El matrimonio cristiano (y III). Errores del modernismo sobre el matrimonio. Divorcio. Aborto. Obligaciones de la autoridad respecto al matrimonio.
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Falsedad de la filosofía modernista sobre el matrimonio
Es característico de la filosofía modernista y sus hijos el despreciar la acción salvífica que también sobre el matrimonio ejerció Cristo. Deseosos de sacudirse cualquier obligación, rechazan la naturaleza completa del matrimonio cristiano, aludiendo a una falsa libertad, que es simplemente permisión para el pecado y deseo de que las familias desoigan el mandato divino (AD, 10).
Por ello se han empeñado desde hace mucho en arrebatar el matrimonio del imperio de la Iglesia y reducirlo a las cosas profanas y las leyes civiles, sometiéndolo así a los estados, que procuran ignorar cuidadosamente cuanta sabiduría de siglos han aportado las leyes eclesiásticas al matrimonio, inspiradas por el Espíritu Santo desde la institución sacramental del mismo por el propio Jesucristo (AD, 10; CC, 3; CC, 29).
La filosofía naturalista afirma que el matrimonio es mera convención humana, como anterior a la Iglesia, y por tanto mundana, y que si en el pasado la Iglesia dictó normas sobre el mismo fue por la aquiescencia o delegación de los príncipes civiles (AD, 11; CC, 18; CC, 29). Los más exaltados opinan que no hay ley natural fatal (HV, 8) salvo la facultad de engendrar la vida y el impulso vehemente de saciar dicha necesidad, del modo que sea. Los más templados reconocen en la naturaleza del hombre cierto germen que inclina al vínculo estable como forma de darle dignidad a dicha unión, pero germen insuficiente, pues el matrimonio proviene del concurso de diversas causas, pura invención de la mente y voluntad humanas (CC, 18).
Mas, si Dios ha creado al hombre, y al matrimonio, ¿cómo no ha de ser sacro desde el inicio, puesto que no es recibido por ley humana sino que se halla en la naturaleza de los hombres antes de cualquier civilización? Por tanto, como ya afirmaron Inocencio III y Honorio III, el sacramento del matrimonio se halla presente en fieles e infieles, aunque en estos últimos de forma prefigurada, y es por ello que entre los pueblos antiguos más civilizados fuese lo más común que se celebrase con ritos religiosos, y presentase un algo sagrado. Igualmente, por ser el matrimonio institución natural de origen divino, aun entre los infieles, entre los que no existe sacramento, su naturaleza indisoluble persiste, independientemente del poder civil que lo regule, como expresaba Pío VI en su carta al obispo de Agra (Rescript. ad Episc. Agriens. 11 de julio de 1789) (AD, 11; CC, 3; CC, 11; CC, 30).
Asimismo, a lo largo de la historia, la Iglesia ha emitido todo tipo de admoniciones y consejos sobre el matrimonio, sin importarle lo que pensaran los poderes de la tierra, sino únicamente el mandato de Dios. De hecho, la Iglesia ha mantenido sus mismas enseñanzas cuando ha sido perseguida por poderes que deseaban aplastarla, desde los emperadores romanos hasta los dictadores comunistas (véanse los concilios de Iliberis, Arelate, Calcedonia y Milevitano II) (AD, 11). Y cuando los poderes terrenos se convirtieron al cristianismo, explícitamente reconocieron a la Iglesia la potestad para informar las leyes civiles con sus normas sobre el matrimonio, como afirman en sus decretos Honorio, Teodosio II o Justiniano. El concilio de Trento (sesión 24) confirmó la legitimidad de la Iglesia para establecer las condiciones del matrimonio, así como la de sus tribunales para ver las causas matrimoniales (AD, 11; CC, 3).
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Errores del positivismo acerca del matrimonio
El positivismo intenta separar el concepto de contrato del de sacramento, reservando al poder civil el primero, y a la Iglesia el segundo (AD, 11 y 13; CC, 29).
De los errores del naturalismo provienen las perniciosas conclusiones que el positivismo afirma: que al deberse las normas del matrimonio a la voluntad de los hombres, pueden ser establecidas, abrogadas y modificadas por esa misma voluntad, cambiantes en el tiempo. O que la capacidad generativa de los hombres es aquello verdaderamente sagrado, y se extiende más y por fuera del propio matrimonio, igualando el amancebamiento al honesto connubio, e inventando todo tipo de variantes del auténtico matrimonio (el de prueba o temporal, la unión libre que excluye la fidelidad, aquel que excluye la generación por mutuo acuerdo, y otras parodias semejantes del verdadero matrimonio), pretendiendo además, que las leyes sanciones tales monstruosidades (CC, 19).
Matrimonio es tanto contrato como sacramento, pues es pacto entre hombre y mujer creado por Dios y sancionado por el mismo Cristo; imposible es, pues, despojar de su sacralidad al matrimonio sin pervertir su naturaleza y obrar contra Dios, que providencialmente ha dispuesto todo en su máxima perfección (AD, 11 y 13). El matrimonio es “vínculo de unión suma con que se ligan entre sí el marido y la mujer” (AD, 11), es decir, contrato; pero además “es signo sagrado y eficiente de Gracia, e imagen de la unión mística de Cristo y su Iglesia”, es decir, sacramento. Por tanto, entre cristianos todo matrimonio válido es en sí contrato y sacramento, y tratar de separar ambos es imposible (AD, 11). Por tanto, aquellos católicos que por motivos ideológicos o prácticos contraen únicamente matrimonio civil, rechazando o al menos difiriendo el sacramental, eligen una opción inaceptable para la Iglesia, y no pueden ser admitidos a sacramentos. Es cierto que al buscar el reconocimiento público del estado, dichas parejas muestran su disposición a asumir los derechos y obligaciones del estado conyugal, y no se pueden equiparar a otras uniones, pero para restablecer la coherencia entre su fe y su estilo de vida, la acción pastoral se encaminará a hacerles entender que deben regularizar canónicamente su situación (FC, 82).
Más allá de los beneficios de la procreación para el género humano, otros muchos beneficios procura el matrimonio a la salud y felicidad de los cónyuges: por la ayuda mutua en el remedio de las necesidades, por el amor fiel y constante, por la comunidad de todos los bienes y por la gracia celestial que brota del sacramento (AD, 14). La institución matrimonial es un medio eficacísimo en orden al bienestar familiar, ya que los matrimonios, siempre que sean conformes a la naturaleza y estén de acuerdo con los consejos de Dios (santidad, unidad y perpetuidad, de los que proviene su eficacia), robustecen la concordia entre los padres, aseguran la buena educación de los hijos, moderan la patria potestad con el ejemplo del poder divino, inculcan el cumplimiento de los deberes y hacen obedientes a los hijos para con sus padres (AD, 14). De ciudadanos que se crían con tales principios, no se puede sino esperar obediencia y respeto por las autoridades que, como los padres, les enseñan a obrar el bien, amar a las personas y a respetar las leyes (AD, 14).
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El divorcio
Despojado el matrimonio de las virtudes cristianas por el naturalismo, queda encomendada su bondad a la mera honestidad natural, que- por la debilidad provocada por el pecado original- queda pronto sometida a la tiranía de las pasiones. Ello repercute no sólo en la debilidad de los matrimonios y familias, sino también de las sociedades, con ciudadanos criados sin el amor y la disciplina para cumplir los deberes éticos que la comunidad política demanda (AD, 15). En esa situación, los hombres consideran las cargas y obligaciones del matrimonio como yugo insoportable, y demandan de las leyes que se pueda romper el vínculo del matrimonio, contrato meramente humano, cuando la incompatibilidad de caracteres, el mutuo consenso, la violación de la fidelidad o la discordia lo aconsejan (AD, 15; CC, 29 y 32). Muchos creyeron erróneamente que para resolver la corrupción de las costumbres y la degradación de la convivencia conyugal por el alejamiento de Dios, la ley de divorcio sería la solución (AD, 16). Aducían que las causas del divorcio podían ser subjetivas (por vicio o culpa de los cónyuges) u objetivas, en las condiciones que hacían más dura e ingrata la vida común; que era por bien de los cónyuges, pues uno sería inocente y tendría por ello derecho a separarse, por bien de los hijos, a los que se apartaba de los malos ejemplos de la discordia doméstica, o por el bien común de la sociedad, por apartar los matrimonios que no cumplían su fin natural y evitar los crímenes que los problemas graves de convivencia podían acarrear (CC, 32).
Los males que el divorcio lleva consigo son: la sospecha permanente de una posible separación provoca la inestabilidad del pacto conyugal; se debilita la benevolencia mutua, el mutuo afecto y la comunión de bienes; se ofrecen peligrosos incentivos a la infidelidad; se malogra la asistencia, reconocimiento, protección y educación de los hijos; se da pie a la disolución de la sociedad doméstica; se siembran las semillas de la discordia y las disensiones entre parientes y familias; se empequeñece y se deprime la dignidad de las mujeres, que corren el peligro de verse abandonadas así que hayan satisfecho la sensualidad de los maridos. (AD, 17; CC, 34). “Y puesto que, para perder a las familias y destruir el poderío de los reinos, nada contribuye tanto como la corrupción de las costumbres, fácilmente se verá cuán enemigo es de la prosperidad de las familias y de las naciones el divorcio, que nace de la depravación moral de los pueblos, y, conforme atestigua la experiencia, abre las puertas y lleva a las más relajadas costumbres de la vida privada y pública. Y se advertirá que son mucho más graves estos males si se considera que, una vez concedida la facultad de divorciarse, no habrá freno suficientemente poderoso para contenerla dentro de unos límites fijos o previamente establecidos. Muy grande es la fuerza del ejemplo, pero es mayor la de las pasiones: con estos incentivos tiene que suceder que el prurito de los divorcios, cundiendo más de día en día, invada los ánimos de muchos como una contagiosa enfermedad o como un torrente que se desborda rotos los diques” (AD, 17).
La legislación del divorcio, obviando la naturaleza del matrimonio, tanto religiosa como sacramental, provoca la malicia, los engaños, las injurias y los adulterios. La deshonestidad privada impune no puede sino causar la deshonestidad pública, ahora ya tolerada, arrastrando a la ruina social (AD, 18).
Asimismo, por todos los medios, la cultura occidental hija del modernismo filosófico ha atacado, devaluado y ridiculizado el matrimonio sacramental, mientras divorcios, adulterios y todo tipo de vicios torpes son disculpados, presentados como normalidad e incluso ensalzados, supuestamente como productos del ingenio humano o de la ciencia que no es sino falsa ciencia (CC, 16). Otros, los partidarios del término medio y del entendimiento constante con el Mundo, arguyen que, para mejor defender el matrimonio, conviene rebajar en algo los preceptos de la ley natural y divina. Estos últimos no son, sin embargo, otra cosa que los “emisarios más o menos conscientes de aquel insidioso enemigo que siempre trata de sembrar la cizaña en medio del trigo (Mt 13, 25)” (CC, 17).
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El magisterio católico contra el divorcio desde la Iglesia primitiva. Indisolubilidad matrimonial
Desde los primeros tiempos, la Iglesia se ha pronunciado en numerosas ocasiones a lo largo de la historia contra las leyes del repudio y el divorcio: San Jerónimo, Epist. 79, ad Ocean; San Ambrosio, 1.8 sobre el c.16 de San Lucas, n.5; San Agustín, De nuptiis c.10. Concilio Tridentino, ses.24 can.5 y 7. Concilio Florentino e instrucción de Eugenio IV a los armenios; Benedicto XIV, constitución Etsi pastoralis, de 6 de mayo de 1742. C.7 De condit. Apost. Pío VI, epístola al obispo lucionense, de 28 de mayo de 1793; Pío VII, encíclica de 17 de febrero de 1809 y constitución de fecha 19 de julio de 1817; Pío VIII, encíclica de 29 de mayo de 1829; Gregorio XVI, constitución del 15 de agosto de 1832; Pío IX, alocución de 22 de septiembre de 1852 (AD, 19).
La ley única de Dios “no separe el hombre lo que Dios ha unido” (Mt 19, 6) permanece inalterada. Y si se contraviniera, el propio Salvador advierte del pecado en que se incurre: “cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera; y el c¡que se casa con la repudiada del marido, adultera” (Lc 16, 18). No olvidemos que estas disposiciones se establecen aún antes de la existencia del matrimonio canónico, por lo cual afectan también al natural (si es verdadero matrimonio, y no mero concubinato).
Lo mismo confirmó el Concilio de Trento cuando afirmó “si alguno dijere que el vínculo matrimonial puede desatarse por razón de herejía, o de molesta cohabitación, o de ausencia afectada, sea anatema” (sesión 24, c.5), y “si alguno dijere que yerra la Iglesia cuando, en conformidad con la doctrina evangélica y apostólica, enseñó y enseña que no se puede desatar el vínculo matrimonial por razón de adulterio de uno de los cónyuges, y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio causa para el adulterio, puede contraer nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge, y que adultera tanto el que después de repudiar a la adúltera se casa con otra, como la que, abandonando al marido, se casa con otro, sea anatema” (sesión 24, c.7). Por ello se afirma con seguridad que el vínculo matrimonial válido no se puede desatar ni aún en razón de adulterio. Mucho menos por otras causas más fútiles que en ocasiones se suelen alegar (CC, 33).
La indisolubilidad matrimonial ha sido confirmada por todos los concilios y sínodos recientes, pese a vivir inmersa la Iglesia en una cultura que se mofa del compromiso de los esposos a la fidelidad (FC, 20).
Las razones que se aducen para atacar la indisolubilidad matrimonial, fácilmente se resuelven en los casos extremos con la figura canónica de la separación imperfecta de los esposos, obligando a las leyes eclesiásticas y civiles a indagar las causas de dicha separación y proveer salvaguarda al hogar y a los hijos, evitando los peligros que recaigan sobre aquellos (CC, 34). Siempre será un remedio extremo, a emplear únicamente cuando todos los intentos razonables hayan sido inútiles (FC, 83)
Aquellos cónyuges abandonados por la permisividad de las leyes divorcistas, que por la fuerza de la fe y la esperanza cristianas no han pasado a una nueva unión, dan un gran testimonio de fidelidad, y merecen el reconocimiento de los pastores y fieles de la Iglesia (FC, 20; FC, 83).
Por el contrario, hay muchos católicos que tras la separación contraen nueva unión, matrimonial civil o de hecho. La Iglesia ha de acogerles, rezar por ellos y buscar del modo más conveniente que se integren en la vida eclesial, distinguiendo bien entre aquellos inocentes y los culpables de la ruptura sacramental, pero no puede admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que impiden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Asimismo, si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio (FC, 84). La reconciliación en el sacramento de la penitencia a los separados y recasados puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios (como, por ejemplo, la educación de los hijos) no pueden cumplir la obligación de la separación física en la unión ilegítima, asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos. Ningún pastor podrá, asimismo, practicar entre divorciados ceremonias de cualquier tipo, por el riesgo de ser tomadas como nuevas nupcias sacramentalmente válidas (FC, 84). También quienes se han alejado del mandato del Señor y viven en tal situación pueden obtener de Dios la gracia de la conversión y de la salvación si perseveran en la oración, en la penitencia y en la caridad (FC, 84).
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El aborto
La perversidad llega a inducir a los esposos que no desean prole a procurar su muerte antes del alumbramiento. Unos la justifican en el mero deseo de los padres, otros en causas supuestamente graves de tipo médico, social o eugenésico. Todos piden la permisión legal de la práctica. La muerte del inocente siempre es un crimen gravísimo y un pecado mortal, trasgresión directa del quinto mandamiento “¡No matarás!”. Es imposible justificar dicho homicidio, pues tan sagrada es la vida del hijo como la de la madre, en el riesgo para aquella; ni se puede invocar el derecho a la defensa contra un injusto agresor (¿quién podrá llamar injusto agresor a un niño inocente?); ni existe el caso del llamado derecho de extrema necesidad. Tampoco el supuesto fin bueno social justifica el crimen, pues no podemos hacer males para que vengan los bienes, en palabras de san Pablo (Rom 3, 8). La vida desde su concepción ja de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables (GS, 51; FC, 30).
Las autoridades no pueden jamás olvidar que es obligación suya defender del fuerte al inocente y al débil, entre los cuales, sin duda, tienen el primer lugar los niños no nacidos. Si en cambio prefieren abandonarlos, o aún entregarlos a otros para su muerte, recuerden que Dios es juez y vengador de la sangre inocente, que desde la tierra clama al cielo (Gen 4, 10) (CC, 23).
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Obligaciones de la autoridad con respecto al matrimonio
Quiso Nuestro Señor Jesucristo que la potestad eclesiástica y la civil estuviesen claramente diferenciadas y libres, con sus facultades propias ejercidas sin impedimentos. Pero también quiso que entre ambas reinase la unión y la concordia, para mejor servicio a su pueblo y beneficio mutuo. Su cooperación sirve al Bien Común, por eso la legislación debe atender a las enseñanzas de la Iglesia sobre el matrimonio (AD, 22; IM, 8).
La Iglesia ha tendido la mano a la potestad civil para, iluminándole con sus consejos para, cooperando a llevar a los hombres a la virtud por medio de las leyes, también refuerza la autoridad propia de esta, contribuyendo al orden y la concordia social (AD, 23).
La autoridad tiene el derecho y el deber de impedir y reprimir las uniones torpes que se oponen a la razón y la naturaleza, como el amancebamiento (CC, 4). Ninguna ley humana puede privar a un hombre del derecho natural y originario de casarse, ni negar en manera alguna la razón principal de las nupcias, establecida por Dios desde el principio: “creced y multiplicaos” (CC, 4). El poder civil ha de considerar obligación suya sagrada reconocer la verdadera naturaleza del matrimonio y de la familia, protegerla y ayudarla, asegurar la moralidad pública y favorecer la prosperidad doméstica (CC, 4). Asimismo, los pastores y laicos procurarán que las autoridades públicas establezcan disposiciones que impidan que el pueblo menosprecie la importancia institucional del matrimonio y la familia, apoyando a aquellos contrayentes con dificultades, fuesen económicas o sociales (FC, 81).
Algunos, solícitos a los fines de diseño, eugenésicos y sociales, abogan porque las autoridades prohíban por ley contraer matrimonio, e incluso la mera ejecución del acto germinativo, a quienes juzgan habrían de engendrar hijos defectuosos por razón hereditaria, aunque sean aptos para ello. Llegan en su afán a pretender impedirlo de modo físico por medio de intervenciones médicas, atribuyendo a las potestades civiles una facultad que jamás tuvieron ni pueden tener. Hay que recordar que más santa es la familia que el Estado, y que los hombres no se engendran principalmente para su tiempo y su tierra, sino para el cielo y la eternidad. La autoridad terrena no tiene legitimidad para impedir, legal o físicamente, la unión de aquellos que fuesen aptos para el matrimonio, no importa que bienes sociales se invoquen (CC, 24).
La más alta investidura para gobernar y aconsejar sobre los mejores medios para proveer a los matrimonios de los más fecundos bienes la quiso otorgar Dios a su Iglesia. Como no únicamente de bienes materiales se sostiene el matrimonio, la autoridad civil debe cooperar en buena armonía con la religiosa, para juntos evitar la entrada en el matrimonio de las enseñanzas erradas sobre el mismo y auxiliar a los cónyuges a llevar a cabo la tarea social tan importante que cumplen, protegiendo a los matrimonios y a la sociedad de los males que acarrea no cumplir las prescripciones naturales y reveladas (CC, 48). No hay mejor manera que la de poner por ley positiva aquellas disposiciones sobre el sacramento que la Iglesia enseña, pues no son pocos los que toman aquello legal por moralmente lícito. Tal cooperación en nada desmerece la plena libertad y derechos que Nuestro Señor Jesucristo quiso para potestad civil y religiosa en cada uno de sus respectivos campos (CC, 49).
Cuando falta este sometimiento a la Verdad y esta cooperación con la Iglesia, pueden verse abominaciones como las de la propia potestad apartando a los niños del mensaje evangélico (IM, 4). Muy al contrario, debe salvaguardar el derecho de los padres a procrear y educar en el seno de la familia a sus hijos. Se debe proteger con legislación adecuada y diversas instituciones (GS, 51)
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La familia ante los desafíos del modernismo
El triunfo del modernismo y sus principios en Occidente, y en buena parte del mundo, ha supuesto en el último siglo una acometida amplia, profunda y rápida de la sociedad y de la cultura en las familias cristianas. Mientras unas han permanecido firmes en la fidelidad a los valores de la institución, otras se ven asaltadas por las dudas, desanimadas ante las dificultades, o incluso se ven impedidas para ejercer sus derechos fundamentales por situaciones de injusticia (FC, 1).
El triunfo del modernismo sitúa a la sociedad en un momento de la historia donde muchas fuerzas tratan de destruir o deformar a la familia; la Iglesia proclama el designio de Dios sobre el matrimonio, testimoniando su vitalidad, y su contribución a la renovación de la sociedad y el Pueblo de Dios (FC, 4). Las familias tienen la exigencia de formarse en esta materia (FC, 3).
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LA
¿Y quién dice que no?
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LA
Estimado Miguel: si Marcos Horacio se refería, como usted parece interpretar, al tópico "¿cómo saben estas cosas los curas si no se casan ni tienen hijos?" hay tres respuestas que dar desde la comunidad católica:
1) Los documentos magisteriales no expresan opiniones particulares (menos aún las del papa que los firma), sino desarrollos catequéticos, teológicos y pastorales de las verdades de fe. Por decirlo en corto, aquello que Dios nos enseña para llevar una vida más santa. Es decir, que las encíclicas nos transmiten la enseñanza firme de la Iglesia, adaptada al lenguaje y necesidades de cada época, y en última instancia, las verdades naturales y divinas. Y Dios omnisciente por supuesto que sabe infinitamente sobre el ser humano y el matrimonio.
2) En dialéctica, es un recurso pobre el argumento ad hominem (que, como he dicho antes, además es erróneo en este caso). Las razones serán o no verdaderas, y habrá que argumentar con pruebas y razonamientos si lo son o no. Independientemente del sujeto que las enuncie. Es el ABC de la ciencia y la lógica. Por eso, no hace falta que un psiquiatra haya sufrido personalmente de neurosis, psicosis, depresión, ansiedad o trastorno de la personalidad para conocer en profundidad esas patologías y poder ayudar a los que las sufren.
3) Por último, y descendiendo ya a un nivel más básico, para tratar con personas que directamente rechacen a Dios y a la autoridad de la Iglesia (y al razonamiento, diría yo), se puede afirmar que cuando un papa publica una encíclica, máxime en un asunto de tanta importancia personal y social como este, en primer lugar se basa en la experiencia de la Iglesia durante 20 siglos, con todos sus documentos previos, con mandatos bien probados en la realidad. Asimismo, se asesora con expertos tanto en teología como sociología. Entre ellos hay por supuesto laicos con experiencia matrimonial. Pero ello es irrelevante, porque su experiencia podría haber sido mala y por ello, subjetivamente, errar en la enseñanza.
Un saludo.
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LA
La doctrina no está alejada de la realidad. Empezando porque esa debe ser la virtud de todo cristiano, en su matrimonio, en su noviazgo, en su soltería, en la educación de sus hijos.
Si la vida de fe y la vida matrimonial son coherentes, no hay error, no hay pecado. Al final, muy importante es la vida familiar y conyugal, pero, como todo lo demás, está sometida a Dios, que es el Bien absoluto.
Los problemas particulares se tratan con pastoral particular, y para eso está el derecho canónico y la prudencia de los directores espirituales y los confesores.
Pero la doctrina no puede cambiar, pues es enseñanza divina directa. Nuestra tarea es enseñar la Verdad, no consumir nuestro tiempo tratando de rebajarla.
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