El viaje del alma
La sustancia de la teología espiritual reside en que el alma viene de Dios, que es su creador, y a Dios quiere regresar. El medio es la práctica del Bien. Esto es, la elección correcta o mejor ante un dilema. Y Cristo enseñó que el Bien se resume en amar a Dios por encima de todas las cosas y al prójimo (el ser humano “próximo”) como a nosotros mismos.
Tres son los obstáculos conocidos para esa reunión del alma con su Creador, la carne, el mundo y el demonio.
La carne son los obstáculos materiales, aquellas necesidades corporales que compartimos con los demás animales: alimentación, hidratación, protección, descanso y reproducción. Son imprescindibles para la supervivencia de la especie y de cada individuo. Para que el sujeto las procure, la naturaleza les dota de una recompensa en forma de goce corporal. Entregarnos a la búsqueda de esos placeres sensibles nos hace caer en la gula, la lujuria o la pereza, y aleja al alma de su fin principal, que es elevarse a lo trascendente. Sin llegar al neoplatonismo, que considera maligna a la materia (nada creado por Dios puede ser malo, sino sólo su mal empleo), el cristianismo recomienda la ascética, esto es, la vida austera en la que las necesidades corporales se satisfagan de un modo ordenado y frugal, para que no entorpezcan al alma su camino de retorno a Dios.
El mundo son los obstáculos espirituales, la satisfacción de sobrepujar en prestigio, reconocimiento y aprecio a todos los demás miembros de la sociedad, e influir en ellos con nuestra voluntad. Toda alma necesita ser amada, pero bien deberíamos saber que el amor de Dios es el único indispensable, que los amores mundanos con el mundo mueren, y que sólo la Gloria de Dios es eterna, mas la del mundo transitoria. Por satisfacer al Mundo y ser por él tenido en más, se entrega el hombre a la murmuración, la envidia o la avaricia. Por conocer sus misterios, a la curiosidad. Por imponerle su arbitrio, a la ira o la corrupción. Nos enseña Cristo que antes debemos buscar el bien de los demás aunque sea en nuestro desmedro, y ese bien no debe ser otro que el de predicar la Verdad de Dios.
El demonio es el ángel malo, la primera de las voluntades creadas que se opuso a la voluntad divina. El demonio empleará cualquier medio para alejar al alma de su regreso al hogar divino. Puede emplear la concupiscencia carnal o la concupiscencia espiritual, pero sobre todo emplea su principal arma, la falsedad, pues el Acusador es el padre de la mentira, y quien vive en la oscuridad rechaza la luz de la Verdad. Mas aunque el demonio es astuto, no puede competir con la Sabiduría, y siempre conoceremos su presencia ante cualquier impulso que susurre apelando a nuestra soberbia, pues como en el Jardín del Edén, la serpiente siempre nos tentará a que creamos ser como Dios, y sus señales son la arrogancia y el orgullo. Allí donde se hallen, está detrás la mano del Malo. Mas donde se vea humildad, mansedumbre, abnegación y pudor, huirá el diablo y vendrá el Espíritu Santo a poner su morada y dar luz al alma.
¿Cómo podemos rechazar todas las concupiscencias y desoír los ardides del maligno para llevar una vida irreprochable? La respuesta es sencilla: no podemos. No al menos con constancia. Es la Gracia de Dios la que nos sostiene y nos auxilia, la que nos lleva de la mano hacia el amor. En cierto modo, ser cristiano es abrir nuestro corazón y nuestra alma a Cristo, no resistirnos a Él, y dejar que nos sostenga y nos guíe. La Gracia se nos da de modo gratuito, pero hay que pedirla. Y aceptarla. Nos viene por la oración, por la lectura cordial de las Sagradas Escrituras, y sobre todo por los sacramentos (muy particularmente por la Eucaristía y su adoración).
Podemos volver a la buena senda por medio de la naturaleza. La contemplación de los seres animados e inanimados, brutos o racionales, nos llevará al Bien si nos evoca a su Creador. Si nos admira la belleza de las criaturas, ¿Cuánto más nos asombrará la Belleza del Creador? Si nos deslumbra la inteligencia terrenal, ¿Cómo describir la Suprema y Santa Sabiduría de la que aquella procede? Si nos conmovemos con la pureza de los seres inocentes, ¿Cuánta felicidad nos dará la pureza del Puro? Y así con todas las cosas de este mundo.
Por tanto, la Creación puede también llevarnos a Dios, en vez de ser obstáculo. Y así sería de no mediar nuestro pecado original, la rebeldía ante Dios.
Existe también la mera vía espiritual, por supuesto. La oración, la contemplación, la adoración sacramental. La mística. Ellas nos llevan, cuando se alcanzan, de un modo más directo y sublime hacia Dios.
Nunca olvidemos que los cristianos somos, en este mundo, almas peregrinas que buscan el camino para regresar a casa. ¿Qué atractivo puede tener esforzarse con denuedo intentando encender una chispa para quien espera ver cara a cara a la fuente de toda Luz al final de su viaje terreno?
Ni perdamos de vista el principal misterio de nuestra fe: que Dios, no necesitando ser amado, pues nada necesita sino que es el único ente que a Sí mismo se basta, desea ser amado libremente. Para ello creó a los seres libres: a los ángeles, seres puramente espirituales, que en el principio de los tiempos tomaron su elección de amarle o no de una vez y para la eternidad; y a los hombres, seres espirituales y materiales, que toman su decisión de amarle o rechazarle a lo largo de su corta vida terrenal.
Mas recordemos que si elegimos amarle, no bastará con un simple sentimiento de gratitud y devoción, por meritorio y piadoso que ello sea, sino que debemos ejercer la caridad con Dios y con el prójimo, pues sólo quien cumple ese mandamiento que nos hace Cristo merece ser amigo suyo e hijo de su Padre. Con el ejercicio constante de la caridad es como marcharemos pisando con seguridad el sendero de vuelta a casa, siguiendo la luz de Cristo, aunque marchemos en medio de un valle de tinieblas.
La conciencia rectamente formada nos auxiliará en cada ocasión a ejercerla, mas la Iglesia en su sabiduría compiló las obras de misericordia hacia el prójimo para enseñar al cristiano. Las corporales para atender a sus necesidades materiales, someter a la carne, y de ese modo ser instrumentos del Señor para que se cumpla el mandato evangélico de que el resto se nos daría por añadidura. Alimentar al hambriento, hidratar al sediento, vestir al desnudo, cobijar al peregrino, cuidar al enfermo, liberar al cautivo y enterrar al difunto.
Y las espirituales, para domeñar al mundo y agradar a Dios. Consolar al triste, dar buen consejo a quien lo necesite, corregir al equivocado, soportar con paciencia los defectos de los demás, enseñar al que no sabe, perdonar las ofensas, y orar por vivos y muertos.
Nuestra vida terrenal es una aventura, apasionante y peligrosa, llena de belleza. Un viaje que debe de ser de crecimiento y mejoría, no un mero deambular, sino con un destino. Hasta alcanzar la madurez del espíritu, con el auxilio de la Gracia, en la entrada en la Casa del Padre por toda la eternidad.
5 comentarios
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Una pequeña anotación,
La plenitud del amor hacia el prójimo nos la señaló en amarlo como ÉL nos amó. "Como a nosotros mismos" es un paso intermedio en la pedagogía in crescendo de Dios, sabedor de que en no pocas ocasiones nos amamos mal a nosotros mismos.
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LA
¿Qué hay más próximo que nosotros? ¿Y de qué modo podemos santificarnos mejor a nosotros mismos (el Bien mayor) que buscando el bien de otro?
LA
¿Qué hay más próximo que nosotros? ¿Y de qué modo podemos santificarnos mejor a nosotros mismos (el Bien mayor) que buscando el bien de otro?
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Exacto querido blogger! Buscando el bien del otro pero no como a nosotros mismos sino como Él lo hizo con nosotros. No se si me explico
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