prueba mucho mas eficaz, a saber: dos docenas de cartas escritas por Servet, y que contienen una parte de sus herejías. Si se le presentase el libro impreso podría no reconocerle; pero no sucederá así con su escritura. Todavía quedan por aquí no sólo el libro impreso, sino otros tratados de mano del autor; pero os diré una cosa, y es que me ha costado mucho trabajo sacar de manos de monsieur Calvino lo que os envío ahora, no porque deje él de desear que tan execrables blasfemias sean reprimidas, sino porque le parece que, no teniendo él la espada de la justicia, su oficio es convencer a los herejes más bien que perseguirlos; pero tanto le he importunado, que al fin ha consentido en entregarme esos papeles… Creo que por ahora tenéis bastante para apoderaros de la persona de ese caballero y comenzar el proceso. Por mi parte, sólo deseo que Dios abra los ojos a quienes discurren tanto mal”.
Y aquí tenemos a uno de los más importantes heresiarcas de la reforma protestante (probablemente el más influyente), manipulando directa o indirectamente a uno de sus seguidores, para lograr que la Inquisición “papista” elimine a un enemigo teológico y personal. Francamente, pinta un aspecto de la personalidad de Calvino que sus propios seguidores han execrado y procurado ocultar en lo posible.
El Inquisidor Ory entendió que aquellas cartas podían pertenecer a Servet, pero no probaban que Villanueva fuese Servet o hubiese escrito el Restitutio(o que aquel libro se hubiese impreso en Vienne), y pidió que Arneys lograra de su corresponsal alguna prueba palpable en ese punto. Y en ese punto, Calvino (por persona interpuesta) remitió el 31 de marzo al tribunal de la Santa Inquisición una nueva carta autógrafa, en la que el propio Servet admitía haber tomado el sobrenombre de Villanueva, que era el de su patria chica, además de relatar todas las querellas que había tenido el aragonés con Ecolampadio o Melanchton más de veinte años atrás a propósito de sus enseñanzas antitrinitarias en el De Trinitatis erroribus. Para rematar, delataba al impresor Baltasar Arnoullet y su ayudante y cuñado Guéroult, y sugería que estos podían tener ocultos los ejemplares. En pocas palabras, Juan Calvino proporcionó al Inquisidor general de Francia cuantas pruebas necesitaba para instruir proceso contra Miguel de Villanueva, alias de Miguel Servet.
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Proceso inquisitorial contra Miguel Servet
El 4 de abril, por orden del inquisidor general de Francia y del arzobispo de Vienne, el propio Palmier, Michel de Villeneuve, físico, y Baltasar Arnoullet, impresor, fueron encerrados en calabozos separados. Interrogado los días 5 y 6 de julio, el médico persistió en ocultar su verdadero nombre, no reconoció más autoría que la de los tratados de medicina y la traducción de la De Geografia de Claudio Ptolomeo, protestó llorando que “no había querido nunca dogmatizar ni sostener nada contra la Iglesia o la religión cristiana”, y que su correspondencia con Calvino era un mero ejercicio dialéctico, hecho bajo secreto, en la que había tomado el nombre de Servet, escritor conocido y español como él, aunque afirmó desconocer de qué parte.
Las respuestas eran totalmente insatisfactorias, y los cargos graves. Parece ser que el arzobispo de Vienne, agradecido por sus servicios médicos durante tantos años (y tal vez temeroso de que su propia reputación y carrera eclesiástica sufriesen al ser condenado como hereje uno de sus más antiguos servidores), y viendo que ni con su influencia podría lograr salvarle, organizó o al menos facilitó la fuga de Servet, el cual la noche del 7 de abril, aprovechando un insólito permiso para pasear por el jardín de la prisión, pudo saltar fácilmente desde allí a un patio con la puerta abierta. Para mayor claridad, se llevó consigo trescientas coronas de oro prestadas por un anónimo benefactor ese mismo día. Cruzó el Ródano de noche, y desapareció de Francia para siempre.
Esta blandura de las cárceles de la Inquisición (que poco se compadece con su fama) ya la vimos con ocasión de la reclusión de otro hereje español, el traductor de la Biblia Francisco de Enzinasque también se había fugado con cierta facilidad de la prisión de Bruselas ocho años atrás. En los primeros años de persecución, la línea entre la herejía y la ortodoxia no estaba aún clara para muchos espíritus, y del mismo modo que había “reformadores” que querían aún permanecer dentro de la Iglesia con sus ideas, también había católicos que simpatizaban o transigían con los dogmatizantes del protestantismo, pues la terrible herida que causaría este, rasgando la Iglesia latina en dos, aún no era evidente para la mayoría.
El Inquisidor general Ory montó en cólera por la evasión, y aunque toda la ciudad daba por cierta la participación del arzobispo y el vicebailío (a cuya hija Servet había curado de una grave enfermedad) en la misma, no podía demostrarlo. Pero el proceso continuó in absentia, y finalmente se logró descubrir la imprenta clandestina de Arnoullet, y los tres cajistas arrestados confesaron de plano tanto la autoría de Servet del libro, como su participación en la impresión y distribución, excusándola en que no entendían latín. Las cinco cajas de ejemplares de Merrin en Lyon fueron incautadas y su material empleado para la acusación de herejía. Tras denunciar que Servet le había engañado en su ignorancia teológica (afirmó que el autor le había dicho que era una refutación de Lutero y Calvino, lo cual no dejaba de ser parcialmente cierto), Arnoullet fue exonerado con una breve sentencia de prisión.
El 17 de junio de 1553, en la puerta del palacio delfinal de Vienne, fue llevado a cabo un auto de fe con una efigie de Servet, a cuyo término fue quemada, culpable del delito de herejía grave y rebeldía. Igual destino sufriría el Servet carnal (cuyos bienes fueron confiscados) si volvía alguna vez a Francia, o incluso a cualquier país católico.
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Descubierto y denunciado por Calvino en Ginebra
Servet podía darse por contento con haber escapado del tribunal inquisitorial. Parece que inicialmente pensó en volver a su tierra, sabiendo que allí no se habían distribuido los ejemplares de su libro (pensamiento ciertamente imprudente), pero por estar mucho más cerca de Italia, creyó que se pondría a salvo más seguramente si abandonaba Francia por aquella frontera. Vagó de incógnito durante dos meses, y finalmente acabó nada menos que en Ginebra, no se sabe si por extravío (andaba alejado de los pueblos para no despertar sospechas), o porque creyó que aquella “Roma de los protestantes” sería una escala segura en su camino hacia la bella Enotria.
Muchos defectos se le pueden atribuir a Miguel Servet, pero sin duda la malicia no está entre ellos. Llegó el domingo 13 de agosto, y no tuvo más ingenua ocurrencia que presentarse al servicio religioso en el templo donde predicaba Calvino, con la intención de pasar a Zurich en barca esa misma noche. Sólo Dios sabe cómo podía ignorar el obcecado aragonés, tan agudo para las cuestiones filosóficas, que el importante hombre al que había vituperado en letra impresa no iba a perder la oportunidad de echarle mano si lo tenía al alcance.
Efectivamente, aunque habían pasado muchos años desde que se encontrasen por última vez, Calvino identificó a Servet apenas lo vio. La hipócrita afectación de apostolado pacífico de la que hacía gala en la carta a Arneys, desapareció como por ensalmo. El heresiarca le denunció acto seguido al síndico de Ginebra, que aquella misma tarde prendió a Servet en su hostería.
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Juicio a Servet por el tribunal de Ginebra
Aunque la ciudad libre imperial de Ginebra se regía por una especie de república aristocrática, Calvino llevaba, desde que fuese acogido en 1541 tras la expulsión del obispo católico, influyendo sus asuntos de tal modo, gracias a su carisma y a la gran cantidad de burgueses y extranjeros que allí vivían atraídos por su fama, que se había convertido en el factótum detrás de los magistrados de la ciudad. Auxiliado por otro célebre protestante, Guillermo Farel, había convertido a la ciudad en una auténtica hierocracia, cuyos designios manejaba el de Noyon entre bambalinas desde la proclamación de las “Ordenanzas eclesiásticas de Ginebra” basadas en su obra “Institución de la religión cristiana” a la que ya hemos aludido anteriormente. Por cierto, que entre los ciudadanos más señalados, había no pocos que se oponían a esta especie de república teológica, siendo cabeza de ellos un tal Filiberto Berthelier, que añoraba las antiguas libertades civiles.
Como sus propias leyes obligaban a que acusador y acusado permaneciesen en prisión hasta que se probase la demanda, Calvino empleó a su cocinero Nicolás de Fontaine como testaferro para el proceso. Ya vimos en su denuncia epistolar a la Inquisición que esta práctica de actuar por persona interpuesta no era nueva para el noyonense.
El juicio fue sensacional en la ciudad y aún fuera de ella, y tuvo lugar con relativa rapidez. Como fue registrado por entero y las actas se han conservado, se conoce con mucha precisión. El día 14 el cocinero de Calvino acusó formalmente a Servet de haber escrito proposiciones heréticas, haber difamado a Calvino y la iglesia de Ginebra, haber escandalizado en su juventud a las iglesias de Alsacia y, lo más irónico, haber escapado de la prisión de la Inquisición católica en Vienne del Delfinado; curiosa acusación para presentar ante un tribunal protestante. El gobierno de la ciudad admitió la sustancia juzgable de las acusaciones, y se formó de inmediato el tribunal, en el cual fue incluido Berthelier, opositor a Calvino.
En el primer interrogatorio, del 23 de agosto, Servet afirmó que estaba en la ciudad de paso hacia el Reino de Nápoles, donde vivían muchos compatriotas suyos, entre los que deseaba establecerse para ejercer la medicina. Los jueces decidieron dejar en libertad bajo fianza a su acusador, y procedieron contra el reo, el cual, en un nuevo interrogatorio el 16 de agosto declaró llanamente todas sus doctrinas, y solicitó confrontarlas con Juan Calvino en discusión pública.
A pesar de que De Fontaine acudió acompañado del teólogo Colladon (colaborador de Calvino), para que reforzase sus argumentos teológicos, ni acusador ni asesor lograron enhebrar una denuncia coherente ante la inflexibilidad del íntegro Berthelier.
Así las cosas, en la siguiente sesión no le quedó más remedio al propio Calvino que comparecer para sostener (irónicamente) la acusación de herejía contra Servet. Por fin, aunque en las circunstancias más dramáticas, iba a tener lugar la tan anhelada discusión teológica pública que buscaba nuestro aragonés ante el insigne “reformador”. Y a fe que fue un bizarro debate, con ambos contendientes bien armados de conocimiento bíblico para refutar las tesis del otro.
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El proceso a Miguel Servet
Principió Calvino mostrando dos cartas de Ecolampadio y unos fragmentos de los “Lugares comunes” de Melanchton, donde veinticuatro años atrás ya habían condenado algunas de sus proposiciones. A ello contestó plausiblemente el acusado, diciendo que la desaprobación de dos teólogos no equivalía a una condena oficial.
Se le presentaron como acusación varias de sus notas a la Biblia traducida por Santes Pagnino, especialmente a la de varias profecías mesiánicas de Isaías, que interpretaba en sentido literal, refiriéndolas al rey persa Ciro, en vez de a Jesucristo. “Se debe entender en lo sustantivo a Cristo- replicó Servet- pero en cuanto a la letra, se han de aplicar a Ciro”. Esta vez fue el turno de Calvino de mostrarse más agudo al preguntarle cómo se podía aplicar a Ciro el fragmento de Isaías 53, 4-11 “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados.”
Se pasó entonces al punto más grueso, el de la Trinidad, y Servet repitió punto por punto sus opiniones unitarias, sin admitir distinción real, sino sólo formal o modal, entre las tres personas divinas, llegando a afirmar que san Ignacio o san Policarpo compartían esa opinión. Atacó entonces Calvino su panteísmo “¿crees, infeliz, que la tierra que pisas es Dios?”, a lo que el acusado respondió “no tengo duda de que este banco, esa mesa y todo lo que nos rodea es de la sustancia de Dios”, “entonces- dijo Calvino- también lo será el diablo”, “¿lo dudas?, por mi parte creo que todo lo que existe es partícula y manifestación sustancial de Dios.”, concluyó Servet.
Entregó entonces Calvino al tribunal el ejemplar de sus “Instituciones cristianas” anotado tan destempladamente por Servet, y los jueces hallaron tantos signos de herejía en el acusado que levantaron definitivamente la fianza a De La Fontaine y ordenaron la confiscación de los bienes de Servet.
El día 21 de agosto los acusadores presentaron la carta del ya más que arrepentido Arnoullet a un amigo, en la que juraba haber sido engañado para la impresión del “Restitutio” y que anhelaba su completa destrucción. Calvino escribió a los ministros de Francfort para que recuperen todos los ejemplares de aquella obra que en esa ciudad se encontrasen, y manifiestó en esta carta su esperanza en la próxima condena de Servet, mientras seguía su disputa pública a propósito de la Trinidad en la sala del juicio, centrada en los siguientes días a propósito de la interpretación que los Padres de la Iglesia habían dado a la divinidad de Cristo.
El día 22 de agosto, Servet presenta su primera reclamación a los magistrados, en la que defiende que las primeras comunidades cristianas solo prescribían penas espirituales por cuestiones sobre la Escritura, y no corporales, ni mucho menos persecución criminal, pidiendo se anulase esta. Asimismo, se defiende diciendo que no había causado disturbios ni ofendido a nadie, que las cuestiones teológicas que trataba eran difíciles, y siempre las había comunicado reservadamente a unos pocos eruditos (citando a Ecolampadio o Bucero), afectando discreción, pero olvidando cómo previamente había insistido en tener un debate público con Calvino.
Al día siguiente la acusación la tomó el procurador general de la ciudad, preguntando en su mayoría por aspectos personales de la vida de Servet, completamente fuera de lugar, y que fueron fácilmente respondidos por el acusado. En el único punto teológico cuestionado, el bautismo de infantes, el aragonés manifestó con humildad que prometía corregirse si se demostraba su error. Su mansedumbre causó buena impresión en los jueces, frente a la intemperancia de Calvino y sus colaboradores, que en los púlpitos no dejaban de maldecirle. Acosó al procurador Rigot para que advirtiese al reo de que pesaba sobre él la pena capital, y le negase un abogado.
Por entonces, llegó a Ginebra un mandamiento de los magistrados de Vienne, que enterados del juicio reclamaban la entrega del acusado. Servet se arrojó a los pies del tribunal pidiendo no se le entregase a la Inquisición de Francia, porque esperaba morir allí con seguridad, lo cual le fue concedido. ¡Quién sabe si su amigo el arzobispo no hubiese podido hacer algo para evitar el final horrible que le esperaba en Ginebra, donde no tenía ningún clérigo amigo que pudiese interceder por él!
Inclinado a la moderación, el tribunal decidió que Calvino y otros ministros protestantes visitasen en prisión al reo y le convenciesen de abjurar de sus errores, pero tal diligencia estaba condenada al fracaso, pues era obvio que para Servet, ese era el más antipático de los misioneros. Y por tanto, lo rechazó. Los jueces determinaron entonces dirigir una consulta a todas las iglesias “reformadas” y a los consejos de los cuatro cantones suizos protestantes (Berna, Basilea, Zurich y Schaffhausen), a imitación de lo realizado dos años antes en el proceso de Jerónimo Bolsec. Para preparar dicha consulta, encargó al omnipresente Calvino que extractase, resumidas, las principales proposiciones heréticas del acusado, tarea a la que se entregó dos semanas (durante las que se suspendió el proceso), presentando al cabo el 15 de septiembre, treinta y ocho proposiciones heréticas recogidas de las obras de Servet.
Entregadas al propio acusado, este las fue contestando una a una, reafirmándose en sus interpretaciones, citando a Tertuliano, san Ireneo o san Clemente papa para respaldarlas e intercalando injurias contra Calvino, lo cual no hizo sino empeorar su causa. Añadió en su respuesta una queja por las penalidades que estaba sufriendo en cautiverio (comido de pulgas y con la ropa que se le caía a pedazos). El heresiarca enderezó entonces contra él una Brevis refutatio errorum et impietatum Michaelis Serveti a ministris Ecclesiae Genevensis magnificoSenatui, que Servet replicó ya fuera de sí, llamándole Simón Mago, sicofante, impostor, pérfido, ridículo y otras lindezas entre las que destacaba su ignorancia de filosofía y teología. Su reafirmación pertinacísima e iracunda le iba cerrando toda posibilidad de salir con bien, y sus solicitudes de apelación al consejo de los Doscientos, o pidiendo que se procesara a Calvino por acusación falsa de herejía, cayeron en saco roto.
Si alguna esperanza podía tener en la contestación de las iglesias “reformadas” a la consulta del tribunal, el de Noyon se aseguró de escribir personalmente a los ministros de todas ellas, poniendo por delante su prestigio en el mundo protestante para rogar, presionar y exigir vehementemente una respuesta condenatoria, y explícitamente a muerte. Aquel que, en esas mismas misivas, se quejaba amargamente de que los tribunales católicos quemaban calvinistas en Francia.
El 22 de septiembre, Servet, abatido por las malas condiciones de su reclusión, y hundido ante el giro en su contra que estaba tomando el proceso, ya lúcido finalmente de quién era y había sido siempre su enemigo desde el proceso de Vienne, hizo otra apelación al tribunal, acusando a Calvino de formular falsos cargos de herejía contra él, pidiendo fuese juzgado, y patéticamente concluyendo su escrito con la frase “pido que mi falso acusador sea condenado a la pena del talión y que esté preso, como yo, hasta que la causa sea definida por mi muerte o por la de él, o por otra pena. Y me someto a la dicha pena del talión y soy contento de morir si no le convenzo de ésta y de las demás cosas que especificaré después. Os pido justicia, señores; justicia, justicia, justicia.”
No recibió respuesta, y el 10 de octubre dirigió a sus jueces una última, breve y desesperada carta “Magníficos señores: Hace tres semanas que deseo y pido una audiencia y no queréis concedérmela. Por amor de Jesucristo os ruego que no me rehuséis lo que no se negaría a un turco. Os pido justicia, y tengo que deciros cosas graves e importantes… Estoy peor que nunca. El frío me atormenta, y con él las enfermedades y otras miserias que tengo vergüenza de escribir. Por amor de Dios, señores, tened compasión de mí, ya que no me hagáis justicia. Miguel Servet, solo, pero confiado en la protección segurísima de Cristo”.
Y nuevamente, sus jueces no respondieron ni a sus demandas ni a sus súplicas.
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Servet, condenado y muerto en la hoguera
El 19 de octubre regresó el mensajero con la respuesta de las iglesias y los cantones: todas ellas consideraban hereje cierto a Servet, y recomendaban, e incluso exigían al tribunal el deber de librar a la Iglesia de sus pestilentes enseñanzas. Aunque no nombraban explícitamente el castigo a imponer, Calvino lo interpretó en favor de su propuesta de sentencia capital, y así lo indicó a sus partidarios en el tribunal. Durante varios días hubo discusión, pues algunos se inclinaban por el destierro o la reclusión, pero finalmente se impuso la condena a muerte para Servet. Calvino había triunfado, aunque quiso hacer creer a todos que se había opuesto infructuosamente a la quema en hoguera, por ser castigo predilecto de los papistas. Resulta difícil creer que en ese momento alguien se pudiese oponer a él en Ginebra de cualquier modo, y ya hemos visto previamente que ocultar sus intenciones tras palabras hipócritas no era nuevo para el heresiarca.
El fallo dice textualmente: “Contra Miguel Servet del Reino de Aragón, en España: Porque su libro llama a la Trinidad demonio y monstruo de tres cabezas; porque contraría a las Escrituras decir que Jesús Cristo es un hijo de David; y por decir que el bautismo de los pequeños infantes es una obra de la brujería, y por muchos otros puntos y artículos y execrables blasfemias con las que el libro está así dirigido contra Dios y la sagrada doctrina evangélica, para seducir y defraudar a los pobres ignorantes. Por estas y otras razones te condenamos, M. Servet, a que te aten y lleven al lugar de Champel, que allí te sujeten a una estaca y te quemen vivo, junto a tu libro manuscrito e impreso, hasta que tu cuerpo quede reducido a cenizas, y así termines tus días para que quedes como ejemplo para otros que quieran cometer lo mismo.”
El propio Calvino describe con sádica alegría la reacción del acusado, que jamás había creído que en una ciudad protestante pudiesen llegar a tanto las cosas, al escuchar la sentencia el día 26 de octubre de 1553: “mostró Servet una estupidez de bestia bruta cuando se le vino a anunciar su muerte. Así que oyó la sentencia, se le vio con los ojos fijos como un insensato, ora lanzar profundos suspiros, ora aullar como un furioso. No cesaba de gritar en lengua castellana: ¡Misericordia! ¡Misericordia!”.
Esa noche Servet, recuperada la compostura, pidió ver a Calvino en su prisión. Según este, el diálogo fue como sigue “¿Qué quieres de mí?”, “Que me perdones si te he ofendido”, “Dios es testigo- respondió Calvino- de que no te guardo rencor ni te he perseguido por enemistad privada, sino que te he amonestado con benevolencia y me has respondido con injurias. Pero no hablemos de mí; de quien debes solicitar perdón es del eterno Dios, a quien tanto has ofendido”.
Al llegar la madrugada, el piquete sacó a Servet de la cárcel y lo llevó a la plaza frente al ayuntamiento de la ciudad, donde se le leyó de nuevo la sentencia. Servet se arrodilló y suplicó ser decapitado y no quemado, afirmando que había errado por ignorancia. Guillaume Farel le contestó “confiesa tu crimen, y Dios se apiadará de tus errores”, pero el indomable aragonés replicó: “No he hecho nada que merezca muerte. Dios me perdone y perdone a mis enemigos y perseguidores”. Y, luego cayó de rodillas y levantando los ojos al cielo, exclamó: “¡Jesús, salva mi alma! Jesús, hijo del eterno Dios, ten piedad de mí!”
Llevado en procesión a la colina de Champel, prosiguió en sus lamentaciones y apelaciones a Dios, y siguieron los magistrados intentando convencerle de que abjurase públicamente, mientras muchos comunes seguían el cortejo horrorizados de aquel espectáculo. Allí, atado a la piedra hincada, rodeada de haces de leña (verde y mojada de rocío mañanero, para mayor sufrimiento del reo) fue Servet quemado junto a un ejemplar de su Christianitas Restitutio, y el espantoso suplicio se prolongó durante dos horas, por haberse levantado un viento que apartaba las llamas de la hoguera (parece que algunos espectadores, conmovidos, trajeron leña seca para abreviar el sufrimiento al reo). Sus últimas súplicas y reproches fueron “¡Infeliz de mí! ¿Por qué no acabo de morir? Las doscientas coronas de oro y el collar que me robasteis, ¿no os bastaban para comprar la leña necesaria para consumirme? ¡Eterno Dios, recibe mi alma! ¡Jesucristo, hijo de Dios eterno, ten compasión de mí!”. Así acabó sus días, el 27 de octubre de 1553, contando aproximadamente cuarenta y tres años, el más brillante heterodoxo español del siglo, unitarista, anabaptista y neoplatónico, muerto, no tanto por sus herejías (que sin duda eran graves), sino por sus insultos a una eminencia del protestantismo como Calvino, que no descansó hasta vengarse definitivamente de su enemigo. En cierto modo, muerto a consecuencias de su fuerte carácter.
El epílogo de este lamentable final lo pone la complicidad de muchos notables protestantes. El propio Melanchton, de carácter apacible y tenido por el más templado, escribió a Calvino felicitándole por el santo ejemplo que esta ejecución suponía para las generaciones venideras, y terminaba “soy enteramente de tu opinión, y creo que vuestros magistrados han obrado conforme a razón y justicia haciendo morir a ese blasfemo”. Otros, sin embargo, criticaron el tipo de condena (el más destacado, el ministro anabaptista David Bruck), y por ello Calvino creyó oportuno justificarse, publicando en 1554 Defensio orthodoxae fidei de sacra Trinitate contra prodigiosos errores Michaelis Serveti (no sólo en latín, sino también en francés, para llegar a un público más amplio). En él refuta con regular tino los errores antitrinitarios de Servet, defiende la pena capital empleando desde la Escritura o la legislación herbrea hasta el código de Jusitiniano, y se desahoga en insultos y diatribas personales contra un muerto; y un muerto matado por su influencia.
Menéndez y Pelayo comenta, a propósito de estas palabras de Calvino, “No recuerdo en la historia ejemplo de mayor barbarie, de más feroz encarnizamiento y pequeñez de alma.”
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Conclusiones y legado de Servet
Miguel Servet es el más brillante de los protestantes españoles, y muy distinto a los más conspicuos entre ellos.
A diferencia del retórico, pacífico y bien relacionado traductor Francisco de Enzinas, que murió en su lecho, Servet fue siempre hombre franco y directo, y aunque erudito, poco interesado en verter la Biblia a lengua vulgar.
Mientras Juan de Valdés se comportó como hombre discreto, amable, de vida irreprensible, y creó una selecta pero brillante escuela de creyentes en la justificación por la fe en Nápoles, sin ser molestado por la Inquisición (que sí persiguió a sus ilustres discípulos), Servet jamás tuvo interés en hacerse con seguidores, sino que apuntó a confrontar abierta y públicamente sus especulaciones con los más importantes pensadores de la mal llamada reforma, y fue siempre apasionado en el debate, ora místico arrebatado por sus visiones, ora sarcástico despreciador con sus adversarios teológicos, señaladamente Calvino, al que escarneció de diversos modos.
Su filosofía, muy personal, que mezclaba diversos conceptos, no creó ningún tipo de secta específica. Posteriormente los socinianos tomaron sus enseñanzas antitrinitarias y unitaristas como propias, y los anabaptistas hicieron lo mismo con sus diatribas contra el bautismo de niños, pero ni unos ni otros (amén de ser siempre minoritarios dentro del cristianismo) reposaron en él como maestro, y descartaron otras de sus teorías.
Curiosamente, y en base a algunas de sus declaraciones llamando al debate público de la interpretación de las Escrituras, fue tomado varios siglos después como patrón por los librepensadores. De igual modo es considerado precursor de la interpretación racionalista de la Biblia, de la cual hay algunos rasgos en su edición de Santes Pagnino. Por este principal motivo (y también por su descubrimiento de la circulación menor) tiene placas y estatuas en diversas ciudades franceses y suizas, así como en su patria chica, Villanueva de Sigena. Un hospital zaragozano lleva también su nombre.
Conociendo sus escritos, es legítimo dudar de su opinión favorable (que nunca fue ponderada ni ecuánime) a que agnósticos o anticristianos pudieran evocar sus obras en respaldo de sus ideas.
Como tantos otros, el inteligente Servet cayó en el error primero de todo el protestantismo, el de la libre interpretación de las Escrituras. Y aunque nuestro aragonés, a diferencia de otros dogmatizadores, era muy culto y analítico, a la postre terminó también tomando la Biblia (libro inspirado por Dios pero, a fin de cuentas, redactado por hombres) como si fuese un manual, aislado de la comunidad que lo redactó a lo largo de los siglos, y de la Iglesia que, a fin de cuentas, es la que lo conservó y transmitió para que un aragonés, muchos siglos después, pudiese beber de ella la fuente de su fe.
Cuando uno cree que el Espíritu Santo es quien le inspira cualquier interpretación de las Sagradas Escrituras, despreciando la autoridad y el magisterio de la Tradición (particularmente de aquellos autores primitivos que aprendieron de los apóstoles y de ese modo pudieron interpretar más certeramente los pasajes neotestamentarios ambiguos), es inevitable que cada interpretación particular este influida, tanto por modas contemporáneas como por influencias personales. En el caso de Miguel Servet, su evidente y cada vez más acusado neoplatonismo le llevó a una interpretación panteísta que, como se dice en lenguaje vulgar “no hay por donde coger” a la luz de los textos bíblicos.
Y como suele suceder con la libre interpretación, ocurre que a cada dogmatizador el espíritu santo le inspira una interpretación diferente y hasta contradictoria, que siguen sus corifeos o sectarios (que normalmente no interpretan libremente nada, limitándose a seguir en todo a su adalid), y que pronto le enfrenta con la camarilla de otro dogmatizador, multiplicándose así las sectas hasta el número de dogmatizadores inspirados que haya en cada momento; a veces aliados, otras enfrentados, ora revueltos en asamblea teológica para votar las verdades de la fe, ora excomulgándose unos a otros como herejes, y únicamente unidos en execrar y rechazar la autoridad doctrinal de la Santa Madre Iglesia y sus tradiciones seculares (normalmente para sustituirlas por las suyas propias).
Por cierto que Servet, en su monomanía destructora y reconstructora de la Iglesia, fustigó también con notable brillantez algunas de las conclusiones de los primeros teólogos protestantes, como la justificación por la sola fe, la pérdida del libre albedrío o el espiritualismo seco tan querido a Lutero y Calvino.
Y sin embargo, el errado Servet, perdido en sus emanaciones neoplatónicas (ecos de Proclo y Plotino) de un Dios en forma de luz que todo lo convertían en sustancia divina (hasta al diablo); en su unitarismo gnóstico-sabeliano a ultranza, con Dios apareciendo en las personas de la Trinidad como máscaras de un bufón; en su manía (no cabe hablar de otra manera por su ausencia de fondo teológico) contra el bautismo de niños; en su tirria infinita contra Roma; o en sus excentricidades de astrólogo y milenarista, era, como dice Menéndez y Pelayo, un hombre de “cabeza ardiente, manso de corazón, generoso con sus enemigos”. Capaz de enzarzarse (desde sus tiempos de estudiante) con sutileza o brutalidad en cualquier disputa teológica o filosófica, sin desear cordialmente ningún mal a su adversario, y sinceramente convencido que su apasionamiento hasta la ofensa servía a la Verdad de Dios de alguna manera.
Un contrapunto radical a su gran adversario: el solemne, puntilloso, fanático, estrecho y vengativo Calvino.
Pero además fue Servet una personalidad compleja y fascinante: erudito literario y bíblico; experto helenista y hebraísta; magnífico traductor de Claudio Ptolomeo (el mejor hasta ese momento); excelente editor de la Biblia latina de Santes Pagnino, y de los trabajos botánicos de su maestro Champier entre otros libros; sobresaliente anatómico y por ello relevante en la historia de la ciencia al descubrir la circulación menor o pulmonar del corazón; autor de varios tratados sobre medicina con observaciones avanzadas para su época; médico competente que dejó tan magnífico recuerdo en sus pacientes al punto que no dudaron en arriesgarse por liberarle; y ávido estudioso de materias como la geografía, la astronomía o las matemáticas.
En suma, un auténtico hombre del Renacimiento, que de no ser por sus desvíos y obsesiones teológicas hubiese pasado como uno de los españoles más cultos y notables de su época.
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Bibliografía
El cuerpo principal de este artículo está basado en el capítulo “Nuestros luteranos fuera de España” de la monumental “Historia de los heterodoxos españoles”, de Marcelino Menéndez y Pelayo. Se han utilizado textos auxiliares diversos consultados en red.
6 comentarios
En estos tiempos en que la heterodoxia campa a sus anchas por la Iglesia, conocer a Miguel Servet supone una grata incursión sobre la construcción, a lo largo de los siglos, de la doctrina católica, quedándonos con lo mejor de este español universal, que hay mucho.
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LA
Gracias a usted por su amabilidad.
Es curioso que los protestantes lo evitan asociar como uno de sus partidarios 'ilustres' (por obvias razones) siendo que él tan sólo reflejó y llevó a sus últimas consecuencias los principios erróneos establecidos por el mismo protestantismo, pero se volvió despreciable para ellos al oponerse al consenso doctrinal calvinista y directamente desafiar al 'santón' de esa secta, siendo que, en sentido estricto, el principio del 'libre examen' en teoría abría la puerta a cualquier interpretación de la Sagrada Escritura por peregrina y absurda que fuera, quedó claro con este ejemplo que en la práctica no es así, pues cada secta o ministro protestante establece su propia 'ortodoxia'.
Me pareció simpático el comentario de Menéndez Pelayo sobre el carácter de Servet: "terco como buen aragonés".
Saludos cordiales.
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LA
Sin duda un personaje notable: tan brillante para ciertos asuntos y tan torpe para otros.
Saludos cordiales.
En aquella época distinguir la ciencia y la pseudociencia es difícil, pero Servet fue médico y, por lo tanto, se le pueden atribuir descubrimientos médicos.
Ambos eran soberbios, pero creo que Servet fue terco y Bruno malvado aunque los dos sean heréticos.
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LA
Estimada África: es muy interesante que cites a Bruno junto a Servet. Ambos eran antitrinitarios, y han sido comparados a menudo. También Menéndez y Pelayo, en la obra que me sirve de guía para esta serie de artículos, dedica unos párrafos a ese paralelismo. En el cuerpo del artículo no lo he incluido, porque ya está demasiado abultado con la propia vida del aragonés. Pero ya que lo citas, lo adjunto a esta respuesta, por su interés:
"En la hoguera de Miguel Servet acaba el panteísmo antiguo; en la hoguera de Giordano Bruno comienza el panteísmo moderno. No sé qué oculto lazo une estos dos nombres y hace recordar siempre el uno cuando se habla del otro. Pareciéronse no sólo en lo aventurero y errante de su vida y en el término desastroso de ella, sino en condiciones geniales, en el poder de la fantasía, en la viveza y lucidez, mezclada con extravagancia, de su entendimiento y en la tendencia sintética. Parécense también en la concepción primera de Dios como unidad vacía y abstracta, de la cual todas las cosas emanaron. Uno y otro profesan la doctrina de la sustancia única y ambos aprendieron en libros neoplatónicos. Pero la doctrina de Bruno, como eminentemente naturalista que es, difiere en su método y punto de partida, aunque no en las conclusiones, de la doctrina idealista de Servet, y «no se puede confundir con la de los alejandrinos, diremos con Mamiani, porque en éstos toda teoría se subordina al concepto de la emanación, la cual, descendiendo a nuevas creaciones, se sutiliza y corrompe como luz que cuanto más se aleja de su centro, más se pierde y mezcla con la sombra: por lo cual, en esta doctrina la materia se estima cosa vana y casi próxima a la nada». Además, Bruno ya no es cristiano, sino absolutamente racionalista, y en esto difiere también de Servet, que, a su modo, era creyente fervoroso en Cristo, y le ponía como centro de toda su concepción teológica y cosmológica. Por el contrario, el Nolano escribe: Noi non cercamo la Divinità fuor del Infinito Mundo e le Infinite cose, ma dentro queste et in quelle. Pero la fórmula última de uno y otro es la misma: esencia omniforme, unidad multímoda. Parécense, finalmente, Bruno y Servet, aparte de sus herejías, en haber sido los dos hombres de ciencia y haber dejado su memoria unida a dos grandes adelantos científicos: el uno, al descubrimiento de la circulación de la sangre; el otro, al sistema copernicano."
Después el P. Olivera Ravasi escribió un artículo sobre Giordano Bruno y entonces fue cuando me acordé de Servet y vi las similitudes entre ambos. Sin embargo en este artículo tuyo no consta que la conducta de Miguel Servet fuera inmoral y ya me cuadran estas frases: "En la hoguera de Miguel Servet acaba el panteísmo antiguo; en la hoguera de Giordano Bruno comienza el panteísmo moderno" y "Además, Bruno ya no es cristiano, sino absolutamente racionalista, y en esto difiere también de Servet, que, a su modo, era creyente fervoroso en Cristo, y le ponía como centro de toda su concepción teológica y cosmológica".
Creo que, entre uno y otro, pudo haber el paso de una ética, todavía sometida a la Ley de Dios, y una rebelión tal que recuerda a posturas nietzscheanas.
*"Giordano Bruno y el caso de la embajada" John Bossy. Anaya & Muchnik, 1994
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LA
No es casualidad que "El príncipe" de Maquiavelo se hubiese impreso apenas veinte años antes de la muerte de Servet.
Un saludo.
Los dos puntos más negativos en su haber son:
1) Su tremendo apego a su propio razonar. Ergo, soberbia desmedida, que le costó la hoguera.
2) Su inquina contra la Inquisición española. Una institución en la que hasta los presos comunes solicitaban ser juzgados. Y cuyos inquisidores salvaron miles de vidas que el pueblo llano e incluso algunos nobles pretendían ajusticiar.
Debo recordar que la Inquisición española juzgaba pero no ajusticiaba. Era el poder civil el encargado de imponer la pena y si era de muerte, ajusticiar.
Triste que un español aragonés contribuyera por su terrible orgullo a la Leyenda Negra sobre La Iglesia en España.
Recogió lo que sembró y huyendo de las brasas cayó en el fuego. (Nunca mejor aplicado).
Gracias por el prolijo post y saludos cordiales.
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LA
Gracias por el comentario, Jacobo.
El artículo trata de retratar lo más completamente el carácter y pensamiento de Servet en función de lo que las fuentes, tanto su propia obra como las de los que le conocieron, nos aportan.
Efectivamente, aparte de las virtudes, que he procurado reflejar, porque creo que le hacen justicia, Miguel Servet tuvo defectos graves, más allá de sus herejías: su soberbia, efectivamente, sobre todo. Soberbia intelectual (un defecto frecuente en los eruditos) pero también arrogancia plana: al igual que Calvino, tampoco a él le agradaba que le contradijeran, y caía con frecuencia en el insulto personal. Y no sólo con el eminente heresiarca, sino que también con Ecolapmadio o Bucero cruzó palabras gruesas. E igualmente con los profesores de París que le afearon su afición (tan pagana para alguien que se consideraba tan devotamente cristiano como él) de hacer predicciones basadas en el movimiento de los astros. Y aparejada a ella, una terquedad evidentemente exagerada. Para alguien que blasonaba de buscar el debate abierto y el intercambio de ideas, en sus veintitantos años de teólogo apenas cambió una coma de lo que a los dieciocho años dedujo de su lectura de las Escrituras, los Padre y los filósofos neoplatónicos.
Y la imprudencia grave de publicar cartas personales a y de Calvino, en la que le moteja de descalificaciones muy groseras.
Asimismo, su repulsa a la Inquisición se enmarca en su repulsa general a la Iglesia católica. Servet es un protestante llano, y por ello no se podía creer que en una ciudad declaradamente protestante, pudiese ser condenado a muerte alguien por practicar la libre interpretación de la Biblia. Demasiado tarde se dio cuenta de ellos. Como bien dice Menéndez y Pelayo, siempre fue más tolerable y blandamente tratado por los católicos cuando vivió entre ellos, que cuando lo hizo entre los protestantes.
Un saludo cordial.
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