Sacerdotes mártires valencianos (XX)
José Aparicio Sanz nació en Enguera (no lejos de Játiva) el 12 de marzo de 1893. Piadoso desde la primera infancia, cursó bachillerato en las Escuelas Pías de Valencia, ingresando posteriormente en el colegio de Vocaciones eclesiásticas de San José, y ordenándose en 1916. Fue primeramente destinado a vicario de la pedanía de Benalí, donde reconstruyó el templo y la casa abacial, e instituyó el catecismo infantil. Como coadjutor de Santa María de Oliva le sorprendió la terrible epidemia de gripe de 1918, donde dio muestras de la grandeza de su espíritu, sin dejar de asistir a los enfermos pese a la gran mortandad.
Posteriormente fue párroco de Benifallim y Luchente, pequeños pueblos donde comenzó a mostrar dotes de escritor místico, director espiritual y amante ferviente de la eucaristía (firmaba sus escritos como “centinela de mi sagrario”). Nombrado arcipreste de su pueblo, Enguera, desplegó todas sus dotes pastorales: catequesis de niños y adultos, caridad a los pobres, visita a enfermos y ancianos, dirección de almas y fomento de todo tipo de vocaciones santas. Dejó muchos escritos personales, espirituales, correspondencia con compañeros sacerdotes y feligreses que se encomendaban a su consejo… tras la guerra muchos testimonios que le conocieron coincidían en su altura espiritual y la santidad de su vida y obras. Llegó la revolución en retaguardia tras el 18 de julio de 1936, y don José se escondió en su casa, donde seguía atendiendo a sus feligreses de forma clandestina en lo posible. El 11 de octubre los milicianos lo llevaron junto a su coadjutor al comité marxista local, desde donde fueron trasladados a la checa del seminario de Valencia, y el día 13 llevados a Gobierno Civil y luego a la cárcel modelo de la ciudad. Allí pasó privaciones y hambre, y cayó enfermo. La primera noche confesó a todos sus compañeros de celda y les pidió que perdonasen a sus enemigos. Finalmente, el 29 de diciembre hubo una saca de treinta y cinco prisioneros, veintiocho de Sueca (entre ellos ocho sacerdotes) y siete enguerinos, incluyendo a don José. Su confesor, el padre don Lorenzo, le dio la absolución y le ayudó a vestirse, pues se hallaba en un estado de debilidad extrema. Durante el camino en camión hacia Paterna, sabiendo todos el fin que les esperaba, les exhortó a todos a perdonar y a pensar en el cielo. “No, padre- decían algunos laicos- somos padres de familia y dejan desamparados a los nuestros. Justicia pedimos a Dios”. “No, hijos míos. Dios no faltará a vuestros hijos, pero a vosotros os ha escogido para coronaros de gloria en el Cielo”, contestaba el padre. Gracias a su exhortación, ofrecieron todos su vida por Cristo con el alma en paz. Bajados del vehículo, don José preguntó quien le iba a matar, y le abrazó y perdonó en nombre de todos. Ofreció asimismo su vida por la de los que tuviesen hijos, pero lo rechazaron. Sí le permitieron que, arrodillados todos los cautivos, les bendijera y diera la absolución. Recomendó sus almas, les habló de las dichas de la Gloria eterna y gritó finalmente “¡Viva Cristo Rey!”. Todos lo repitieron, y una descarga acabó con sus vidas. Al final de la guerra sus restos fueron trasladados al cementerio de su pueblo. Tenía 43 años. Posteriormente a su muerte, se comunicaron muchas gracias recibidas tras orar por su intercesión. A modo de epitafio, aquí se reproducen unos versos místicos que escribió en la cárcel en vísperas de su muerte: “Tú que de ejemplo de morir nos diste, Tú que has sido maestro de humildad, Tú que la muerte más cruel sufriste, dame, Señor, serenidad. Que cada bala que en mi cuerpo claven más me aproxime a Ti, Señor; mis heridas sean bocas que te alaben con el místico fuego de tu ardor”.Don Vicente Sicluna Hernández nació en 1859. Estudió en el seminario conciliar de Valencia, ordenándose en 1884. Fue licenciado en Sagrada Teología y maestro y bachiller de artes. La pérdida de los archivos nos veda conocer al mayor parte de su vida apostólica, salvo su último destino, la parroquia de Navarrés, donde despertó mucha veneración por su buen carácter y su celo sacerdotal. Debía haber sido su último destino, pues ya contaba 78 años cuando estalló la guerra. Refugióse en un piso donde fueron a detenerle los milicianos el día 22 de septiembre, apenas conocieron su localización. Don Vicente sumió rápidamente todas las sagradas formas que conservaba sabiendo que serían objeto de profanación en caso contrario, y cuando forzaron la entrada y le sacaron, exclamó “Señor, hágase tu voluntad. Santísimo Cristo, asistidme en mi última agonía”. Llevado al término de Bolbaite, los marxistas le abrieron las puertas de la Gloria con un tiro en la nuca. Posteriormente pasearon su cuerpo al día siguiente por las calles del pueblo en una satánica procesión burlesca, donde le hicieron objeto público de todas las burlas y profanaciones. Posteriormente fue enterrado en el cementerio municipal.
En Burjasot (cerca de Valencia) nació Ramón Martí Soriano en 1902. Provenía de una familia muy modesta, y para poder costearse los estudios eclesiásticos que su vocación pedía, hubo de entrar en el seminario conciliar de Valencia empleándose como fámulo o criado del rector y como oficial del secretario. Se ordenó en 1926. Su director espiritual durante los años de seminario testificó con estas palabras: “estaba animado por un espíritu de piedad nada común. Era afable, bondadoso y servicial. Inclinado a las prácticas de piedad, dócil con los superiores, cariñoso con sus iguales, simpático y caritativo con todos”. Nombrado coadjutor de Vallada, sobrellevó con paciencia el deterioro del párroco, hombre muy anciano, y enfermo tanto de cuerpo como de mente, lleno de excentricidades y cambios de humor. Don Ramón llevó la parroquia y le atendió caritativa y pacientemente como enfermero y amigo, más que como ayudante. Destacó en su labor como propagador del catecismo, pero sobre todo, por su ardiente celo por los pobres, los enfermos y los obreros. Fundó el Sindicato de la Virgen de los Desamparados para unir y auxiliar a los trabajadores, que incluía una escuela nocturna gracias a la cooperación de las religiosas trinitarias de la localidad, ganándose la enemistad tanto de los patronos cuyos beneficios perjudicaba, como de los sindicatos marxistas a los que disputaba la lealtad de los obreros. Vivía con gran austeridad (de hecho, sus tres hermanas trabajaban para sostenerse y sostenerle, cuando en la época solían ser los curas los que mantenían a sus hermanas solteras), sin por ello dejar de donar generosamente a enfermos y menesterosos. En una ocasión se enteró su madre de que asistía en secreto a un leproso, y le pidió que dejara de hacerlo, por el peligro de contagio y la repugnancia que tenían sus hermanas. “Madre, olvida usted que antes soy sacerdote que hijo”, respondió él. En la Pascua de 1936, el alcalde rojo que había ganado las elecciones, le expulsó del pueblo. Fue transferido a su pueblo, Burjasot, donde atendió como capellán de las monjas trinitarias, viviendo con una hermana casada. Poco después de la revolución que estalló tras el Alzamiento, el convento fue clausurado, y las monjas dispersas. Don Ramón quedó en casa de su cuñado, rezando los oficios diarios, pero se negó a quitarse la sotana, y ocultarse, pese a los ruegos de sus familiares. “Es muy doloroso lo que puede suceder, pero hemos de pasarlo, porque así Dios lo quiere”, les contestaba. Parecía buscar el martirio, y el 27 de agosto, cuando cuatro milicianos se lo llevaron detenido, les dijo “Yo no reniego de Dios. Soy católico, apostólico y romano, y si el hecho de ser sacerdote es un delito, podéis matarme cuando gustéis”. Todos los miembros del comité lo conocían, y algunos incluso habían sido compañeros de juegos en la infancia, de modo que buscaron el modo de salvarle la vida: “Si reniegas de Cristo y de tu condición de cura, te perdonaremos, y te daremos un empleo en el ayuntamiento, para que puedas mantener a tu familia. De lo contrario, ya sabes lo que toca”. Le presionaron, pero él rechazó apostatar. Entonces comenzaron a propalar por el pueblo que había manifestado deslealtad por la república. Cuando su hermana fue a llevarle comida esa noche le dijo, “sólo dije que estoy a las órdenes de mis superiores en lo que se refiere a la conciencia. En lo demás, soy libre. No hagáis nada para sacarme. Sobre todo, lo importante es salvar mi alma”. El día 28 por la noche, un camión se lo llevó junto a otros detenidos. Durante el camino volvieron a insistir: “reniega de lo que has dicho y salvas la vida”. “Nunca renegaré”. En la cuneta de la carretera a Bétera fue ametrallado, y enterrado con los otros ejecutados en una fosa común. Al día siguiente su hermana fue a intentar localizar el cadáver. Halló su pañuelo manchado de sangre y al ver su cuerpo en la zanja dijo “ya has conseguido lo que querías”. Tenía 35 años.
Don Salvador Gomar Belo nació en 1866. Estudió en el seminario conciliar de Valencia, y se ordenó en 1891. Durante muchos años fue beneficiado de la iglesia colegial de Gandía. También desde joven comenzó a padecer de su salud, por problemas de corazón. Cuando estalló la guerra en julio de 1936, apenas asistía ya a actos de culto, y vivía apartado en una modesta casita de campo, donde se movía con dificultad, por tener la piernas edematosas y los pulmones encharcados. Los milicianos asaltaron varias veces su vivienda, destrozando las imágenes piadosas y el oratorio. En una ocasión le preguntaron en son de burla “¿qué oficio hace usted?”, “yo soy sacerdote, por la Gracia de Dios”, les respondió. El día 6 de septiembre le sacaron de su casa, trasladándole a un molino. Por fin, el 24 del mismo mes, durante la madrugada, los milicianos del cercano pueblo de Rafelcofer lo sacaron a golpes y maltratos de palabra y obra, sin respeto alguno por sus muchos años y su enfermedad. Llegados a un lugar llamado la Pedrera, lo bajaron, y se burlaron de él, diciéndole que si podía correr y esconderse, le dejarían ir. El pobre inválido apenas pudo dar unos cuantos pasos con dificultad antes de ser acribillado. Su cadáver fue trasladado al cementerio de Gandía. Tenía 71 años.
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Ruego a los lectores una oración por el alma de estos y tantos otros que murieron en aquel terrible conflicto por dar testimonio de Cristo. Y una más necesaria por sus asesinos, para que el Señor abriera sus ojos a la luz y, antes de su muerte, tuvieran ocasión de arrepentirse de sus pecados, para que sus malas obras no les hayan cerrado las puertas de la vida eterna. Sin duda, los mártires habrán intercedido por ellos, como lo hicieron antes de morir.
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La vida y martirio presbiteriales aquí resumidas proceden de la obra “Sacerdotes mártires (archidiócesis valentina 1936-1939)” del dr. José Zahonero Vivó (no confundir con el escritor naturalista, y notorio converso, muerto en 1931), publicada en 1951 por la editorial Marfil, de Alcoy.
Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la Justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, persigan y, mintiendo, digan todo mal contra vosotros por causa mía. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los Cielos. Pues así persiguieron a los profetas antes que a vosotros;
Mateo 5, 9-12
5 comentarios
Tengo devoción a dos mártires también valencianos. José María Corbin, valenciano, laico, de 22años, al que buscaron expresamente en Santander para asesinarlo. Y Arturo Ros, de Vinalesa, padre de familia numerosa, al que tuvieron que asesinar , arrojándolo a un pozo ardiendo, vecinos de otros pueblos pues del suyo se negaban .
Esta es la riqueza espiritual de sus familias y de todos los cristianos. Un cordial saludo.
Desconozco el porqué de que si siendo mártir va directamente al cielo, hay largos procesos para su canonización. Gracias, si alguien pudiera explicarlo.
¡Mártires del Señor, que gozáis de la visión beatífica por la eternidad, rogad por nosotros!
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