Sacerdotes mártires valencianos (IX)
Miguel Bataller Sirerol nació en 1885 en Monitchelvo, un pequeño municipio del Valle de Albaida, no lejos de Játiva, aunque su familia era del vecino pueblo de Castellón de Rugat, donde nació el 14 de marzo de 1887 su hermano Joaquín Bataller Sirerol. A temprana edad ambos manifestaron a sus padres el deseo de ingresar en el seminario. Estos deseaban que al menos el mayor concluyera el bachillerato, pero finalmente ambos ingresaron en el Seminario conciliar de Valencia, donde se ordenaron sacerdotes: Miguel en 1909 y Joaquín en 1910.
El mayor fue nombrado coadjutor de Beniarrés (no lejos de su pueblo natal), donde destacó por su celo en la formación espiritual de los jóvenes a los que preparaba frecuentes ejercicios espirituales (y por una quema pública de lecturas perniciosas que dio que hablar en su momento). Unos años más tarde fue destinado a Castellón de Rugat. Joaquín, que se había doctorado en Sagrada Teología, fue nombrado párroco de Beniatjar (también junto a su pueblo), donde destacó por sus dotes de predicación, su cuidado de la liturgia y por haber inventado las llamadas “fiestas catequéticas”, con las que atraía a los niños en edad de comulgar. También escribió varios opúsculos de divulgación religiosa, entre los que fue muy celebrado uno titulado “¡El problema más urgente del catolicismo!”
Ambos hermanos, acompañados de su madre, se trasladaron a Valencia en 1920. Ejercieron el cargo de directores espirituales en el Colegio de los Hermanos Maristas. Preocupados por la formación moral de los estudiantes, y advirtiendo que precisamente los universitarios carecían de colegio religioso en la ciudad, fundaron una “Residencia católica universitaria”. El beato padre Basté, un célebre jesuíta barcelonés, desplegó gran celo en la formación y conversión desde su puesto de director del Patronato de la Juventud Obrera en las primeras décadas del siglo XX. Llevó a cabo muchas iniciativas sociales, entre las que se cuentan academias, veladas literarias, colonias escolares, la creación de una “Casa de los obreros católicos” así como numerosas iniciativas deportivas, entre las que destacó la creación del club deportivo Gimnástico Patronato, uno de los dos clubes de cuya fusión surgió el actual Levante Unión Deportiva S.A.D. Para una de sus iniciativas, el colegio para estudiantes externos con pocos recursos “Parque-escuela”, puso al frente a Joaquín Bataller, que cumplió su labor encomiablemente.
La proclamación de la Segunda República española y la nueva constitución laicista provocó la expulsión de todas las órdenes religiosas de la enseñanza. Los hermanos Bataller idearon crear un nuevo colegio, oficialmente seglar- para cumplir la letra de la ley- pero de espíritu completamente católico, y así nació el “Colegio internado Malvarrosa”, oficiosamente llamado del Sagrado Corazón, del que fueron fundadores y co-directores. Toda esta intensa y prolífica actividad en favor de la evangelización y formación de los jóvenes salió adelante gracias a su tesón, entusiasmo y sus contactos entre la burguesía valenciana, a la que persuadían una y otra vez en donar dinero para escuelas, colegios y residencias.
Su nombradía en la ciudad no podía quedar impune para los enemigos de Cristo que desencadenaron la revolución tras el estallido de la guerra civil en julio de 1936. El día 23 un piquete de milicianos incautaron el colegio, y obligaron a permanecer allí, vigilados e incomunicados, a los dos directores, su hermana Asunción y dos profesores más. Tras votar los milicianos “democráticamente”, entre la ejecución o liberación de los retenidos, fueron finalmente puestos en libertad el día 29. Los dos sacerdotes regresaron a su pueblo, Castellón de Rugat, donde se presentaron al comité, como se les había ordenado. El presidente les preguntó si venían en son de paz o guerra, a lo que contestaron “nosotros somos pacíficos y no ofendemos a nadie. No se preocupe por nosotros, que no enturbiaremos la tranquilidad del pueblo”. La paz la rompieron los milicianos del comité un mes después, cuando se ordenó buscar a los sacerdotes. Al correrse el rumor, estos aprovecharon la noche del 8 de septiembre para esconderse en la casa de un vecino. Los testigos dicen que allí prepararon incesantemente su espíritu para el martirio. Al día siguiente los milicianos se llevaron al cura párroco, al que asesinaron, y registraron infructuosamente la casa de los Bataller.
El día 10, gracias a una denuncia anónima, asaltaron la casa del vecino, llevándose a los dos sacerdotes entre amenazas y blasfemias. Al subirlos al vehículo, los dos hermanos les dijeron: “sabemos a dónde nos llevan; con todo, les perdonamos y damos un abrazo”. Junto a varios seglares del pueblo, fueron trasladados al pueblo de Genovés, junto a Játiva. Llevados al ayuntamiento, el comité preguntó a los captores “de estos, ¿qué tenéis que decir?”; ellos contestaron: “nada. Pero son sacerdotes, y basta”. Ni siquiera se intentó inventar un cargo. Como Cristo, murieron por dar testimonio de la Verdad. Allí se despidieron de su hermana, a la cual Miguel dio su medalla de seminarista, diciéndole “ruega mucho por nosotros”. Ambos hermanos fueron trasladados a otro pueblo, Benigánim, desde donde, unidos a otros seis detenidos más fueron finalmente llevados a las tapias del cementerio de Genovés, a eso de las cinco de la tarde. En esa hora suprema, Joaquín dijo “señores, es hora de reconciliarse con Dios; quién lo quiera hacer sepa que aquí hay dos sacerdotes”. Se confesaron todos, y cuando los verdugos iban a disparar, Joaquín pidió que le asesinaran en último lugar, para asistir a sus hermanos en la hora de su muerte, diciéndoles a cada uno “de aquí a un momento, en el cielo”. Antes de recibir la última descarga, dijo a los milicianos “pensad que hay un Dios que os va a juzgar”. Se dio la circunstancia de que pese a los varios impactos, no murió, y fue dejado allí por sus asesinos; logró moverse hasta el cuerpo de su hermano Miguel. A la mañana siguiente, un carretero que pasaba vio la macabra escena. No atreviéndose a llevárselo, por temor a la represalia, le movió a la sombra y volvió al pueblo apresuradamente. Al correrse la voz, las empleadas de una fábrica cercana se acercaron a los abatidos, y oyeron todavía al herido, ya desangrado, repitiendo “tened fe y creed en un Dios que os ha de salvar”. Llegó también al poco un miliciano, y al comprobar que el moribundo era sacerdote, le disparó un tiro en la nuca, poniendo fin a su vida. Los cuerpos fueron enterrados en una fosa común en el cementerio de Genovés, y tras la guerra desenterrados, identificados y sepultados en un panteón por los caídos en Castellón de Rugat. Miguel tenía 51 años y Joaquín 49.
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José Llorens Martínez nació en Sagunto el 18 de octubre de 1885, de familia muy piadosa. Ingresó en el Colegio de Vocaciones Eclesiásticas de san José, en Valencia, a los diez años de edad. Ordenose de presbítero en 1909. Tuvo varios destinos como coadjutor en sus primeros años: Pedralba, Benaguacil, Puebla de Vallbona, y luego como párroco, en Estivella, el año 1919. Ganó fama de jovial, alegre y amistoso, desprendido de sus bienes y muy preocupado por sus feligreses, que allí donde estuvo siempre le quisieron. En 1935 fue nombrado párroco de Alboraya, cerca de Valencia ciudad. Al estallar la revolución marxista en retaguardia, en julio de 1936, muchos cristianos del pueblo se disputaron esconderle en sus casas. Tras cambiar de refugio en varias ocasiones (incluyendo casas de campo), don José temió comprometer la seguridad de sus benefactores, y decidió regresar a su pueblo. Presentado al comité de Sagunto, fue puesto en libertad, y se escondió en casa de su hermano Gabriel. Allí fueron a prenderles el día 19 de agosto de 1936, siendo ambos encerrados en “Grupo Escolar Antonio Chabret”, junto a otros 41 detenidos. Según varios testimonios, confesó y confortó a todos cuantos se hallaban allí presos. El día 26 de agosto los milicianos les maniataron y los subieron a un autobús, diciéndoles que se los llevaban a Valencia. Al ver que tomaban la carretera a Teruel, supieron de cierto que iban a morir, y don José les animó a prepararse al martirio. En un lugar llamado “Barranco de Arguenes” (término de Algimia de Alfara, no lejos de Sagunto), fueron bajados y alineados. Don José les dio la absolución, y gritando “¡Viva Cristo Rey!” fueron ametrallados, incluido su hermano y uno de sus cuñados, así como otros familiares, por ser de familia conocidamente devota. Fueron enterrados en el vecino cementerio de Sot de Ferrer y al finalizar la guerra, sepultados en el de Sagunto. Contaba 51 años en el momento de su muerte.
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Natural de Onda (actual provincia de Castellón) era Joaquín Aguilar Vives, nacido en abril de 1880. Proveniente de familia pobre, estudio becado en el Colegio de Vocaciones Eclesiásticas de san José, mientras ejercía de sacristán en el convento de la religiosas Trinitarias para poder ganar algún dinero con el que socorrerse. En 1903 se ordenó de presbítero y fue destinado como coadjutor de Ribarroja, pasando a ser cura ecónomo de Quart de les Valls (unos 30 kilómetros al sur de Onda); finalmente, en 1917 pasó a ser el cura párroco de Benifaraig, una pedanía septentrional de la ciudad de Valencia. El rasgo que todos sus feligreses destacaron en la causa fue la absoluta bonhomía y sencillez de este sacerdote, que fue verdaderamente estampa de la mansedumbre cristiana. El sacerdote que fue su confesor durante once años, declaró: “creo sinceramente que conservó durante toda su vida la inocencia bautismal”.
Habiendo pasado necesidad en su infancia, su principal inquietud fueron los desvalidos; estableció en el pueblo una limosna secreta para atender a todas las familias pobres, promocionó con verdadero fervor la Adoración Sacramental, siendo frecuente verlo en devoción ante el Santísimo, y era muy devoto del Santo Ángel Custodio.
Al comenzar la guerra, el 19 de julio bajó agitadísimo desde el campanario, donde había visto arder muchos templos en la ciudad, gimiendo “¡pobre Jesús del Sagrario!”, y ordenando a los feligreses que se arrodillaran y rezaran la coronilla de desagravios.
El 22 de julio el comité marxista local le ordenó cerrar la iglesia. Él continuó celebrando la Santa Misa de forma discreta, hasta que el día 25 los milicianos le desalojaron de la casa parroquial. Como muchos otros expulsados, volvió a su pueblo con su familia. Allí, tras presentarse al comité, pasaba los días en su casa, rezando de continuo, y diciendo a los suyos: “pronto me llamarán a mí al comité; pero vosotros no sufráis por mí, pues ¿qué mayor gloria si el Señor me tiene destinado para sí por el martirio?” El 20 de agosto la casa fue asaltada por un piquete de milicianos a las tres de la tarde, mientras rezaba la Hora Santa. La vivienda fue saqueada de todo lo de valor que en ella había, y todo objeto piadoso fue destruido. A don Joaquín lo llevaron al requisado convento de los carmelitas, improvisada prisión. Durante ocho días fue interrogado y vejado, y el 28 de agosto lo pasearon por el pueblo ignominiosamente disfrazado, de retorno a su casa. Pero el 11 de septiembre llegó a Onda un camión con milicianos de otro pueblo, el escarmiento más temido de todos, pues al no conocer a nadie, a nadie guardaban respeto. Traían una lista negra, y unos cuarenta asaltaron la casa del sacerdote para llevárselo. Este se despidió de su hermana Antonia con un beso, diciéndole: “hoy me matarán y me iré al cielo”. Luego pidió perdón a los de la casa y rogó a su familia que no guardaran a nadie rencor por su muerte. Fue llevado al cuartel de la CNT del pueblo, donde, reunido con otros 13 sacerdotes y 12 seglares, y tras un breve y violento interrogatorio, fueron sacados en un camión, hasta una finca cercana al pueblo de Bechí. Llegados allí, un miliciano ordenó que Joaquín fuese bajado con estas palabras: “a usted, que es buen hombre, le mataremos primero, para que no vea sufrir a los demás”. Pidió a sus compañeros sacerdotes que le absolviesen, les animó, perdonó a sus verdugos y luego dijo: “¡Viva Cristo! Hasta el Cielo”. Una descarga de fusiles puso fin a su vida y después a la de sus compañeros de saca. Sus cuerpos fueron incinerados con gasolina y quemados, siendo enterrados en el cementerio de Bechí. Al final de la guerra, prácticamente irreconocibles, se trasladaron a Onda. Tenía 56 años.
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Ruego a los lectores una oración por el alma de estos y tantos otros que murieron en aquel terrible conflicto por dar testimonio de Cristo. Y una más necesaria por sus asesinos, para que el Señor abriera sus ojos a la luz y, antes de su muerte, tuvieran ocasión de arrepentirse de sus pecados, para que sus malas obras no les hayan cerrado las puertas de la vida eterna. Sin duda, los mártires habrán intercedido por ellos, como lo hicieron antes de morir.
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La vida y martirio presbiteriales aquí resumidas proceden de la obra “Sacerdotes mártires (archidiócesis valentina 1936-1939)” del dr. José Zahonero Vivó (no confundir con el escritor naturalista, y notorio converso, muerto en 1931), publicada en 1951 por la editorial Marfil, de Alcoy.
Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la Justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, persigan y, mintiendo, digan todo mal contra vosotros por causa mía. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los Cielos. Pues así persiguieron a los profetas antes que a vosotros. Mateo 5, 9-12
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2 comentarios
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LA
Efectivamente, no es el lugar más adecuado. Ni tampoco lanzar infundios bajo un seudónimo y dando una dirección de correo falsa es la conducta apropiada para un caballero cristiano.
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