La Fortaleza
La segunda virtud cardinal es la Fortaleza, que Platón definía como la cualidad de ánimo del alma para afrontar las dificultades que surgen al emprender una acción encaminada hacia el Bien (Rep. II, 7).
Entre los griegos se denominaba andreía (término derivado de la palabra andros- varón), y era cualidad que expresaba fundamentalmente la fuerza intrínseca masculina, siendo por ello comúnmente referida a la milicia. Hacía alusión al desprecio del peligro que el soldado debía arrostrar afrontando la muerte en el campo de batalla por el bien de su patria. Por transposición vino a definir en filosofía la entereza ante las adversidades de la vida, muy particularmente aquellas que acontecen al obrar correctamente. Íntimamente asociada a aquella se halla la kartería o dominio de sí mismo, que es la misma cualidad pero proyectada hacia el interior, en lugar de el exterior. Fue esta virtud que admiraron mucho los marciales romanos, en particular los estoicos (Cicerón. Tusc, 14, 53).
En el Antiguo Testamento, la fuerza tiene una lectura principalmente trascendental: si el hombre fía en su fuerza única, acaba fracasando (Sal 33, 16; Is 10, 13); por el contrario, si acude a Yahvé en su hora crítica, éste le concede la fortaleza para vencer las adversidades y calamidades. Esto vale tanto para el individuo como para el pueblo de Israel entero (Is 30, 15), y es cualidad del propio Mesías (Is 11, 2). También el dominio propio recibe elogios (Prov 15, 32; Prov 25, 28).
El catecismo de la Iglesia Católica define a la fortaleza como la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien (CIC 1808; Royo Marín, 462 y ss). Por ejemplo, opera en la resistencia a las tentaciones, ayudando a vencerlas. La más excelsa de las capacidades que otorga la fortaleza es la de vencer el temor a las pruebas, las persecuciones e incluso la propia muerte, por defender una causa buena y justa. Así afirma el Señor: “en el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo! Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Como el resto de virtudes cardinales, puede ser auxiliada sobrenaturalmente, y de hecho, la petición “no nos dejes caer en tentación” que formulamos en el Padre Nuestro, solicita el socorro del Espíritu Santo a nuestra fortaleza humana.
La mayor de las pruebas de fortaleza, y así ha sido reconocida unánimemente por los principales autores cristianos a lo largo de la historia, es el martirio, definido como el afrontar todo tipo de padecimientos hasta llegar a la muerte por dar testimonio de la fe en Cristo y no apartarse del camino de la Virtud y la Verdad moral. Es el arma más eficaz para resistir al Mal y dar ejemplo de Bien. Se relaciona íntimamente con otras virtudes, como la fe, la caridad o la paciencia. Es importante señalar que la muerte causada por actos de amor cristiano (por ejemplo, atendiendo a enfermos contagiosos) o por causas políticas, aunque sean producidas por enemigos de la fe, no son consideradas en si mismo martiriales. La iglesia enseña que la virtud de la fortaleza en el momento del martirio es tan alta que, con la adecuada atrición de las faltas, justifica al pecador ante el Juicio divino, recibiendo tras su muerte la “palma del martirio” que expresa su salvación.
Los ejemplos de martirio son innumerables en la historia de la Iglesia. Los continúa habiendo actualmente en todo el mundo y los hubo en España en nuestra historia reciente. Se puede decir sin temor a equivocación, que los pilares de la Iglesia, asentados sobre la roca de Cristo, se han construido con la sangre de los testigos de la fe.
La falta de fortaleza es causa de dos vicios. El más obvio es su omisión: la cobardía o vileza, el silencio y evitación ante el Mal. Muy grave es el cómplice o aquel que huye ante la prueba por un miedo que no domina, pero mucho más frecuente es el “respeto humano”, que omite el cumplimiento del deber y práctica de la virtud debidos por miedo a la opinión de los demás. El mayor respeto a lo que piensen los hombres sobre nuestros actos que a lo que piense Dios ya es en sí mismo una muestra de falta de fe. Aunque aisladamente se pueda considerar el respeto humano como un pecado venial, hace caer en un riesgo grave, el de confundir la cobardía con la virtud de la prudencia. Probablemente el respeto humano ha sido uno de los mecanismos más potentes para la apostasía social contemporánea en occidente. Muchos hay que se han apartado del camino de la virtud por convencimiento (erróneo) propio, pero muchos más lo han hecho por no ser mal vistos, o han callado ante el vicio por temor al Mundo. Establecida de ese modo una moral pública de indiferencia ante la Virtud, la siguiente generación considerará el Vicio como algo socialmente aceptable. Este proceso lo hemos vivido en nuestra patria, y sufrimos ahora sus consecuencias. La falta de fortaleza de los cristianos como cuerpo social ha permitido este estado de cosas.
Un vicio opuesto por falta de fortaleza es la inconsciencia del peligro. Las pruebas y penalidades se han de reconocer y valorar en su justa medida, para poder afrontarlas. Por tanto, la impasibilidad o indiferencia ante los peligros, la petulancia e incluso la temeridad para buscarlos sin motivo, no son virtudes, sino defectos que suelen proceder de la soberbia, la necedad o el desprecio de la propia vida.
La promoción familiar y pública de la fortaleza, tanto para practicar la virtud y evitar el vicio en nuestra vida personal, como para predicar las enseñanzas de Cristo a los demás, es una obligación de todo cristiano. El olvido de esta importante virtud cardinal, tan cultivada tanto por nuestros ancestros en la fe como por los grandes filósofos de la historia, ha dañado profundamente a nuestra comunidad y, como consecuencia, a la sociedad en la que vivimos. La virtud de la fortaleza ha sido atacada desde muchos puntos de vista.
Maquiavelo o Nietzsche la despreciaban por no venir asociada indefectiblemente a la violencia en la consecución de sus fines, acusándola de pasividad o debilidad encubierta (Der Antichrist, Fluch auf das Christentum, 1888). El existencialismo la ha vinculado a la persecución de la libertad de pensamiento o la imposición de decisiones arbitrarias, obrando como instrumento de cualquier totalitarismo. Ninguno de ellos comprende el sentido último de la fortaleza cristiana, al despojarle de su trascendencia y reducirla a simple herramienta en el marco de una dialéctica de filosofía materialista.
La fortaleza exige necesariamente la superación de los miedos y ansiedades propias. Por ello es tan importante para la formación de una personalidad equilibrada y generosa. Por ello es tan impopular en una cultura que propugna la comodidad y la autojustificación de todas las faltas. La fortaleza impulsa una exigencia perfeccionista hacia uno mismo (“Sed perfectos, como vuestro Padre del Cielo es perfecto”. Mt 5, 48), y la enseña (que no impone) a los demás, no sólo en la predicación, sino también en la obra: cuando la virtud se practica hacia el prójimo, se le invita a desarrollarla también en su vida. La moderación que ejercen las virtudes de la paciencia y la caridad impiden que la fortaleza caiga en el defecto de la dureza.
Nuestra sociedad actual se ha vuelto débil, y por ello prospera la mezquindad, el egoísmo, la complacencia, los miedos, los rencores, los agravios y la búsqueda de la sensualidad como evasión ante las dificultades propias de la existencia. Por contra, una sociedad educada en la virtud de la fortaleza, afronta con ánimo las pruebas inherentes que, de modo natural y sobrenatural, han de acompañar a la vida terrena. Asimismo, está mejor dispuesta para superar dificultades, practicar la magnanimidad y comprometerse para emprender proyectos realmente grandes como pueblo.
S.S Juan Pablo II, en su carta encíclica Redemptor Hominis (publicada en 1979) nos habla de los miedos naturales del hombre moderno, y hace hincapié en la misión de la Iglesia para presentar la Verdad de Cristo al mundo, haciendo alusión precisamente a la virtud de la fortaleza como una de las más importantes para alcanzar la santidad de nuestra comunidad y la misión profética ante el mundo. Como miembros de la Iglesia, todos estamos llamados a cultivar la fortaleza, en nuestra vida, nuestra familia y nuestra sociedad, para alcanzar los elevados fines de la promoción del Bien y el anuncio de la salvación de los hombres, encomendados por Nuestro Señor. Seamos constantes, y pidamos el auxilio sobrenatural para ser fuertes por medio de la oración.
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7 comentarios
Muy bueno e interesante el artículo; no obstante, creo que el punto dedicado al respeto humano no está muy claro, ya que al menos en mi opinión, una cosa es el respeto y otra el aborregamiento. La verdad, no considero que sea respeto el decir que sí a todo o el callar para no desentonar con el grupo. Ni es respeto hacia uno mismo, ni hacia los demás, ni la "palmadita" que el grupo pueda dar a quien no muestra desacuerdo, es muestra de respeto hacia el anterior. Quizás sí de aceptación, pero eso no es respeto.
Es decir, no veo respeto por ninguna de las partes.
Y de todo, quisiera destacar lo siguiente que señalas, apuntando además que "en su hora crítica" y en todas las horas:
"...si el hombre fía en su fuerza única, acaba fracasando (Sal 33, 16; Is 10, 13); por el contrario, si acude a Yahvé en su hora crítica, éste le concede la fortaleza para vencer las adversidades y calamidades...".
Y así es.
Un cordial saludo y muchas gracias por tan buen artículo.
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LA
Gracias, Ana, por la puntualización. En efecto, el término "respeto humano" es una definición de teología moral, que se puede traducir por "miedo al qué dirán", y no debe ser confundido con el respeto que toda persona merece por el simple hecho de ser hijo de Dios.
Procedo a poner comillas en la definición, para que quede claro, y no induzca a confusión. Gracias por tu aportación.
Un cordial saludo.
Un abrazo de Xto!
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LA
Totalmente de acuerdo, Jorge-P
Es que es mucho más cómodo sustituir la exigencia hacia uno mismo y hacia los demás en pos del Bien, por un egoísmo apenas disfrazado de tolerancia (lo que hoy en día se entiende como tolerancia es básicamente un "me importa un bledo lo que hagas- o te hagas a ti mismo- mientras no me afecte").
¡Un abrazo en Xto, amigo!
Me ha llamado poderosamente la atención este texto:
"Es importante señalar que la muerte causada por actos de amor cristiano (por ejemplo, atendiendo a enfermos contagiosos) .... , no son consideradas en si mismo martiriales."
¿Hay amor más grande que dar la vida por los demás???
Entiendo el significado de martirio (en cuanto a la crueldad del acto y la entrega de la vida) pero esta exclusión me ha dejado perplejo, aunque no desprecie en nada la entrega por amor a los demás.
Paz y Bien.
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LA
Gracias por sus amables palabras, Kairós.
Usted mismo lo dice, no hay amor más grande que dar la vida por los demás. No obstante, al martirio se le ha definido desde siempre como al tormento y la muerte por no renegar de Cristo. No se trata de establecer comparaciones, son virtudes distintas.
Paz y Bien.
No puedo coincidir en cambio con tu última acotación a Kairós. Yo creo que no hay amor más grande que dar la vida por Dios. Y creo también que dar la vida por las criaturas sí es comparable, y está en un grado menor. Todo lo cual surge de respetar los órdenes establecidos en el Super Mandamiento: "Amarás al señor tu Dios con toda tu alma, y al prójimo como a tí mismo".
Justamente en esto se fundamenta que dar la vida por Dios sea martirio, y en cambio darla por las criaturas no lo sea.
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LA
Efectivamente, todo se resume en el mandamiento que nos dio Cristo: "amarás al Señor tu Dios con toda tu alma y al prójimo como a ti mismo", y en el consejo práctico: "si no amas a tu prójimo, a quién puedes ver, ¿cómo amarás a Dios a quién no puedes ver?". Precisamente por eso ambos amores no son comparables, sino complementarios. Y esa es la maravilla de nuestra fe, que siendo Dios y sus criaturas imposibles de comparar, Dios se quiso hacer como nosotros para salvarnos.
Y se lo he mandado a un amigo que tiene graves problemas matrimoniales, y necesita mucho de la virtud de la FORTALEZA y naturalmente de Dios.
Atentos saludos.
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